De lo efímero y la mirra
Ephemera. Esta palabra me encanta, es una de mis favoritas. Cierto es que no me atrevo a encontrar un equivalente del ephemera inglés en castellano, aunque muchas veces me refiero a similares asuntos con el musical bagatelas. Los ephemera van mucho más allá de lo que nosotros llamamos efímero. Desde un punto de vista formal se trata de escritos, objetos, diseños o incluso discursos hechos para no durar, desde entradas de cine hasta marcapáginas y publicidades de todo tipo. Son cosas intrascendentes que todos los días están ahí pero apenas importan aunque, sin ellas, todo sería realmente soso. Tanto lo efímero como los ephemera tienen sus raíces en cierto vocablo griego que viene a expresar lo que “no dura más que un día”. Ahora bien, desde un punto de vista muy personal, también llamo ephemera a todos esos papeles, recortes y datos que uno se va encontrando por ahí y que, sin tiempo para ser exprimidos con debida atención, terminan por caer en el cajón de las curiosidades eternas. Como bien conocen muchos lectores de TecOb, tengo ficheros con miles de anotaciones de ese tipo, datos atractivos que aparecen mientras me documento para redactar artículos para revistas, por ejemplo. Aquí y allá aparecen, son como bacterias bien alimentadas en una placa de Petri, proliferan por doquier. La norma es cruel: sin tiempo no son útiles, así que se aparcan con la esperanza de que, algún día, sirvan para tal o cual escrito. Algunos casos se convierten en posts, otros quedan olvidados para siempre, pero no por ello dejan de ser atractivos. ¿Acaso los propios blogs de “curiosidades” no serán realmente más que grandes ephemera en sí mismos, intrascendentes, para consumo inmediato?
Todo este montón de palabras vacías tienen por origen la pregunta de un niño. Caminaba tan contento un padre con su hijo pequeño hoy en la lluviosa mañana, con prisa porque todavía no habían echado la carta a los Reyes Magos en el buzón correspondiente. No tengo ni idea de cómo pudo surgir la cuestión, pero el caso es que en un momento dado el niño le preguntó a su progenitor: «¿qué es mirra?» Sí, todo el mundo sabe lo que es el oro y, cómo no, también el incienso, pero la cara del destinatario de la cuestión era todo un cuadro de horror, no sabía qué decir. Desconozco cómo terminó por arreglar el incómodo silencio, pero creo que pasó a hablar rápido de cualquier cosa que se le pasó por la cabeza. Y ahí entraron en marcha mis colecciones de bagaletas, banalidades, trivialidades o, en definitiva, ephemera. Al regresar a casa busqué entre ellas las dedicadas a la mirra, recordaba que había bastantes, pero no pensé que eran tantas. Más de cien referencias, la mayoría poco útiles, otras de revistas médicas del siglo XIX y similares, gritaban a quien lo quisiera entender que eso tan olvidado hoy día en occidente fue muy importante en tiempos pasados.
Quien dejara la referencia a la mirra en el Evangelio de San Mateo sabía muy bien lo que hacía, pues en la antigüedad pocos productos podían ser más preciados que el oro, el incienso y la mirra, si acaso varias especias y algún que otro tinte natural podrían rivalizar con los dos últimos porque al oro no ha habido nada que le haya hecho sombra todavía como objeto valioso y codiciado con el paso de los milenios. Repasando en mis queridas ephemera veo que desde la más profunda antigüedad la mirra ha estado presente en multitud de culturas. Ya incluso en la elaboración de inciensos aromáticos, partiendo del antiquísimo Oleum Libani, o aceite del Líbano, muchos inciensos, perfumes y parientes de buen olor han contenido como aditivo algo de mirra. La presencia de la mirra y de los inciensos en las escrituras consideradas sagradas va mucho más allá del valor material que tenían en épocas pasadas, siendo en realidad símbolos espirituales.
De acuerdo, pero ¿qué narices es la mirra? Eso es lo que preguntaba el niño sin recibir respuesta adecuada. Veamos, un producto obtiene valor dependiendo de la función que desempeñe. En el caso de la mirra su ocupación era, sencillamente, ocultar los malos olores con una fragancias que no sabría si calificar de agradable, pero sí al menos con efectos poco menos que calmantes del sentido olfativo. Téngase en cuenta que en las sociedades antiguas, y hasta no hace mucho por estas tierras, la convivencia de lo humano con lo animal era muy estrecha. El ganado prácticamente convivía con los hogares y, además, los excrementos de unos y otros no recibían tratamientos adecuados, por no hablar de otro tipo de medidas higiénicas escasas. En conclusión: el pasado huele bastante mal, para qué negarlo. Además, en los templos en los que se celebraban sacrificios animales los olores debían ser indescriptibles, por ello siempre se hace referencia en los textos antiguos al uso en grandes cantidades de substancias aromáticas de todo tipo, mirra incluida.
Con el tiempo, quemar inciensos antes los potentados, o regalarles mirra, se convirtió en un signo de respeto y, de ahí, se pasó al campo de lo religioso. La mirra es una especie de resina seca que se obtiene por medio del sangrado de ciertas especies vegetales relativamente comunes en el África Oriental y sur de Asia. Por lo general son varias especies de árboles de Commiphora las más empleadas, sobre todo las propias del Yemen, Etiopía o, también, de Israel. Durante milenios esta resina vegetal se ha empleado para aromatizar todo tipo de estancias y en ceremonias muy variadas, además de en ciertos tipos de medicinas tradicionales. En el antiguo Egipto era un producto muy valioso, pues era uno de los ingredientes fundamentales que siempre debía estar presente en el proceso de momificación. Es más, en épocas de escasez esta resina llegó a tener un precio tan alto que superaba el propio del oro.
Desconozco si se habrá escrito alguna sesuda y gruesa monografía sobre la mirra, pero viendo la gran cantidad de recortes y referencias que hay sobre este oloroso producto, a buen seguro que es así. En fin, es hora de guardar por hoy el archivo de nimiedades y pasar a otros asuntos.
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