martes, 3 de julio de 2012

Una enfermedad que contagia a toda la Iglesia

Una enfermedad que contagia a toda la Iglesia:

El pecado, como sabemos, es la violación de los mandamientos de Dios. El pecador, por lo tato es aquella persona que libremente ha decidido violar la Ley Divina. Con este acto insulta al Creador y se hace reo del suplicio eterno. El principio de todo pecado no es el Demonio, como algunos creen, sino la misma naturaleza corrupta del hombre que, dejada a su propio hedonismo, abandona la libertad para el bien con el fin de caer en la concupiscencia del mal.
Sin embargo existe una “mirada individualista” del pecado que, a mi entender debemos comenzar a corregir. ¿A qué me refiero con una “mirada individualista”? A qué el pecado no hiere únicamente al pecador sino a toda la Iglesia, mucho más hoy en día en el que la Iglesia Católica, los verdaderos católicos (aquellos que resisten a la Iglesia Conciliar) están como nunca bajo la mira del Mundo de su Príncipe: el Demonio. Aquel que ha pecado no sólo se aleja de Dios y pierde la Gracia, que es el remedio que Dios nos da ante el pecado, sino que además contamina a la Iglesia como la gangrena. El que pierde la Gracia está muerto, dice San Pablo y Cristo es el único que lo puede resucitar. Quién no tiene la gracia no puede obrar conforme a Dios, sino que se mueve por sus propios intereses, por su propia vanidad, por un amor desordenado de sí mismo. Pensemos un momento en Dorian Gray: cuándo el hedonista Dorian decide realizar una buena acción y regresa a su hogar, espera ver un cambio en el retrato que refleja su alma, empero, al acercarse lo único que encuentra es que aquella monumental obra de arte se ha desfigurado aún más. ¿Por qué? Porque su intención no había sido recta, sólo buscaba un beneficio personal. Hoy en día mucha gente actúa de esta manera: vemos a señoras que con amplias sonrisas colaboran con CARITAS, sabiendo incluso que esas donaciones nunca llegarán a los pobres, empresarios deciden donar a la beneficencia sumas de dinero importantes, no por fervor cristiano, sino para deducir impuestos. Estos son ejemplos, nada más que ejemplos.
Si el pecador está muerto, la Iglesia está en peligro. Es como un dedo necrosado, si no se corta, la infección se expande por todo el organismo hasta matarlo. Y a más importante el miembro muerto, más grave es la infección y por lo tanto, más daño sufrirá el Cuerpo Místico. Tengo en ante mí la página web de una “congregación tradicionalista” dirigida por un “enfermo”, aunque a mi entender se trata de un miembro muerto. A donde haya ido llevó destrucción, caos, confusión, desorden y lágrimas. Pienso al verle sonriendo en una fotografía con unos fieles ¿Saben ellos que están “infectados”? Quedarán almas heridas y extraviadas, sus malas acciones y su estafa moral dañarán irremediablemente a estas personas que, en algún momento fueron llamados por Dios. Pero ahora, este obispo o ese sacerdote “muerto” de la Iglesia, que permanece entre los fieles, los carcome, los contamina. ¿Es necesario recordar que San Juan nos pedía que a los enemigos de la Iglesia no había ni que saludarles? ¿Y nosotros que hacemos? ¿Podemos hacer omisión de la Sagrada Escritura? ¿No tenemos más bien que eliminar el miembro muerto para que el cuerpo continúe viviendo? Recordemos que nuestro Señor nos advirtió que si para nosotros nuestro ojo o nuestro pié eran ocasión de pecado, más nos valdría cortarlo y arrojarlo lejos. ¿Hemos “cortado y arrojado lejos” a estas partes muertas de la Iglesia? No. No lo hicimos. Aún no lo hemos hecho.

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