sábado, 7 de agosto de 2010

UNA SUPERVIVIENTE DE LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPAÑA (1931-1939) CUENTA SU HISTORIA

UNA SUPERVIVIENTE DE LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPAÑA (1931-1939) CUENTA SU HISTORIA

UNA SUPERVIVIENTE DE LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPAÑA (1931-1939) CUENTA SU HISTORIA


TESTIMONIO DE PERSECUCIÓN, MARTIRIO Y PERDÓN

Tomado del Proceso de Beatificación de sor María Victoria Valverde, Franciscana de la Divina Pastora, brutalmente asesinada por los milicianos de izquierdas por la única razón de ser por aquel entonces la superiora de la comunidad de su congregación en Martos, provincia de Jaen, al estallar la guerra civil española:

“Conocí a M. Victoria Valverde en el año 1924, fecha en la cual ingresé en el Noviciado en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), donde M. Victoria era la Superiora. Más tarde, siendo profesa, fui destinada a la Comunidad de Martos (Jaén) estando en este tiempo M. Victoria como Superiora de esta Comunidad. Aquí conviví con ella desde el año 1931 hasta el 12 de enero de 1937. M. Victoria era muy querida por todos los miembros de la Comunidad, alumnas y personas allegadas al Colegio, por su trato amable y delicado, virtud y capacidad, don de gentes pero sobre todo destacaba en ella profundamente la prudencia, la caridad y la humildad; afirmo que era humildísima. Se dedicaba en este tiempo a las clases de labores y bordados, con las señoritas mayores. Si bien no poseía preparación intelectual destacada, dada la ascendencia moral que tenía su persona en la Congregación, se rumoreaba entre las Religiosas que podía ser la futura Superiora General.

Hago constar, que durante los años que convivimos juntas inmediatos al desenlace de la guerra civil española, nunca le oí referencia alguna a cuestiones políticas, pues estábamos absolutamente ignorantes de ellas, ni siquiera leíamos periódicos. Era una mujer de vida sencilla, muy delicada de salud, cuya preocupación constante era servir a sus hermanas con diligencia y caridad; quería mucho a las niñas. Me consta que tampoco tenía enemigos, fácil de comprender dada su suavidad de trato, su dulzura y caridad con todos; su vida era sencilla y sin ruidos. Formábamos la Comunidad en este tiempo doce Religiosas.

En el año 1936, la situación se ponía cada día más peligrosa. Ya hacía tiempo que M. Consolación del Blanco y la que declara vestíamos de seglar, para poder dictar clases en el nivel secundario, pasando desapercibidas como religiosas. Se fue complicando cada día más la situación, se suspendieron las clases y ya se oían amenazas telefónicas y verbales. A1 ver el cariz que esto tomaba, M. Victoria, Superiora de la casa, permitió a las Religiosas, sobre todo a las más temerosas, que se fueran con sus familias, otras a las casas de las personas más adictas al Colegio. En un corto lapso de tiempo salieron todas, menos M. Victoria, M. Amparo Rodríguez y yo, que permanecimos hasta el 20 de julio de 1936; después de haber tenido varios registros y a la fuerza, ya que el Colegio estaba lleno de milicianos, nos obligaron a abandonarlo. M. Amparo Rodríguez, de avanzada edad, le hizo tal impacto el obligarla a quitarse el hábito que se trastornó, perdiendo sus facultades mentales: no había medio ni fuerza humana para sacarla de casa, ni por las amenazas de los milicianos, ni de los fusiles que la apuntaban. El vestido de seglar que se le puso lo rasgó entero, y gracias a la fuerza hercúlea que el Señor me dio en ese momento, la cogí debajo del brazo y sosteniéndome de la baranda de la escalera, la pude sacar a la calle.

En este intervalo, los milicianos estaban invadiendo la casa entera y profanando los objetos religiosos que encontraban a su paso: a mis pies arrojaron un hermoso crucifijo que hicieron pedazos en mi presencia. Ante esta profanación me estremecí de tal forma que lancé un grito: ¡Virgen Santísima!, a lo que los milicianos replicaron: “Piense usted lo que dice, que le puede costar la vida". Oí decir también: “Lástima de mujer metida en el convento". Les pedimos que nos permitieran recoger una muda de ropas, lo cual lo hicimos vigiladas constantemente. Antes de esto, viendo la situación cómo estaba, se habían consumido las especies sacramentales.

Las tres religiosas fuimos a la casa de la Sra. Ana Fernández, viuda de Espejo, en el pueblo de Martos. Durante dos meses estuvimos aquí las tres, y viendo que éramos demasiada carga para la familia, M. Victoria se va con la Sra. Camacho, donde permanece un mes, habiéndose enterado que un hijo era miliciano y ya sabían que estaba allí la Superiora de San Francisco, según nos llamaba la gente, por haber sido este Colegio convento de Franciscanos, y se enteró que comentaban que iban a buscarla para apresarla; le aconsejaron que abandonara Martos o por lo menos que se marchara de aquella casa. A lo de abandonar Martos siempre contestó que mientras hubiera una sola de sus Religiosas, ella no se marchaba, ella era la Superiora y, por lo tanto, la que debía responder; por esta razón vuelve a la casa de la Vda. de Espejo. Aquí permaneció hasta el día del martirio.

El 25 de julio, fiesta del apóstol Santiago, sobre las 10 de la mañana, se armó un gran alboroto en la Plaza Fuente Nueva, delante de la Iglesia de San Francisco (que era la del Colegio) y nos enterarnos enseguida que habían sacado las imágenes arrastrándolas por las calles: la Divina Pastora, después de romperla en varias partes, la tiraron a un pilón que había en dicha fuente y la imagen del Niño Jesús la ataron por el cuello y la llevaron arrastrando por varias calles hasta que se hizo pedazos.

Durante todo este tiempo tuve que acompañar a M. Victoria a dar cuenta al ayuntamiento dónde se encontraban las Religiosas primero cada 15 días, muy pronto cada 8 días y después todos los días. Uno de estos días que íbamos al ayuntamiento, estaba la plaza llena de milicianos y el Sr. Alcalde dándoles una arenga desde los balcones del ayuntamiento; había gran alboroto, vociferando: “¡Viva el Alcalde! ¡Mueran los curas y las monjas!” Al desembocar en dicha plaza, M. Victoria se conmovió tanto que casi se desmaya en medio de la calle; apoyada en mi brazo la metí en un comercio de toda confianza de la Comunidad y haciéndole señas al jefe del comercio (le indiqué la situación, no podía hablar), le pedí una silla y piezas de tela, para que simulara estar comprando.

Mientras, yo me iba cruzando por en medio de esta turba y gritería, y pude llegar al conserje del Ayuntamiento, exponiéndole que la M. Superiora no podía acercarse por encontrarse mal; estaba muy delicada de salud, casi siempre tuvo 38° y 39° de temperatura. El conserje me recibió amablemente, diciéndome que no me preocupara y que hasta tanto se pusiera buena me presentara sola, como así lo hice, no sin gran temor, ya que veía con claridad que aquella amabilidad y simpatía no podía tener un fondo sano. Vi claramente la mano de Dios, después de enterarme de los proyectos que este señor tenía de llevarme a su casa. Este mismo día, al regresar con M. Victoria, ya repuesta de su desmayo, alguien nos conoció y empezaron a gritar y a tirar pedradas contra nosotras. Marchamos ocultamente por un callejón, escapando sin alcanzarnos ninguna piedra. Lo vi también providencial.

Yo visitaba todos los días a M. Victoria, pasaba la tarde con ella, y a pesar del cariño y confianza que tenía a esta familia, en cuanto yo llegaba, me llevaba aparte; se veía en ella la necesidad de desahogar la impresión que tenía en su interior. Siempre sacaba la conversación sobre su martirio, estaba segura que la mataban, repetía constantemente que no se sentía con fuerzas de mártir, tenía terror que pudieran profanarla, más que a la muerte; yo trataba de animarla y contagiarle el optimismo que sentía, pero a ella nada la convencía. El 11 de enero de 1937, por la mañana, se presentó en casa donde estaba M. Victoria, Dolores Camacho notificándole que la noche anterior se había acordado en el Comité Miliciano, que recogerían todas las Religiosas para matarlas, en primer lugar las Superioras de las distintas Comunidades.

Llegó el 12 de enero de 1937; M. Victoria se levanta persuadida que era el último día de su vida. Y así lo dijo a Doña Ana: “Tengo un presentimiento triste, no sé por qué me figuro que de hoy no pasa, que me van a prender, y quiero ver a mis hijas por última vez (a sus Religiosas)". Vino a buscarme a la casa donde yo me alojaba, me entregó un monedero vacío, me dio todo lo que tenía; que diera cuenta a M. Natividad Vázquez, Superiora General, dónde estaban las Religiosas y entregara las escrituras de la casa. Efectivamente, a eso de las ocho de la noche se escucha un estruendo grande y llaman a la puerta bruscamente. Venían por ella. La llevaron y atrozmente la mataron juntamente con la Abadesa de las Religiosas Clarisas y otra religiosa Trinitaria, en la madrugada del 13 de enero de 1937.

Ese mismo día, a altas horas de la noche, se presentaron también en mi búsqueda en la casa donde me refugiaba, pero como momentos antes nos avisaron, por amistad de la familia con un jefe de los milicianos, salimos huyendo en su coche para un pueblo próximo, Torredonjimeno, donde vivía un hermano de estas señoritas, farmacéutico, que nos acogió en su casa; yo tuve que vivir escondiéndome constantemente hasta que terminó la guerra, casi los tres años, refugiándome en buhardillas. La familia se iba a los refugios cuando los bombardeos arreciaban, pero yo me quedaba en unas buhardillas al amparo sólo de la Providencia.

Continuando con el relato de lo acaecido a M. Victoria, no lo vi pero se comentó por todo el pueblo al día siguiente del hecho, por algunos que escucharon y otros presenciaron de lejos; esto se dijo: “Las sacaron de la cárcel donde estaban y las metieron en un camión para llevarlas al sitio del martirio". De esto se puede decir poco, ya que todas murieron y no hubo más testigos que ellas mismas y un señor que se había escapado de la cárcel y estaba escondido en un monte y desde lejos pudo observar algo de lo que ocurría. Tampoco pudimos hablar con él porque lo cogieron y lo mataron; así que lo poco que se sabe es lo que él pudo contar a sus familiares y lo que los verdugos han querido declarar en el juicio: Las llevaron a un caserío, término de Las Casillas, y allí quisieron profanarlas, y se supone que lo llevarían a cabo por una conversación que tuvieron después del martirio, celebrando un banquete y con las manos aún llenas de sangre, decían: “Hasta hoy no he creído que las monjas eran vírgenes; hoy lo creo". A M. Victoria me dijo uno de sus verdugos que quisieron quitarle el anillo de profesión perpetua que tenía puesto y como estaban las manos hinchadas no podían sacárselo y, para lograrlo, le cortaron el dedo. El anillo lo entregó el criminal y está en nuestro poder.

El alcalde de Martos, envió a darles sepultura al cementerio de Las Casillas y allí permanecieron hasta que terminó la guerra. Al terminar la guerra volví a Martos. Yendo al Colegio, no encontré más que auténticas ruinas y un asqueroso muladar. Me tocó llevar adelante la reconstrucción del Colegio siendo la Superiora de la Casa, pudiendo así enterarme de todos estos datos referentes a M. Victoria. También quiero decir que me propusieron hacer declarar al verdugo, pero como lo iban a obligar a declarar apaleándolo, lo consideré inhumano y no lo consentí. Con respecto al anillo, lo tenía en su casa la madre del asesino y nos lo entregó, como he manifestado anteriormente.”

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