El de MacGregor es uno de esos oscuros nombres que aparecían de cuando en cuando en esas sesiones de tortura que solían ser las clases de historia. Oculto bajo el manto de invisibilidad de las fechas y las batallas, el escocés Gregor McGregor reunió méritos suficientes para que, a poco de unirse a la gesta independentista, Miranda le concediera el grado de general de Brigada de Caballería. Luchó junto a Piar. Se casó con Josefa Lovera, una prima de Simón Bolívar; éste, por cierto, lo ascendería a general de División y le otorgaría la Orden de los Libertadores en 1816.
Pese a estar enterrado en el Panteón Nacional, hoy apenas se le recuerda. Aventuraré un motivo para el olvido: McGregor no sólo era un maestro masón con grados recolectados de Glasgow a Londres y un guerrero capaz de derrotar a cuanto batallón español se le pusiera en frente; McGregor era, además, un arriesgado, perseverante e ingenioso estafador.
En rigor, la participación de McGregor en la guerra contra España no abarca mucho más que un escaso lustro. Enterado de la rebelión mientras estudiaba en Edimburgo, llega a Venezuela en 1811 y lucha al lado de los patriotas, pero ya en 1817 está envuelto en la creación de Las Floridas, una república de ensueño en la isla Amelia, al noreste de Florida, que nace de un equívoco: McGregor llega a la isla el 29 de junio con apenas ochenta hombres, pero la jerarquía española supone que se trata de la avanzada de un contingente mucho mayor y se rinde sin oponer resistencia.
En su naciente república, McGregor funda una democracia que ostenta una orgullosa bandera con una cruz verde como emblema. Crea instituciones; se distingue como un gobernante justo; obtiene recursos bajo la promesa de que, liberada toda la Florida, los proveedores serían bien recompensados.
Pero comete un temprano error. Otorga patentes de corso a varios capitanes, quienes no tardan en darse cuenta de que la captura de barcos españoles, y el consecuente remate de los bienes que en ellos se transportaban, era una verdadera mina. Recaen sobre McGregor las sospechas de que no es más que un simple charlatán que desea enriquecerse mediante la piratería. Poco más de dos meses durará su gobierno; su república le sobrevivirá hasta diciembre, cuando es ocupada por fuerzas norteamericanas.
McGregor conocerá una breve tregua triunfal antes de tomar el definitivo camino del engaño. En 1819 expulsa a los españoles de Panamá. Tras un episodio posterior en Riohacha, donde se nombra a sí mismo “Inca de la Nueva Granada”, está en la isla de Margarita en 1820, cuando es designado diputado ante el Congreso Constituyente de Cúcuta, cargo que no llega a asumir pues se va a Centroamérica. Y es aquí donde comienza su verdadera historia.
En algún momento de ese año, McGregor llega a Londres presentándose como cacique o príncipe de Poyais, un pretendido principado que acababa de establecer, instituciones y fuerzas armadas incluidas, en la Costa de Mosquito, Nicaragua, con 32.500 kilómetros cuadrados que le habría concedido el rey local George Frederick.
Deslumbrados por este particular cacique escocés casado con una prima de Bolívar, que no dejaba de hablar de su heroísmo al lado de los prohombres latinoamericanos, los ingleses recibieron con honores al príncipe de Poyais. Christopher Magnay, principal autoridad de Londres, le dedicó una recepción oficial a quien, por otro lado, se decía descendiente del gran Rob Roy McGregor.
Nombra embajador de Poyais al mayor William John Richardson, quien lo hospeda en su palacio de Essex. Juntos crean la Embajada de Poyais en el centro de Londres, antecesora de otras dos en Edimburgo y Glasgow, y organizan suntuosas veladas plenas de diplomáticos, militares y gobernadores. Empiezan a vender las tierras del principado al atractivo precio de 3 chelines y 3 peniques por acre. En 1822, McGregor recibiría un préstamo de 200.000 libras para ayudar al fortalecimiento de su principado.
¿Nadie sospechó? Probablemente sí, y por ello ese mismo año el cacique de Poyais publicó la guía de la Costa de Mosquito, que en 350 páginas describía las bellezas (y muy especialmente las riquezas) naturales de su región. Minas de oro y plata, prados preñados de fertilidad, la extraña fortuna de no ser un territorio afectado por tormentas tropicales y una capital, Saint Joseph, fundada por colonos británicos (¡quizás parientes vuestros!), tales maravillas esperaban con los brazos abiertos a quienes se atrevieran a fundar una nueva sociedad. Esto y más era descrito en ese libro, cuyo autor obviamente no podía ser el hábil McGregor, sino un tal capitán Thomas Strangeways. La única copia de esa guía de que se tiene conocimiento en la actualidad fue adquirida por el periodista David Sinclair, y fue una de sus fuentes para La tierra que nunca existió, un exhaustivo estudio sobre el que ha sido llamado el mayor fraude de la historia.
Otro indicio de que pronto surgieron las sospechas fue la partida, con cuatro meses de diferencia, de dos barcos cargados de felices neociudadanos del principado de Poyais. Supongo que en algún momento McGregor se vio obligado a cumplir sus promesas. Con gran estilo, imprimió en Escocia unos “dólares Poyais” que cambió gustoso por su equivalente en libras a los precavidos que deseaban llegar a América con moneda local. En total los dos barcos transportaron a 270 esperanzados colonos.
El arribo a Nicaragua fue, por supuesto, un desastre. El principado de Poyais no era más que selva virgen y unas nada ostentosas ruinas. Una tormenta hundió en la costa a uno de los barcos, y los rosados británicos empezaron a enfermar. Para abril de 1823, cuando los náufragos fueron hallados por un barco que casualmente pasaba por allí, ya habían muerto más de 180. Para colmo, George Frederick, el rey de la Mosquitia, quien sí existía —era un negro puro cuyo reinado, que duró poco más de un año, había sido impuesto por los ingleses—, comunicó a un representante de los colonos que, si bien en efecto había concedido unas tierras a McGregor, las mismas habían sido revocadas poco tiempo después cuando él pretendió asumir derechos de gobierno. Finalmente se encontró la manera de regresar a los frustrados colonos a Europa, pero sólo llegaron vivos cincuenta de ellos.
Es de suponer que, ante el arribo de los escasos sobrevivientes, McGregor se puso en guardia. Sin embargo, un hecho fortuito lo salvó de un linchamiento: muchos de los colonos coincidieron en que la culpa no era de él, sino de su “entorno”. Publicistas e inversionistas fueron culpados, en un libro, por uno de los sobrevivientes, un insensato que había perdido a dos de sus hijos en la aventura centroamericana. Otros hasta firmaron una declaración pública en favor del suertudo cacique.
Pero McGregor no podía darse el lujo de confiar en su suerte, así que huyó apenas pudo. En octubre de 1823 llegó a París y, contra todo pronóstico, empezó a reorganizar su tramoya. Para 1825 tenía bastante adelantado el proyecto de enviar colonos franceses a Poyais, que mediante una constitución dejó de ser un principado y fue refundada como una república. Con el apoyo de su amigo londinense Gustavus Butler Hippisley y de la francesa Compagnie de la Nouvelle Neustrie, el banco de Thomas Jenkins & Company le otorgó a McGregor un préstamo de 230.000 libras.
A finales de ese año el barco estaba listo para partir, pero las autoridades francesas sospecharon al leer el nombre de ese país desconocido que aparecía declarado en los pasaportes de los colonos, y no dudaron en confiscar la nave. Menos inocentes que sus predecesores británicos, los franceses exigieron una investigación y Hippisley fue arrestado junto con Thomas Irving, secretario del cacique. A McGregor le dio tiempo de huir, pero fue arrestado dos meses más tarde. Lehuby, uno de los directivos de la compañía, fue extraditado por Bélgica a mediados de 1826.
McGregor y sus secuaces tuvieron dos juicios. En el primero, hasta su abogado defensor terminó declarando como testigo de la Fiscalía. La extradición de Lehuby marcó el final de ese juicio, para suerte de McGregor, quien contrató a otro abogado que logró la liberación de todo el grupo, exceptuando a Lehuby. De cualquier manera, éste sólo pagó un año por el delito de “falsas promesas”. El cacique regresó a Londres y allí fue encarcelado una vez más, pero no pasó más de una semana tras las rejas.
Por loco que parezca, el mismo banco que le había prestado antes de que fuera llevado a juicio le dio un nuevo crédito, esta vez por la extraordinaria suma de 800.000 libras, aunque en bonos a veinte años. Y, bien fuera vendiendo bonos o tierras, McGregor logró subsistir de su pretendido cacicazgo, o principado, o república, hasta 1837, fecha en que aparece registrado su último intento por hacer negocios en nombre de Poyais, o del Territorio de Mosquitia, como también lo llamaría.
Es de suponer, después de tan agitada historia, que a McGregor se le estaba haciendo difícil exprimir más su suerte. Por otro lado, el truco de Poyais empezó a ser utilizado por otros timadores, algunos tan creíbles como Robert Charles Frederick, hermano menor y heredero del efímero rey George Frederick. La existencia de más de un “consulado de Poyais” empezó a hacerse problemática cuando, merced a la confluencia de las leyes del mercado, cada uno intentó ofrecer más baratas las tierras de la inexistente república centroamericana.
Entonces McGregor hizo su movimiento final: regresó a Venezuela. Aquí le esperaban los viejos amigos de armas de su época gloriosa, ahora en el poder y, por supuesto, dispuestos a ayudar al hermano en dificultades. En 1839, el cacique de Poyais recobró su rango y volvió a ser el muy británico general de División Gregor McGregor. Recibió la nacionalidad venezolana y, en pago por sus méritos —al fin y al cabo fue uno de los héroes de la Independencia—, recibió los sueldos que dejó de cobrar cuando partió, en 1820. Escribió una autobiografía y se dedicó al cultivo del gusano de seda. Septuagenario y ciego, murió en Caracas el 3 de diciembre de 1845.
De ahí el olvido. Un héroe independentista ha de ser eso y nada más. Ha de ser digno de las estatuas y las escuelas con su nombre y la entrada en el Panteón. Sus cinco años como guerrero, como prohombre, le valieron a McGregor un lugar honroso en la historia, pero sus veinte como estafador le impusieron el discreto silencio, el manto de invisibilidad de las fechas y las batallas.