Debo admitir que, seguramente, Chúo Torrealba, no es santo de la devoción de más de la mitad de Venezuela, pero también que, cualquiera sean sus índices de aprobación o rechazo, comienza a jugar un rol estelar en una hoja de ruta de cuyos resultados dependerá el hundimiento o la sobrevivencia de lo que resta de libertad y democracia en el país.
Es la extraña responsabilidad que la historia contemporánea reserva a una suerte de apaciguadores que, sin serlo, deben acopiar toda la capacidad negociadora posible para que, partes enfrentadas acepten conciliarse y transitar por el bien común del bienestar en libertad. "Hombres bisagras" he leído que les dicen por ahí y la imagen, más que definición, cuadra perfectamente con la esgrima que casi siempre tienen que exhibir estos nadadores de aguas tormentosas cuyos peligros no vienen, generalmente, de la superficie, sino de las profundidades.
Es famosa la polarización de la sociedad venezolana actual, de la hendidura que, de país civilizado, nos hace no pocas veces transitar por los bochornos de la barbarie y parecer una turba predispuesta para la ruptura y la confrontación. Una infección que toca nuestros espacios más recónditos y que aparece y reaparece donde menos se piensa, se toca, se siente, se presiente. Resultado de la ocupación del país por un grupo, identificado con una ideología anacrónica, el marxismo, para el cual el odio, la retaliación y la violencia son, tanto una filosofía, como una secreción psicológica.
Lo vivieron y sufrieron europeos, asiáticos, africanos y americanos durante el Siglo XX, y que en el Siglo XXI, Cuba y Venezuela aún lo padezcan como una herencia disolvente, es más cuestión de insania que de irracionalidad. Se revela en su proyección hacia toda la sociedad, en su alcance hasta sectores, instituciones, organizaciones y fuerzas natural e históricamente concebidas para convivir y coexistir y a veces, más allá de lo deseable, distanciadas y enfrentadas.
Y sobre este espacio o escenario debe trabajar el apaciguador, el conciliador u "hombre bisagra" Chúo Torrealba, sin perder la paciencia, el aplomo, el nivel, pues, de lo contrario, los ríos se desbordarían y todos sabemos lo que sigue a las inundaciones. Oyendo abucheos, aplausos, condenas, aprobaciones, afirmaciones, negaciones, celebraciones, duelos, pero sin que, en stricto sensu, pueda darse por aludido, halagado u ofendido, pues cualquier debilidad en el entramado puede significarle la ruina, el fracaso.
Digamos de una vez que, parte del reto que incumbe a Torrealba tendrá mucho que ver con la oposición democrática, el sector de la vida política al cual pertenece, y que lo reconoció como un tercero "neutral" que debe fajarse por la unidad, pero sin desconocer que unidad no es uniformidad.
Porque –escribámoslo sin concesiones- la oposición democrática que, a partir del 2006, cimentó una plataforma unitaria que en sucesivas elecciones le permitió ganar los espacios políticos que había perdido después de las catástrofes electorales del 2004 y 2005, y que, más allá de toda duda razonable, ganó las elecciones presidenciales del 2013, esa oposición se dividió a raíz de la irrupción de las manifestaciones estudiantiles de febrero del 2014, y que permitieron la emergencia del movimiento que se llama "La Salida", y de un liderazgo, si no nuevo, sí desacoplado de la estructura que representada la MUD, como son Leopoldo López, Antonio Ledezma y María Corina Machado.
No es lugar para explayarme a hurgar en las raíces de la bifurcación del camino opositor, tentar razones, exponer motivos y, mucho menos, señalar culpables o inocentes, pero sí para sostener que, se trató de un hecho político de incalculables consecuencias, de acontecimientos y personajes que aun no terminan de proyectarse en el tiempo y perfilarnos toda su intensidad y proyección.
Lo que sí puede afirmarse con toda certeza es que, a partir de febrero del 2013, la política opositora buscó y encontró otro centro, uno que fue decisivo en la incorporación de la violación de los derechos humanos en Venezuela como un tema de la agenda política internacional y del acercamiento de cualquier cantidad de actores a apersonarse de qué es lo que realmente ocurre en el país.
Pero, igualmente, los sucesos de febrero del 2014 nos trajeron un milagro y fue que, a pesar de las diferencias que las partes no se preocuparon en ocultar o simular, no se produjo una división de jure y que, el tiempo, lejos de profundizar los disensos, más bien los ha aliviado, y hoy la oposición se encuentra de nuevo unida en torno a la batalla inexcusable por barrer al gobierno en las elecciones parlamentarias.
Debe hilar muy fino, entonces, Chúo, para preservar la unidad, para que los que ayer solo se saludaban por cortesía, y sin comprometer su desconfianza, vuelvan de nuevo a remar en la nave, y en la misma dirección, sin detenerse en los fantasmas del pasado, que por muchas energías que nos hayan robado, siguen siendo eso: fantasmas.
Pero estoy hablando de solo una de las responsabilidades que atañen a Chúo Torrealba, porque la otra, que es concomitante con la primera, tiene que ver con su capacidad de imponerle al madurismo las condiciones, sin las cuales es imposible hablar de elecciones transparentes, imparciales y que respeten la voluntad de los electores.
En este orden, es imposible no estar dispuesto a denunciar el fraude electoral en todas y cada una de sus manifestaciones, pues, ya sabemos que en Venezuela, los votos no solo se escamotean en el conteo, sino básica y principalmente antes de que se hagan efectivos, en lo que se llama ventajismo, manejo de la data electoral y la introducción de máquinas y recursos auxiliares como las captahuellas y los cuadernos de votación. Es una lucha que debe empezar el primer día de la apertura del proceso electoral, pues subrogarla y posponerla conlleva siempre el riesgo de reaccionar contra perversiones ya establecidas e imposibles de extirpar.
Y sin caer en la trampa de mitos, según los cuales, denunciar el fraude, el ventajismo y las trapacerías del gobierno, es auspiciar la abstención, porque también tragarse la comisión de un fraude sin denunciarlo, promueve la apatía, el pesimismo y el sentimiento de que, electoralmente, la oposición nació para perder. En otras palabras que, no son las derrotas las que inhiben a los militantes y votantes de la oposición, sino la incapacidad de triunfar imponiéndole la victoria al adversario.
Se trata, entonces, del esfuerzo para barrer en las elecciones, pero previo despeje de los obstáculos con que el gobierno perpetra los fraudes y las marramucias y que no puede traducirse sino en la forja del mejor instrumento para consolidar la unidad.
No perder de vista el objetivo supremo de la unidad, convenir que el acuerdo en torno a las elecciones parlamentarias es el mejor tributo que se le puede hacer en estas horas y estar decididos a consolidarla con la victoria en las parlamentarias, es el credo de toda la oposición y en particular del hombre, del conciliador, del apaciguador que debe conocer que diferencias sí, pero sin afectar la disciplina y la moral de victoria de los partidos y sus líderes.
Momento en que las pasiones deben dirigirse a la derrota de los enemigos de la libertad y la democracia y no contra quienes están dispuestos a dar la vida por ellas.