El presente trabajo llego a la redacción de la organización por intermedio el Gobernador del Estado democrático de Táchira para su análisis y difusión.
Msc Ing Francisco J González R
COPEI Cabimas Presidente
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POLÍTICA Y CRISTIANISMO PARA LOS JÓVENES DE HOY
Douglas Coromoto Ramírez Vera.
Mérida, octubre de 2009
dramirez@ula.ve
«Los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la “política”; es decir, en la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común»
JUAN PABLO II (1988) Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 42.
Los Problemas de la Vida.
La vida es movimiento y ese movimiento implica encontrarse, confrontarse con la realidad misma. Ese movimiento de la vida se desarrolla “con otros”, “entre otros” y frente a las “cosas”, lo cual llamamos “mundo”. La vida está inmersa en el mundo y el hombre interactúa con ese mundo cultivándolo para no abandonarlo y dominándolo para cuidarlo (DSI, 2006). Esta confrontación con la realidad origina acciones y reacciones que generan un “conocimiento de lo otro” en nosotros y produce obstáculos, situaciones, perturbaciones que llamamos problemas.
Giussani nos señala: “Si el problema es el conocimiento de las reacciones que nuestro ser padece al moverse en el desarrollo de su vida, la vida del hombre consiste precisamente en percibir los problemas... Cuanto más vive uno, más percibe los problemas.” (LG, 1996, 148). Esa evidencia de los problemas es más sensible en los jóvenes que en los “viejos”, quienes han formado un cínico callo de la conciencia o han apagado la voz del deseo por la vida.
Esa vida llena de problemas se puede reducir a cuatro fundamentales, el primero es conocer al mundo para cultivarlo y dominarlo, de aquí surge el problema de la cultura de la educación, somos seres “cultivados y cultivadores” de nuestra realidad, lo segundo es utilizar ese conocimiento esa “cultura” para hacer ese mundo, esa realidad adecuada a nuestras necesidades por medio del trabajo. De aquí surge la relación del hombre con los bienes del mundo a través de la fuerza transformadora del trabajo que ordena, construye y se apropia del resultado, el cual llamamos el problema de lo económico. Esta realidad de lo económico surge por el hecho mismo de la escasez de recursos o medios para satisfacer variadas necesidades de diferente importancia.
El tercer gran problema se vincula a nuestra propia reproducción y al mantenimiento de nuestra especie en el mundo. De aquí surge una relación distinta a la relación que tenemos con las “cosas” o con el resto de la naturaleza, porque nos vinculamos con otro ser que tiene razón, espíritu y libertad. Con la naturaleza nos relacionamos en términos de “aprovecharnos” y “usarlas” para nuestros fines pero cuando nos vinculamos a una vida que está en igualdad de condiciones a nosotros la relación es diferente ya que si es sometida contra su voluntad más temprano que tarde esta reaccionará y responderá con igual o mayor intensidad a la forma como fue tratada. Por ello nos vinculamos buscando su simpatía, su afecto, atendemos su humanidad, dándonos, amándola. De aquí que Giussani nos enseña que el centro de la cuestión está en que “las cosas se cogen, a las personas, en cambio nos damos. Por tanto, en conclusión: las cosas se usan, las personas se aman” (GS, 1996, 149). Ese es el problema del amor, de la familia, de la pareja. Entendiendo como familia una comunidad de amor capaz de dar vida. Cuando no tiene esa capacidad de vida se puede llamar unión civil o comunidad de intereses que puede estar fundamentada en el amor entre ellos pero no se puede llamar familia. Nótese que el tema de los bienes, de su administración y herencia es un elemento derivado, de seguridad para los herederos genéticos y de la madre o padre de ellos, pero no fundamental del concepto de familia pero si es relevante en la comunidad de intereses.
Nuestra vida se desarrolla con otros, con los cuales no nos une ni un conocimiento, ni un afecto directo y con quienes nos vinculamos en múltiples actividades culturales, técnicas y sociales. Esas personas con quienes nos asociamos para lograr cosas que solos no podríamos lograr, para alcanzar niveles de progreso y seguridad que aislados unos de otros no sería posible, sino a través de emprendimientos, organizaciones, empresas e instituciones, que afectan nuestra vida en nuestras carencias y en nuestras abundancias y que a su vez generan una doble dinámica: una competitiva y otra de cooperación.
Al configurarse la vida del hombre en sociedad surge el cuarto gran problema, el de la convivencia humana, de la comunidad social al cual llamamos el problema de la política, donde surge el hecho político. El hecho político lo entendemos como el establecimiento de reglas de cumplimiento obligatorio para el grupo para asignar bienes escasos. Nótese que cuando hablamos de reglas de cumplimiento obligatorio nos referimos al aspecto de la “fuerza necesaria” y “legitima de la autoridad” y en segundo lugar, que esta afecta a lo “público” de la comunidad.
A continuación nos enfocaremos en el tema de la dimensión política y el rol de los laicos cristianos en el mundo de aguas turbulentas de lo político. Recordando las enseñanzas de Santo Tomas Moro, santo patrón de los gobernantes y de los políticos. Él quien supo dar testimonio de la inalienable dignidad de la conciencia y el rechazo de toda componenda, respetando a la autoridad legítima, afirmó, con su vida y su muerte, que “el hombre no se puede separar de Dios, ni la política de la moral”.
La Dimensión Política.
Es conveniente distinguir la política y lo político. Lo político lo entendemos como la dimensión de poder explícito y del ejercicio de ese poder, la política la entendemos como el arte (o la ciencia instrumental) de organizar y dar orden a ese poder para ello debe comprenderse lo que es permanente y transitorio en lo político. “Lo propio y específico de la política es lo político cuyo dominio está determinado por lo público, el cual se caracteriza por la distinción entre amigo y enemigo, pero este enemigo no es el enemigo privado (inimicus) sino el enemigo público (hostis) el que me hostiga o impugna”. En consecuencia en lo político surge el conflicto por el ejercicio del poder, el conflicto puede ser de tipo existencial, donde la supervivencia de un grupo depende de la ausencia del otro, o discurrir en un tipo de conflicto agonal; donde la existencia de uno no implica la eliminación del otro.
La responsabilidad del hombre frente a la realidad y en particular, frente a la realidad política, pone en juego las exigencias que el “corazón” expresa. Al poner en juego esta responsabilidad frente a los valores choca con la realidad del poder, entendida como la fuerza y energía organizada para alcanzar los objetivos. Frente al poder se presentan dos dinámicas posibles, una que mueve la voluntad para el desarrollo y servicio del hombre y la otra que reduce la realidad humana a los objetivos del poder. En este último caso al Estado, a la comuna, al partido o a la organización, que se considera fuente y fin de todo derecho.
Como bien lo señala Giussani (LG, 2001, 152), “Si el poder mira sólo a sus propios objetivos, necesita entonces tratar de gobernar los deseos del hombre”, es decir su libertad. En este caso el poder sólo buscar asegurar su existencia y permanencia en la medida que reduce el ámbito de libertad de la realidad humana. Esta reducción es mayor en cuanto reduce la diferencia, la diversidad en definitiva el pluralismo y coarta todo mecanismo que permita que esta diversidad sea expresada en igualdad competitiva en oportunidades, sin ventajas para unos u otros en un proceso limpio, transparente, con reglas claras y estables, por lo tanto legitimo desde la fuente.
De lo señalado surge la dialéctica de la legitimidad del poder; de su origen y permanencia, “un gobernante justifica su poder no sólo por la perfección de su título de mando, sino también por la rectitud con que ejerce el mismo” (Ponsati, 1988, 25). La legitimidad del mando para el gobernante requiere dos elementos para ser obedecido primero es la legitimidad del origen del mando y en segundo lugar, la legitimidad del ejercicio del mando luego de ser obtenido este. En cuanto al origen, la historia ha mostrado al menos más de dos fuentes de legitimidad: una que parte de la “herencia” (feudalismo, tiranías) y la costumbre que atribuye el derecho a mandar a quien sucedía hereditariamente a un ascendiente provisto de esa facultad, la del carisma del “profeta” o del guerrero quien conquista el poder con la anuencia de sus seguidores y con la pasividad de sus opositores, y, por último, la otra basada en la elección del pueblo, en la que se fundamenta la democracia. Las democracias se caracterizan como formas de gobierno producto de elecciones libres y secretas a las que concurren los partidos políticos, fundamentadas en una constitución, en los derechos humanos y en la independencia de los poderes públicos. La democracia es una forma política y no social de organización.
En este sentido, la democracia la podemos entender como un gobierno de la mayoría (mayoría de quienes votan) que respetan el derecho de las minorías (de quienes votan o no votan) y manejan las diferencias, el hecho simple de tener una mayoría relativa o absoluta, no implica el desconocimiento de los derechos humanos y de las libertades civiles que posen quienes circunstancialmente no cuentan con una mayoría relativa en un proceso electivo.
Una práctica de gobierno que permanentemente niega los derechos de las minorías imponiendo leyes injustas, que por ser ley no dejan de ser injustas, conlleva a la larga la pérdida de su legitimidad por cuanto se convierte en un régimen opresor y para mantener su opresión se afinca cada vez más en la injusticia por el temor de la rebelión y las conspiraciones, esta paranoia termina asfixiando a sus propios aliados y llenando de odio y temor al pueblo. Hasta el punto en que el odio puede ser mayor que el miedo mismo. La historia humana está llena de ejemplos de este tipo. La reacción del pueblo venezolano en particular ante la caída del gobierno del Benemérito y el vuelo de la “vaca sagrada” son dos ejemplos recientes de la historia del siglo XX.
La Democracia y la Dictadura.
La democracia o su concepto se han convertido en el estándar de gobierno legítimo en el mundo moderno, de hecho muchas dictaduras modernas se ponen el nombre democrático poniéndole el apellido “popular” como forma de esconder el hecho evidente de no serlo, como bien lo señala Mires (2009): “La democracia avanza sobre el planeta, pero de modo zigzagueante, hecho que ha creado un consenso internacional que más o menos dice así: las dictaduras pueden ser transitoriamente soportadas pero no aceptadas. Razón que explica por qué ningún dictador contemporáneo se designa a sí mismo como dictador. Todas las dictaduras de la tierra, en una tierra cada vez más democrática, quieren aparecer vestidas con ropa democrática. Más aún: quieren ser reconocidas como democráticas e, incluso, como una forma superior de democracia”.
También lo señala muy adecuadamente Arturo Ponsati (1988, 26): “Resulta notable que los ensayos de instauración de nuevas legitimidades sustitutivas de la democrática vayan siempre acompañadas de la intención de reclamar para sí la autenticidad democrática… Lo cual habla a las claras de que a pesar de la potencia desplegada en torno a los intentos por hacer arraigar nuevas formulas de legitimidad, la democracia sigue siendo, en nuestros días, la necesaria referencia de un régimen que aspire a ostentar el título de legitimo”.
Las dictaduras totales son caracterizadas por la ausencia de elecciones libres y secretas, la presencia de un partido único, sindicato y gremios únicos alineados al partido oficial y subordinados a la voluntad del dictador, con una sistemática violación de los derechos humanos y de las libertades civiles y la subordinación de los poderes públicos al poder del gobernante supremo. Son sociedades de armonía con el líder supremo (Ramírez, 2007, 98). Normalmente el dictador se sustenta en una estructura de tipo militar y militarista. Pero hoy son difíciles de sostener por los costos y el aislamiento en un mundo globalizado. Así que modernamente tenemos las dictaduras eleccionarias creadas en la práctica por el mismo Hitler, quien inició una costumbre dictatorial que ha hecho escuela: la de legitimar su poder mediante plebiscitos y gobernar con sus leyes hechas a la medida (Mires, 2009).
Las dictaduras eleccionarias se caracterizan por la existencia de un líder supremo, la concentración de los poderes públicos en la persona del líder, en la militarización del poder político, en la hegemonía comunicacional o monopolización de los medios de difusión cultural y en el envilecimiento de las elecciones. La intimidación de los adversarios y en convertirlos en enemigos, en los ocasionales gestos de generosidad con los aliados, son característicos de estos regímenes. Casi todos los dictadores son militares, y cuando realizan elecciones las ven como campos de batalla en donde es necesario vencer recurriendo a todos los medios posibles. La democracia se convierte así en un simulacro de sí misma, se busca una degradación paulatina de la vida ciudadana buscando crear un sentimiento de apatía y frustración. Logrando de esta manera, un objetivo adicional, destruir por medios políticos los cimientos morales de una nación. La democracia se convierte en mero ritual para eternizar al dictador. (Mires, 2009).
Giussani (2008, 155) describe este sentimiento como la tibieza que es diferente a la impaciencia: “la impaciencia es un defecto de la paciencia. Lo opuesto a la paciencia es esa especie de resignación de gusano…, es ese proceder retorcido de serpiente ese estirarse inútil de brazos y piernas, que deriva de tantas causas como, por ejemplo, la pereza” pero la pereza deriva en la tibieza. “La tibieza es seguir el camino de la esperanza con gesto ausente, con la cabeza encogida precisamente como se encoge el gusano para caminar: son los que están sin estar de verdad, y que por eso no le gustan «né a Dio, né ai nemici sui»… la tibieza es una manera de vivir el seguimiento de Cristo que aburre, que nos aburre a nosotros mismos, que no tiene luz, ni brillo, ni energía creativa, ni dulzura, ni proyecto alguno, es decir ¡que no tiene esperanza!.... La tibieza se opone a la fortaleza”
En este nivel hay que puntualizar varios aspectos y sentar pies en tierra frente a los hechos. La democracia, además de una forma de gobierno, es un modo de vida, y como tal, hay que realizarlo día a día, resistiendo a toda tentación de ir en contra de la libertad humana. Ser un líder demócrata requiere un discurso y una práctica cotidiana que exige ser un agente que participa activamente en su ámbito específico abierto mas no relativista ni reduccionista, no excluyente, propositivo, constructor de esperanzas y sueños, prudente y honrado que no genere escándalos y sepa mandar y obedecer el poder legítimamente constituido. Ser un colaborador leal y crítico en la defensa de la dignidad de las personas y del bien común. No es un demócrata quien replica y clona al dictador de turno, al interior de la instancia que circunstancialmente dirige. “Sólo a partir de esa resistencia cotidiana será alguna vez posible vencer al tirano en su propio terreno: el electoral.”
Otro aspecto a puntualizar es que el dictador eleccionario ha llegado ahí por ser un “líder” (Führer) carismático y popular, él figura como guía de los hombres “llamado” por una “causa superior” y sus seguidores se someten y lo legitiman no en virtud a la costumbre o a la ley, sino porque creen en él. En particular en el caso de América Latina y Venezuela (otros países del mundo no escapan de ello) la combinación de populismo, militarismo y nacionalismo han sido una constante, lo cual muestra que la naturaleza humana no nace con un espíritu democrático, que la libertad no es el bien más apreciado por las grandes mayorías en especial de los sectores pobres marginados de los frutos del progreso y que las dictaduras eleccionarias no se sustentan sólo en bayonetas.
La lección que se puede obtener es que ser un demócrata no es una condición natural sino adquirida. Llegar a ser ciudadano autónomo implica someterse a un largo proceso de aprendizaje. Vivir en una democracia implica aceptar posiciones contrarias y convivir con ellas; nos gusten o no. Esto exige “diálogos”, comunicación basada en la verdad y en la caridad y esta es una labor misionera. “La misión es la forma original del dialogo de los cristianos. Lo definitivo no son las diferencias sino la unidad” (Giussani, 2007, 142). Pero sólo se puede construir un acuerdo, sí existe claridad y certeza de nuestras propias convicciones y, a partir de ahí, se puede encontrar, a través de los diversos caminos, el común destino.
El Camino a la Democracia.
La laicidad o autonomía de lo civil con respecto a la esfera religiosa-eclesiástica no puede entenderse como autonomía sobre la esfera moral, ni como la reivindicación de un principio que prescinda de la enseñanza moral y social de la Iglesia, ni como reducción de la vida cristiana a lo espiritual y privado. La vida en un sistema político democrático no podría desarrollarse provechosamente sin la activa, responsable y generosa participación de todos. En la democracia, todas las propuestas son discutidas y examinadas libremente, se incurriría en una forma de laicismo intolerante quienes negaran a los cristianos la legitimidad de actuar de acuerdo con las propias convicciones acerca del bien común. El compromiso sociopolítico de los cristianos no puede reducirse a transformar las estructuras, sino que conlleva crear una propuesta cultural.
Esta propuesta cultural parte por vivir intensamente la realidad, por vivir las circunstancias, estas pueden ser duras pero no neutras y no son para soportarlas, ellas nos desafían, nos retan, nos confrontan, nos educan, “son parte del dialogo de cada uno de nosotros con el Misterio presente”. El perder el gusto por la vida es el vacio de nuestro “corazón”, es decir el centro de nuestra razón afectiva, el amor por uno mismo por el “yo” que me define. Las circunstancias me “conmueve”, mueven mi corazón, mi ser y me desafía a descubrir su sentido, su significado, el cómo las afrontamos, el cómo nos paramos y nos posicionamos frente a ella.
Tracemos unas pinceladas de respuestas del “yo” a esas circunstancias.
El dictador odia la diversidad, el pluralismo; el busca “uniformar” dar una única forma a todo. El color único es el símbolo del pensamiento único, que a la vez es la representación del “pensamiento” del dictador, por tanto la uniformidad es el símbolo de la pérdida de la individualidad y de la diferencia. Nuestra respuesta es vivir la diferencia, no replicar esa uniformidad, promover la novedad de aceptar la diferencia; de la pluralidad.
Esta defensa del pluralismo tiene que ser en todos los espacios y niveles, aquí hablamos de:
1. Pluralismo de las ideas, creencias y visiones que permitan la libre búsqueda de la verdad y de Dios, de una sociedad educativa y no de un estado docente, de la libertad de comunicar libremente la opinión a otros.
2. Pluralismos de las formas de asociación gremial, sindical, estudiantil, amas de casa, deportistas, grupo de consumidores y social en general que permita crear un rico tejido social, de la organización popular en defensa de la propiedad, de la libertad de trabajo, de la libertad sindical, en síntesis; por el mejoramiento de las condiciones concretas de vida.
3. También hablamos del pluralismo económico que permita construir una sociedad de emprendedores y propietarios y no una sociedad de funcionarios dependiente de un trabajo improductivo y sin derechos sociales o de una misión, fomentar el pluralismo en las formas de propiedad y de organización del mercado que permitan concretar una economía ecológicamente sustentable y económicamente sostenible, hablamos de una Economía Social de Mercado.
4. Del pluralismo gubernamental fortaleciendo la descentralización de competencias, recursos y funciones, a nivel de las regiones, municipios, parroquias y vecinos; promoviendo formas diversas y locales de responder a las necesidades concretas de las personas organizadas, atendiendo sus carencias para que en forma asociativa “pesquen la ballena”.
El pluralismo permite construir una democracia integral donde la participación no es contradictoria con la representatividad. Desde la perspectiva de la fe cristiana, existe un pluralismo político legítimo. Las propuestas políticas legítimas para un cristiano deben ser compatibles con dos principios básicos de la doctrina social de la Iglesia:
• El principio de solidaridad, según el cual el Estado debe promover la justicia social, tutelando especialmente los derechos de los débiles y pobres (Juan Pablo II, encíclica Centesimus Annus, nn. 10, 15).
• El principio de subsidiariedad, según el cual el Estado no debe sofocar los derechos del individuo, la familia y la sociedad, sino que debe promoverlos (Juan Pablo II, encíclica Centesimus Annus, nn. 11, 15).
Un cristiano puede y debe actuar y comprometerse en los partidos que defiendan y promuevan estos dos principios, además de una radical defensa de la dignidad de la persona humana, de la búsqueda del bien común y de la construcción continua y permanente de una sociedad de progreso y libertad para todos.
La construcción del pluralismo pasa por el rescate de los partidos políticos. Si bien los dictadores fundan un partido para realizar sus deseos personales, mantienen un discurso en contra de los partidos, esto no es un hecho casual, no hay nada más fácil y cómodo que criticar a los partidos políticos. Al ser públicos los partidos, sus militantes y dirigentes están expuestos a la observación cotidiana. Por otra parte, por el sólo hecho de existir, los partidos se convierten en el blanco preferido de las críticas públicas. En periodos de crisis, asoma muy fuerte la crítica a la corrupción, la que, por cierto, es más visible en los partidos políticos que en otras instituciones públicas, es cierto que hay políticos corruptos pero no más que militares corruptos u otras profesiones. Sobre la base de la crítica a los partidos, han surgido todas las dictaduras. El anti-partidismo y la anti-política es la ideología originaria que sustenta a cada dictadura.
Aunque no son, generalmente, los partidos las organizaciones que lleven al derrumbamiento de las dictaduras, sí serán las organizaciones que se encargarán de negociar con las disidencias internas de la dictadura, las que tarde o temprano aparecerán. Además, los partidos son las organizaciones más adecuadas para hacerse cargo de los complejos periodos que llevan al tránsito de la dictadura a la democracia. Son los partidos las instituciones que deben abrir espacios para que en la política post-dictatorial, el partido que representó a la dictadura pueda seguir existiendo, no ya como partido-estado, sino como un simple partido parlamentario; uno más entre los otros. Ya esa experiencia la tuvimos en el pasado el caso de Méjico con el PRI, y en el caso de Venezuela con los partidos post-gómecista, con el proyecto hegemónico de la AD del 45 y con los partidos perézjiministas.
Para los cristianos, el fortalecimiento de los partidos no significa construir un partido que agrupe a sólo creyentes, porque esto contradice la libertad humana, pero tampoco significa que perdamos la unidad fundamental en Jesucristo y en la iglesia, la respuesta pasa por la construcción de un eje transversal en los temas que nos une en la fe y en todas aquellas materias sobre las cuales la doctrina social cristiana exige una postura definida independientemente del partido en el cual se desee participar.
El compromiso, ya no es sólo participar, es comprometerse, prepararse como cuadros, porque ustedes serán posiblemente la generación que liderará la vuelta a la democracia del siglo XXI, donde todos deben estar, tanto los que estuvieron con el dictador y su régimen opresor, como los que adversaron y lucharon para que no se impusiera su tiranía. La democracia es para todos: incluyendo a sus enemigos. Los partidos representan la posibilidad de una transición a un mañana democrático. Ese “mañana” es lo que más teme el dictador. Y tiene razón: ese “mañana” será el día de su muerte política.
Ustedes jóvenes representan ese mañana.