¿Puede la Iglesia definir dogmáticamente la maternidad espiritual de María? Objeciones y respuestas1
El Padre de Margerie fue miembro de las Sociedades Francesa y Americana de Estudios Marianos, la Sociedad Internacional de Estudios Patrísticos y la Academia Romana Pontificia de Santo Tomás de Aquino en Roma. El P. Margerie también fue un colaborador frecuente al L’Osservatore Romano.
Me gustaría explicar brevemente aquí2 la situación de la doctrina católica sobre la maternidad espiritual de María, después del Vaticano II y el pontificado de Pablo VI; luego subrayaré las objeciones y problemas que resultarían de la eventualidad de una definición dogmática de este misterio; ofreceré respuestas que podrían darse a estas objeciones y problemas, varias posibles modalidades de tal definición, y, por último, las ventajas que podría presentar a la Iglesia y a la humanidad.
El estudio presentado aquí es una extensión de un artículo anterior, publicado por la revista Internacional Ephemerides Mariologicae, en 1975-1976; para entonces ya yo había examinado en detalle el argumento litúrgico a favor de la maternidad espiritual de María, es decir, los signos de la fe de la Iglesia en este misterio, tal como brillan en diversas liturgias de Oriente y Occidente (un estudio muy preciso y técnico).
Tres años más tarde el Papa Juan Pablo II accedió a la Santa Sede. Es bien conocido el gran interés personal del Pontífice sobre la doctrina y devoción mariana. Debemos recordar particularmente su importante discurso del 10 de enero de 1979 sobre la maternidad espiritual de María. Todas estas señales indican, con certeza, que no poseen ninguna información o datos hostiles a la propuesta de una definición dogmática, ni, por consiguiente, al tema de este artículo.
LA SITUACIÓN DE LA DOCTRINA CATÓLICA RESPECTO A LA MATERNIDAD ESPIRITUAL VEINTE AÑOS DESPUÉS DEL CONCILIO
En los veinte años siguientes al Concilio Vaticano II, la Iglesia ha dado a sus miembros tres importantes documentos sobre este tema: En primer lugar, en 1965, dos párrafos de la Constitución Dogmática Lumen Gentium, luego, en 1967, la exhortación apostólica Signum Magnum; y por último, en 1968, una mención en el Credo del Pueblo de Dios, de Pablo VI.
(1) La constitución dogmática Lumen Gentium, en los párrafos 61 y 62, ofrece un claro primer paso en el desarrollo de la doctrina, aun cuando, es cierto, ciertos puntos permanecen abiertos a mayor refinamiento3. Vamos a repetir el texto: «La Santísima Virgen... como Madre del divino Redentor en la tierra, sobre todos los demás y de una manera singular fue la generosa asociada y humilde esclava del Señor, (singulariter prae aliis generosa socia). Ella concibió, dio a luz, y alimentó a Cristo, ella lo presentó al Padre en el Templo, compartió los sufrimientos de su Hijo cuando murió en la Cruz. Así, de un modo totalmente singular ella cooperó (operi Salvatoris singulari prorsus modo cooperata est) por su obediencia, fe, la esperanza y ardiente caridad, en la obra del Salvador, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por esta razón es nuestra Madre en el orden de la gracia».
Uno puede ver que tal concepción analógica de la maternidad espiritual significa esencialmente una cooperación única y particular de María, como Madre de Dios, el Salvador, con la obra redentora de su Hijo, para restablecer la vida sobrenatural de las almas inmortales. El Concilio Vaticano II aclaró el contenido trascendente, oculto dentro de la imagen de la maternidad, una vez que se adaptó al orden espiritual y sobrenatural: la de una cooperación privilegiada pero dependiente en la transmisión de la vida. Esta dependencia, en igualdad, distingue la maternidad de la paternidad. Evidentemente, es una maternidad de mediación y, en un sentido paulino más amplio, una corredentora. Esto es lo que revela la siguiente parte del texto:
«Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la Cruz, hasta la consumación perpetua de todos los elegidos... con su múltiple intercesión [ella] continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna... Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, ha de entenderse de tal manera que no reste ni añada a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador» (Lumen Gentium, núm. 62).
Vemos, en estos dos párrafos, una distinción clara entre los dos períodos de tiempo de la maternidad espiritual de María: el tiempo durante el cual la Virgen cooperó con Cristo en la adquisición del tesoro de salvación, y el momento actual en el que coopera con su Hijo en la distribución de este tesoro.
Nótese también, basado en el texto latino citado entre paréntesis, a continuación, —singulariter socia... operi Salvatoris singulari modo cooperata est—, un eco muy evocador de los mismos términos de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción, en 1854, por Pío IX: “Se dice que María es inmaculada por una "gracia especial de Dios omnipotente" (singulari omnipotentis Dei gratia: DS 2803). El Vaticano II nos ofrece, en el trasfondo del privilegio único de la Inmaculada Concepción, el privilegio de una maternidad espiritual, también única, de la Virgen.
Más profundamente aún, el Concilio Vaticano II, mediante la presentación de la singular cooperación de la Virgen en la obra de la salvación como el fundamento de su maternidad de gracia, en su definición de la misma, va más allá de la noción de una simple transmisión de la vida divina, para incluir también los esfuerzos especiales por la Virgen de obtener para los hombres esta misma vida divina. El resultado es que María es la Madre, no sólo de los justos que han aceptado esta vida divina, sino también de los pecadores que todavía la rechazan, pero que están destinados a recibirla, así como Cristo es el Salvador incluso de aquellos que no están de acuerdo en cooperar con Él para su salvación. Por tanto, podemos entender por qué el mismo Concilio Vaticano II describió a María anteriormente (Lumen gentium, n.54), como Madre de los hombres, de todos los hombres.
Un poco más adelante en la misma constitución, Lumen gentium, núm. 64, la Iglesia confirma, en el contexto de la "eminente y singular" la maternidad de la Virgen (reafirmada en el núm. 63), que ella misma se convirtió en una madre "al recibir y predicar la palabra de Dios en fe", así como en la celebración del bautismo: Así, «da a luz hijos, que son concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios, a una vida nueva e inmortal».
La comparación de los textos relativos a la maternidad de María y la de la Iglesia nos permite entender mejor el concepto común de la maternidad espiritual que entra en juego en ambos casos: maternidad espiritual significa una actividad sobrenatural, recibida y subordinada, en la obra de la salvación eterna de otro ser humano, por el que una persona crea, recibe y transmite a otra persona la vida divina. La maternidad espiritual presupone la paternidad divina y la fraternidad humana. El ser humano que es elevado al nivel de la maternidad espiritual recibe de Dios el Padre la posibilidad de engendrar sobrenaturalmente a los que son sus hermanos y hermanas en el orden natural.
Una vez se entiende este significado fundamental uno puede reconocer fácilmente, en otros pasajes del Concilio Vaticano II, la afirmación sustancial de la maternidad espiritual: La palabra no puede ser claramente establecida tal vez, pero la realidad está ahí. Este es el caso especialmente en el decreto sobre el apostolado de los laicos, núm. 16: «Los laicos... conscientes de ser cooperadores de Dios Creador, Redentor y Santificador... Recuerden todos que con el culto público y con la oración, con la penitencia y la libre aceptación de los trabajos y desgracias de la vida, con la que se asemejan a Cristo paciente (cf. 2Cor. 4,10; Col. 1,24), pueden llegarse a todos los hombres y contribuir a la salvación del mundo entero».
En todos estos casos —ya se trate de María, de la Iglesia, o de cada uno de sus miembros bautizados— es siempre una cooperación activa, libre y sobrenatural con Dios, el Salvador que contribuye a la salvación de los hombres, y a su regeneración espiritual, teniendo como fondo la iniciativa de la gracia divina conferida tanto al instrumento como al beneficiario de la obra de la salvación. La imagen de la maternidad, distinta como tal a la de la paternidad que tiene la iniciativa y de la filiación recíproca al final, por lo tanto se adapta perfectamente aquí.
Brevemente entonces, digamos que la maternidad espiritual significa una causalidad salvífica dependiente. Cuando, en el plano humano, la maternidad no participa en la paternidad, a pesar de que es igual a ella, la maternidad espiritual constituye esencialmente una participación en la paternidad divina.
Habiendo subrayado así el carácter analógico del significado de la maternidad espiritual, podemos ahora estudiar en profundidad su aplicación mariana.
Es al enfatizar las acciones que la Virgen ofreció libremente al servicio de la obra salvífica de su Hijo que el Vaticano II fue capaz de afirmar la maternidad espiritual como válida incluso en lo que respecta a los pecadores y a los no bautizados. La maternidad espiritual, aunque potencial, no está totalmente actualizada. Percibimos aquí, sin duda, un progreso real, especialmente respecto al modo en que fue expresada la maternidad espiritual antes del Concilio Vaticano II. El énfasis puesto en el papel que juega la libertad, en ir más allá de las imágenes emocionales, ha hecho posible el reconocimiento de la universalidad de la maternidad espiritual. Información adicional y reflexiones sobre la problemática de la posibilidad de definición antes del Concilio Vaticano II se puede encontrar en el apéndice.
Podemos incluso sospechar, si no probar, que Ruperto de Deutz, el famoso exégeta medieval del Evangelio de Juan, está, por vía de Suárez, en el origen de la explicación de la maternidad espiritual expresada en los números 61-62 de la Lumen gentium. En efecto, hemos visto cómo estos párrafos enfatizan la relación entre la compasión de María y la restauración de Cristo de la vida sobrenatural. Ruperto de Deutz explica magníficamente, comentando Jn 16,27, la siguiente relación: «La Virgen María es verdaderamente Madre de todos nosotros, porque dio a luz a la salvación para todos nosotros en la Pasión de su Hijo único»4. En alusión a Juan 16,21: «Verdadera mujer, verdadera madre, [María conocía] a esa hora los dolores del parto».
(2) Apenas dos años después del final del Concilio Vaticano II, Pablo VI discutió la maternidad espiritual de María en un párrafo que generó algunos comentarios, a pesar de su extrema importancia, un párrafo de la exhortación apostólica Signum Magnum. El Papa ofreció allí, un resumen —tal vez más claro que el original— de las reflexiones fundamentales, citadas anteriormente en la Lumen Gentium. El pasaje contiene tres pronunciamientos decisivos.
En primer lugar, "María es nuestra Madre Espiritual por su participación en el sacrificio de la Cruz." Esta es la primera vez —que yo sepa— que este concepto de participación, concepto clave en la historia de la filosofía y la teología, parece que se aplica explícitamente a considerar la naturaleza de la unión de María con el sacrificio de su Hijo en la Cruz. Cuando estamos de acuerdo en no pasar por alto la importancia de este concepto en las discusiones con el mundo protestante (por desgracia, no tan sensible a esta idea de la participación), podemos comprender mejor la importancia de su introducción en el contexto de la asociación de María al sacrificio de la Cruz.
En segundo lugar, esta verdad, de la maternidad espiritual de María por la participación en el sacrificio de la Cruz, está calificada como una "parte integrante del misterio de nuestra salvación."
Por último, se declara también que "esta verdad debe considerarse como una verdad de fe."
Aquí está la última palabra, la palabra nunca pronunciada hasta el momento —hasta donde yo sé. Aquí está la más cercana declaración de una definición por el magisterio extraordinario. Aquí está el magisterio ordinario en su ejercicio supremo, reconociendo una verdad como revelación divina, ya que tal es la implicación de esta declaración. Leamos el texto original en latín5:
«Postquam Filii sacrificium, nostrae Redemptionis causam, participavit, idque ratione tam arta, ut ab eo mater non unius Ioannis discipuli, sed etiam - hoc dicere liceat - humani generis, cuius ille quodammodo gessit personam meruerit designari, ea caelitus nunc materno pergit munere fungi, quo ad gignendam augendamque vitam divinam in singulis hominum redemptorum animis operam confert. Haec veritas... e libera voluntate Dei sapientissimi, pars6 est expletiva mysterii salutis humanae; quam ob rem7 ab omnibus christianis debet fide teneri».
¿No estamos aquí en presencia de una formulación, que ofrecer —en un modo inmediato y mejor— las condiciones necesarias para una definición dogmática, si lo comparamos con la de la Lumen Gentium, todavía en curso? Además, debemos reconocer que la Lumen Gentium, al final del núm.62, ha elaborado el estudio más profundo en el Signum Magnum. De hecho, así es como lee:
«La Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, ha de entenderse de tal manera que no reste ni añada a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador. Jamás podrá compararse criatura alguna con el Verbo encarnado y Redentor; pero así como el sacerdocio de Cristo es participado tanto por sus ministros sagrados cuanto por el pueblo fiel de diversas formas, y como la bondad de Dios se difunde de distintas maneras sobre las criaturas, así también la mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación, participada de la única fuente» (Lumen gentium, núm. 62).
Citemos las expresiones latinas del texto original: «sacerdotium Christi participatur,...unica mediatio Redemptoris non excludit sed suscitat variam apud creaturas participatam ex unico fonte cooperationem».
Uno puede ver que aquí se afirma la doctrina de la participación, tanto en el plano natural de la creación y a nivel sobrenatural en la economía de la salvación. Se establece claramente que Cristo mismo está en el origen de toda participación en su mediación de Redentor.
La doctrina de la participación se destaca, precisamente, respecto a la cooperación de María en la obra de la salvación. El texto conciliar contiene implícitamente la confirmación de la participación de María en el sacrificio de la Cruz, confirmada explícitamente en el Signum Magnum. Existe, por tanto, perfecta armonía y continuidad entre la exhortación pontificia de 1967 y el texto conciliar, tanto es así que la participación de María en el sacrificio de Jesús no constituye ni una derogación ni una adición a este sacrificio, sino que resulta a partir de la iniciativa del propio Jesús.
También está en perfecta armonía con la Lumen Gentium y con su concepción de la maternidad espiritual, la de María así como la de la Iglesia, a saber, la de una causalidad dependiente y salvífica, como hemos demostrado arriba, que la Signum Magnum ve en la palabra de Jesús: "Esta es tu Madre", la expresión proclamada de la acción participada de María en la economía de la salvación.
(3) Por último, un poco más tarde, en 1968, en el párrafo 15 del “Credo del Pueblo de Dios”, el Papa Paulo VI se remonta a los textos anteriores que aluden sólo a la actividad presente y gloriosa de la maternidad espiritual de María, sin otra mención de fundamentos pasados: como la aceptación en la Anunciación, la compasión al pie de la Cruz. Este silencio parcial, sin embargo, deja completas todas las doctrinas ya proclamadas previamente comunicadas por el mismo Papa.
También pudimos haber mencionado la solemne proclamación de María, Madre de la Iglesia, por Pablo VI, durante el Concilio, en 1965. No lo hemos hecho porque no parece llevar un nuevo elemento doctrinal relativo a la maternidad espiritual, en relación con Lumen Gentium. Esa es la diferencia con Signum Magnum.
Las maravillosas páginas finales de Juan Pablo II en su encíclica Redemptor hominis no trajeron ningún nuevo elemento doctrinal en cuanto a la exhortación de 1967 se refiere, a pesar de que enriquecieron la espiritualidad mariana, como un ejercicio de nuestra filiación espiritual hacia la Inmaculada.
II. OBJECIONES A LA DEFINICIÓN DE LA MATERNIDAD ESPIRITUAL
Creemos que podríamos enumerar siete principales dificultades que algunos podrían presentar en oposición a una definición dogmática de la maternidad espiritual de la Santísima Virgen. Vamos a presentarlas aquí en detalle:
(1) Primera objeción:
Si este es un asunto de verdad de fe reconocido como tal —que requiriera, si tal fuese el caso, el martirio— pues cada uno de nosotros debería estar dispuesto a dar su vida para confesar delante de los hombres cualquiera de las verdades de fe, una definición parece inútil, ya que precisamente, esta verdad ya es reconocida como verdad de fe.
Respuesta: Pío IX nos ofreció la respuesta cuando definió la Inmaculada Concepción:
«La Iglesia trabaja duro para pulir las enseñanzas anteriores, para llevar a la perfección su formulación, de tal manera que estos dogmas más antiguos de la doctrina celestial reciban la prueba, la luz, la distinción, mientras mantienen su plenitud, su integridad, su carácter propio, en una palabra, de tal manera que se desarrollen dentro del mismo contenido objetivo y que se mantengan siempre en la misma verdad, la denotación, el mismo pensamiento». (DS 2802).
En otras palabras, una definición dogmática, como es evidente en los grandes concilios trinitarios y cristológicos, perfecciona el conocimiento eclesiástico de la verdad, pues no debe ser fácil para algunos miembros del Pueblo de Dios discernir con claridad la verdad revelada, reconocida como tal por la Iglesia con la ayuda de su magisterio ordinario solamente. Las definiciones no sólo manifiestan la verdad considerada, pero sobre todo ayudan a distinguirla de las verdades relacionadas. Estas ventajas no son ciertamente leves.
(2) Segunda objeción:
La plenitud de la verdad de la maternidad espiritual de María, que se extiende —de acuerdo con el anteriormente citado texto de los núms. 61-62 de la Lumen Gentium— desde la Anunciación hasta la Parusía, ¿no va mucho más allá de cualquier posible objeto de una definición? ¿No es evidente por sí misma si la maternidad espiritual por un lado se compara con la Inmaculada Concepción y la Asunción por el otro? La Inmaculada Concepción es un momento, un instante al comienzo de la vida de María, la Asunción otro momento al final de su vida.
Respuesta: Sí, al parecer. En realidad, la plenitud inicial de la gracia afecta a toda la vida terrenal de la Virgen y la Asunción se refiere a toda su vida gloriosa en términos de la Iglesia peregrina.
Nota: De hecho, desde el momento de la Inmaculada Concepción y mucho antes de su consentimiento a la maternidad divina, María es ya, de una manera fundamental, nuestra madre espiritual. ¿Cómo es eso? En el triple título de su eterna predestinación, de su prefiguración en el tiempo y de su anhelo por el Mesías, el Salvador. La Constitución Lumen gentium, núm. 61, nos recuerda que la Virgen María fue predestinada eternamente para la maternidad divina; ahora, esta maternidad divina es la raíz de su maternidad espiritual que, de alguna manera, la incluye.
Es este doble misterio de la predestinación y la prefiguración, en la eternidad y en el tiempo, de la maternidad divina y espiritual de María siempre Virgen que el obispo de Rávena, San Pedro Crisólogo, doctor de la Iglesia en el siglo V, celebró tan magníficamente en su sermón 146, comentando sobre Mt 1,188: «¿Cuando no ha sido ella la madre, la que dio a luz al autor de los siglos?... María es llamada madre y ¿cuándo no fue ella una madre?».
El obispo de Rávena ve también a María prefigurada en las aguas iniciales (Gén. 1) como las aguas del paso del pueblo escogido a la Tierra Prometida (cf. 1Cor. 10) y, finalmente, como la hermana de Aarón, Miriam, que celebra la liberación del pueblo elegido (Ex. 15). Al subrayar el hecho de que María es la que siempre precede y guía a la salvación de los hombres (semper Maria humanae praevia salutis), Crisólogo demuestra así que su "numquam non mater"9 se refiere a la maternidad espiritual universal de la Virgen simultáneamente con su maternidad divina10.
Lo que, según mi conocimiento, San Pedro Crisólogo no estaba diciendo, pero que podemos agregar, es que la Virgen, predestinada eternamente y prevista en el tiempo, por anhelar la venida del Salvador, por su súplica, deseó y anticipó su propia maternidad divina y espiritual, comenzando así a ejercer su salvífico y absolutamente único servicio a la humanidad.
En otras palabras, podemos pensar, con Ruperto de Deutz y en armonía con las sugerencias de la Lumen Gentium (cf. núm. 61 y 65), que la maternidad divina misma se dirige a la maternidad espiritual y a su ejercicio, así como el Verbo divino se hizo carne para salvarnos. De la misma manera también, María aceptó la maternidad divina, precisamente por la salvación de la humanidad cumpliendo una maternidad espiritual respecto al hombre, después de haberse preparado previamente por su anhelo.
También es obvio que, en una posible definición, no habría necesidad de considerar el misterioso ejercicio de una maternidad espiritual previa al consentimiento explícito a la maternidad divina según la carne.
(3) Tercera objeción:
La tercera dificultad es en relación al alcance de la maternidad espiritual. ¿De quién es Madre espiritual María? ¿Es ella también la madre de los ángeles, o sólo de los hombres? ¿También de los pecadores únicamente de los bautizados que permanecieron fieles?
Respuesta: Un problema difícil. A primera vista, parece que María es la Madre solamente de estos últimos, ya que sólo ellos han recibido y mantenido la vida sobrenatural y divina en una manera normal y humana11.
Sin embargo, como hemos visto, el Concilio Vaticano II y los documentos posteriores han evitado este peligro mediante el estudio en profundidad del concepto de la maternidad espiritual y yendo más allá del carácter mítico y limitado de una analogía imaginativa. Más concretamente, Lumen gentium (núm. 54) ha respondido a esta dificultad al presentarnos a María como Madre de los hombres, especialmente de los fieles: "Mater Christi, Mater hominum maxime fidelium".
¿Qué significa eso? Hay aquí, ciertamente, una referencia escondida al pensamiento paulino: «El Dios viviente es el Salvador de todos los hombres, especialmente de los creyentes». (1Tim. 4,10). Es obvia la transposición mariana del texto paulino por la Lumen Gentium, núm. 54.
Una posible definición dogmática de la maternidad espiritual no tendría que preocuparse por la inclusión de los ángeles: Una definición es la obra de una Iglesia peregrina que desea expresar su preocupación por guiar a los fieles hacia la bienaventuranza de los "viators" (los viajeros). Los santos ángeles ya no están más en esa categoría. La Iglesia, sin embargo, no niega que María, exaltada a la maternidad divina en el orden de la unión hipostática, ha merecido, en dependencia de Cristo, gracia y gloria para los ángeles, de acuerdo con la escuela franciscana de pensamiento.
La Iglesia niega menos aún una cierta "maternidad cósmica" de la Virgen, que se presume como su papel privilegiado en relación con todo lo humano y el uso sobrenatural del universo o de cada uno de sus elementos. Este magnífico papel fue subrayado por San Anselmo12.
Sin entrar en todos estos aspectos, sería suficiente para una definición utilizar las formulaciones de Signum Magnum y de la Lumen Gentium. Subrayaría al mismo tiempo la universalidad humana y la actualización preferencial para los justos de la maternidad espiritual de la nueva Eva, madre de los vivos y los muertos a quienes ella desea traer de vuelta a la vida.
(4) Cuarta objeción:
Con la diferencia de la Inmaculada Concepción y en especial de la maternidad divina, sino también de la Asunción, la maternidad espiritual no parece ser un privilegio único o casi único; en el caso de María, la Iglesia, hasta ahora, sólo ha definido los privilegios o dones únicos de un modo absoluto o casi único13.
¿Por qué definir como una verdad de fe, respecto a María, una verdad que se percibe en ella analógicamente, en la Iglesia universal, en las Iglesias particulares, e incluso en cada uno de los fieles?
Cristo, en el Evangelio (Mt 12,48-50), después de haber hecho la pregunta: "¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?", acaso no respondió, extendiendo sus manos hacia los discípulos diciendo: "Estos son mi madre y mis hermanos; pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre."
Respuesta: Una posible definición sólo podría llevarse a cabo si se establece la maternidad espiritual de María como una maternidad privilegiada en el contexto total de varias y numerosas maternidades espirituales. Tal definición, precisamente, tendría que demostrar el carácter único, en una analogía total, de la maternidad espiritual de María.
Ciertamente, es correcto decir que María es nuestra Madre espiritual en la Iglesia, por la Iglesia, con la Iglesia, para la Iglesia y nunca sin la Iglesia. Esto es lo que Isaac de Stella ha destacado en su sermón 51: «Como hay un solo Hijo y muchos, así María y la Iglesia son sólo una madre y muchas: ambas son madres de Cristo, pero ninguna de ellas puede dar a luz al Cristo total sin la otra»14. Nada es más fácil de entender si tenemos en cuenta que la vida sobrenatural y divina es por lo general conferida por los sacramentos, que son siempre los sacramentos de la Iglesia, y no pasar por alto el hecho de que la espiritual maternidad de María es plenamente actualizada sólo en el corazón mismo de la vida sacramental. Recordemos estas palabras: Mater Christi, mater hominum, maxime fidelium.
Sin embargo, no es menos cierto que María es la única madre espiritual cuya actividad salvífica está basada directa e inmediatamente en el hecho de su maternidad divina según la carne; ella es también la única madre espiritual que es la causa de todas las demás, en los cuatro niveles de causalidad meritoria: efectivo, instrumental, ejemplar y final. Todas las demás maternidades espirituales (eclesiásticas o individuales) deben su existencia, su actividad, su horizonte a la maternidad espiritual de la Virgen, única y privilegiada. Por otra parte, entre todas las madres espirituales, individuales o institucionales, María es, dentro de la Iglesia peregrina, la única madre inmaculada.
Definir la maternidad espiritual e María, por lo tanto, sería también definir lo que es, de hecho y de manera tangible, un privilegio único de la Virgen, visto dentro de una totalidad analógica y la interacción complementaria de todas las maternidades espiritual. El propósito y el resultado de tal definición sería un mejor ejercicio de todas las maternidades espirituales, eclesiásticas o personales.
(5) Quinta objeción:
Los Padres de la Iglesia desarrollaron sólo el aspecto celestial de la maternidad espiritual y, dentro del aspecto terrenal, la colaboración singular de la Virgen con el plan de la salvación en la Anunciación, pero poco o nada en el momento de su Compasión. Pero nuestra Iglesia hoy día reconoce también en el segundo una base de su maternidad espiritual. Los Padres apenas han mencionado nada sobre la participación de María en el sacrificio de la Cruz.
Respuesta: No es necesario que una verdad esté establecida explícitamente en las Escrituras o la Tradición apostólica divina para que la Iglesia sea capaz de definirla. Sería suficiente para la Iglesia de hoy creer que esta verdad está incluida en la Revelación Divina. Este es el caso aquí. Además, esta verdad tiene una base más explícita en las Escrituras que la de la Inmaculada Concepción o la Asunción.
Podemos decir lo mismo en lo que respecta a los fundamentos de la maternidad espiritual de María en la Tradición apostólica divina: En cuanto a la Anunciación, Ireneo, Justino, Tertuliano, todos los cuales son citados por la Constitución Lumen gentium en este mismo sentido, enseñan la cooperación privilegiada de la Virgen, la nueva Eva, en la economía de la salvación, de ahí su maternidad espiritual. Por lo tanto, ya está presente explícitamente en la tradición previa a Nicea. Encontramos de nuevo aquí el famoso "principio de asociación" (principium consortii) entre el nuevo Adán y la nueva Eva, un principio tan enfatizado por Pío XII en la bula papal Munificentissimus Deus sobre la Asunción (cf. DS 3901).
En cuanto al rol de María al pie de la Cruz, no es sino un desarrollo de su respuesta en Nazaret, como se reconoció explícitamente en el núm. 62 de la Constitución Lumen Gentium. El consentimiento de la Virgen en Nazaret aplicado a su plena asociación con la totalidad de la misión del Salvador, incluyendo su presencia al pie de la Cruz. Los Padres mencionan implícita pero realmente la participación de María en el sacrificio de la Cruz. Por lo tanto, esta objeción carece de fundamento.
(6) Sexta objeción:
El "escándalo ecuménico" de una posible definición. ¿No constituiría un obstáculo considerable para la muy importante obra de "recomposición" de la unión visible y orgánica entre católicos y las Iglesias Ortodoxas?15 ¿No sería el obstáculo aún más grande en términos de la reunificación con las comunidades eclesiales del mundo protestante? ¿Acaso el enfatizar un privilegio de María no desalentaría, de antemano, todos los intentos de reunificación con el mundo protestante?
Respuesta: Es cierto que esta definición haría surgir objeciones enérgicas, por las razones expuestas, no sólo entre los ortodoxos y los protestantes, sino incluso entre los católicos.
No obstante, es inexacto decir que esta definición constituye en sí misma un obstáculo. Mucho menos, ya que ninguna reunificación sería posible sin un acuerdo sobre la maternidad espiritual de María, declarada ya como una verdad de fe por la Iglesia católica (cf. vea arriba Signum Magnum). La definición establecería la verdad con precisión, pero no añadiría ninguna nueva verdad a las ya reconocidas por la Iglesia.
Por otro lado, un cierto número de anglicanos y protestantes creen con todo el mundo ortodoxo, la sustancia de la doctrina de la maternidad espiritual, entendida como la cooperación única y privilegiada de la Virgen con la economía de la Redención. Entre ellos, podemos mencionar al profesor John Macuare (Principios de Teología Cristiana, Londres, 1966, p. 254; cf. G.M. CORR, revisión del clero, [1976], P.313)16.
Todavía hay más. En 1975, en Roma, con ocasión del Séptimo Congreso Internacional Mariano, los participantes protestantes, ortodoxos y católicos en una mesa redonda redactaron y firmaron juntos las propuestas siguientes17, que incluían, obviamente, la substancia de la doctrina de la maternidad espiritual profesada por el Concilio Vaticano II:
— (2) Dios ha querido asociar a colaboradores creados en grados diversos a la obra de la Redención, entre ellos a la Virgen María que posee la dignidad y eficacia excepcional.
— (3) María fue elegida para concebir y dar a luz al Redentor, quien recibió de su Madre la humanidad que necesitaba para realizar su sacrificio en el Calvario, como víctima y sumo sacerdote.
— (4) El “Fiat” de María, que tiene un carácter permanente, fue su libre consentimiento a la maternidad divina, y por lo tanto a nuestra salvación.
— (5) La colaboración de María fue singularmente demostrada cuando ella creyó en la Redención, realizada por su Hijo, y cuando estuvo al pie de la Cruz, mientras la mayoría de los Apóstoles huyeron.
— (6) Las oraciones de intercesión dirigidas a la Virgen tienen como fundamento, además de la confianza que el Espíritu Santo establece hacia la Madre de Dios por parte del pueblo cristiano, el hecho de que María permanece siempre vinculada a la obra de la Redención y por lo tanto a su aplicación a través del tiempo y el espacio.
No hay duda de que muchos protestantes se negarían a firmar tal texto en la actualidad. Se dan cuenta, sin embargo, que los demás lo firman, aun cuando se creen ser tan fieles como lo son a los principios fundamentales de Lutero y Calvino.
Podemos encontrar en este texto, no sólo la substancia de la doctrina del Concilio Vaticano II sobre la maternidad espiritual, sino también la enumeración de las etapas fundamentales en el sufrimiento terrenal y vida gloriosa de María, de su cooperación única y privilegiada con la Redención, que es la propia esencia de esta doctrina.
Añadamos que la experiencia previa de las consecuencias de la definición de la Asunción muestra el carácter, bastante inútil, de los temores que serían causados por la maternidad espiritual. Sabemos que Max Turnia, durante una visita personal, le pidió al Papa Pío XII que abandonara el proyecto de una definición. No obstante, Pío XII definió el dogma. Esta definición no impidió la promulgación, quince años más tarde, en presencia de los observadores protestantes, entre los cuales estaba Max Turnia, del Decreto sobre el Ecumenismo del Concilio Vaticano II. En consecuencia, ni el gran desarrollo ni la unión ecuménica resultaron interrumpidos.
Incluso podríamos decir que por este don ecuménico la Virgen respondió a la generosidad y a la valentía de Pío XII, quien definió la Asunción. Esto no nos debe sorprender: ¿No es María, de acuerdo a la palabra de San Agustín, la "Madre de la unidad," Mater Unitarias?18
Esta es la opinión que ya León XIII examinó a fondo, el 5 de septiembre de 1895, con un lenguaje particularmente alegre en su encíclica Adjurasen Populi19:
“¿No será el deseo de María emplear su bondad y providencia para llevar a la plena perfección el vínculo de unidad entre los miembros de la familia cristiana, que es el fruto ilustre de su maternidad?... María será la unión feliz para reunir, con lazos firmes pero suaves, a todos aquellos que aman a Cristo, allí donde se encuentren, para formar una nación de hermanos, que rindan obediencia al Vicario de Cristo en la tierra, al Romano Pontífice, su Padre común... pues María no ha dado a luz —ni pudo— a los que son de Cristo, excepto en la misma fe y en el mismo amor, pues "¿Está dividido Cristo?” (1Cor 1,13)"
Podemos ver que, para León XIII, siguiendo a Agustín, María, lejos de dividir los cristianos, está, por su consentimiento a la Encarnación redentora y por su intercesión, en el origen mismo de los encuentros sobrenaturales que puedan existir y existirán en el futuro entre ellos; su unidad completa y perfecta es la verdadera razón de su maternidad divina y espiritual. ¿Cómo podría, por lo tanto, la definición de esta unidad causar realmente nuevas divisiones entre ellos?
(7) Séptima y última objeción:
¿Es cierto que, con los católicos, la verdad de la maternidad de María ya ha alcanzado el grado de madurez necesario para su definición? ¿No hay todavía numerosos debates y desacuerdos entre los teólogos católicos sobre la mediación de María, sobre la naturaleza de su asociación a la obra redentora de Cristo, es decir, como ya hemos visto, sobre la sustancia misma de su maternidad espiritual? ¿Cómo podría la Iglesia definir una doctrina que no parece estar completamente desarrollada?
Respuesta: Una definición dogmática no tendría que entrar o participar en discusiones técnicas entre los teólogos; no es la costumbre del supremo magisterio de la Iglesia hacer eso, o suprimir la libertad de discusión entre los teólogos en asuntos que no son de fe; es precisamente por esa razón que el Vaticano II ha establecido con precisión que no tiene «la intención de proponer una completa doctrina sobre María, ni desea decidir aquellas cuestiones que el trabajo de los teólogos aún no ha aclarado» (Lumen gentium, núm. 54).
Pero es obvio que la Iglesia puede definir, en virtud de su magisterio extraordinario, una doctrina que ya se considera como de buena fe, en los términos de Signum Magnum aclarando a Lumen gentium, sin entrar en disputas académicas, sin pretender que ningún otro estudio profundo posterior sea más factible. Siempre habrá controversias teológicas sobre María, al igual que existen acerca de Cristo o la Trinidad. Después de una definición final de la maternidad espiritual, dentro de la unidad de una fe consciente y más profunda, persistirá la libertad de investigación y discusión teológica sobre muchos aspectos del misterio definido.
III. POSIBLES MODOS DE TAL DEFINICIÓN
Se puede identificar tres modos:
(1) El primer modo posible: la definición por un concilio ecuménico.
Así es como —a diferencia del Concilio de Éfeso que no formuló ninguna definición— los Concilios de Calcedonia y Constantinopla III incluyeron en sus definiciones cristológicas su referencia a "María, Madre de Dios de acuerdo a la humanidad." Tal modo de definición, en sí mismo, sería muy favorable, es decir, en el marco de un concilio cristológico que desease definir el misterio de la Redención (que nunca se ha hecho)20 y de la Iglesia corredentora. Sin embargo, nada nos permite creer que la convocatoria de este concilio ecuménico es inminente.
(2) El segundo modo posible: Una definición sólo por el Papa, precedida por una consulta con el episcopado católico.
Reconocemos en este modo el modelo seguido por Pío IX y Pío XII en las definiciones de la Inmaculada Concepción y la Asunción.
La consulta podría extenderse a los obispos de las Iglesias Ortodoxa y Monofisita (anteriores a Calcedonia).
Podría examinar la esencia de la materia, la sustancia de la doctrina y su formulación.
Como fue el caso en las definiciones de Pío IX y Pío XII, se podría consultar indirectamente a los laicos a través de sus obispos, mediante una invitación a dar testimonio a sus Iglesias.
El Cardenal Newman incluso pensó: «Si alguna vez hubiese un caso en que se debiera consultar a los laicos, sería en el de las doctrinas relacionadas directamente con la expresión de la devoción». Citó el ejemplo de la Inmaculada Concepción, y agregó: «La Santísima Virgen es, por excelencia, un objeto de devoción»21.
Las ventajas de estas consultas son evidentes; ellas podrían preparar a la Iglesia para abrazar de todo corazón la doctrina definida. Las desventajas no son menos claras. Los medios sociales de comunicación podrían aprovechar las características específicas de la consulta, y mediante la creación de dificultades dentro de las Iglesias, tratar de obstaculizar y prevenir cualquier definición.
(3) El tercer modo posible: definición por el Romano Pontífice solo, sin consulta con los obispos, pero después de examinar la Tradición apostólica, las Escrituras, las enseñanzas de los Padres y Doctores de la Iglesia, la tradición de su propia Iglesia Romana, indefectible en materias de fe22: en armonía con la doctrina de los Concilios Vaticano I y Vaticano II, según los cuales "las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por su propia naturaleza y no por razón de la aprobación de la Iglesia" cuyo "asentimiento nunca le puede faltar a tales definiciones debido a la influencia del Espíritu Santo mismo, a través del cual todo el rebaño de Cristo se mantiene en la unidad de fe y avanza en ella" (Lumen gentium, n. 25).
Este tercer modo sería, en nuestro caso el más concretamente realizable, ya que se trata de una verdad ya aceptada pacíficamente por toda la Iglesia y más que nunca, desde el Concilio Vaticano II, tanto es así que Pablo VI la expresó y la enseñó como digna de fe. Esta verdad no ha conocido —para alcanzar el estado actual de su formulación— la historia inflamada del dogma de la Inmaculada Concepción. En nuestro caso, el Papa definiría lo que la Iglesia de hoy cree sin temor o duda.
Sin duda, este tercer modo también trae algunos inconvenientes. ¡Uno nunca puede escapar de ellos! Pero este podría ser, quizás, el modo que presentaría la menor dificultad.
IV. VENTAJAS DE UNA DEFINICIÓN PARA LA IGLESIA DE HOY
Tengamos en cuenta las ventajas de cada uno de los miembros del Cuerpo y las que se reflejarán en todo el Cuerpo.
Todos los bautizados serían impulsados al ejercicio de su propia maternidad espiritual, única como cada persona, pero no privilegiada (ya que sólo lo es la maternidad de María). Esto significará que cada miembro de la Iglesia podría, con motivo de esta definición, volverse cada vez más consciente de su vocación divina en la práctica de la maternidad espiritual, idéntica a una misión corredentora23, para el triunfo del único Redentor, en dependencia de María y por compartiendo su misión de privilegio en la Iglesia y en el mundo. La definición ayudaría a cada bautizado a comprender mejor que María es, de una manera única, la Madre, por la cual cada bautizado ejerce su maternidad espiritual, principalmente a través del apostolado de la oración. Hemos citado arriba los textos del Vaticano II que establecen en substancia esta vocación divina de cada bautizado a convertirse en el colaborador de Dios el Creador, Redentor y Santificador de todos los hombres y contribuir a la salvación del mundo entero (cf. Apostolicam actuositatem, n. 16).
La Iglesia —cada Iglesia particular, así como la Iglesia universal— encontraría en esta definición una ayuda poderosa para una mejor contemplación del misterio de María24 y para una mejor práctica de su maternidad espiritual, mediante un aumento en las virtudes teologales, sobre todo la de la esperanza. La Esposa de Cristo, compartiría así siempre mejor, a imagen y en dependencia de María, en la actividad trascendente y redentora, de la paternidad espiritual del nuevo Adán, Jesús de Nazaret.
Esta definición, incluso parecería ser, para el Papa y para la Iglesia25, un recurso espiritual, a la luz de las dificultades actuales, y con ello cumplirían mejor la súplica del Concilio Vaticano II en lo que respecta a una reforma permanente de la Iglesia: «Ecclesia semper reformanda»26. De hecho, María reforma la Iglesia constantemente, ya que por su poderosa intercesión, obtiene para ella, sin cesar, conformarse siempre a su forma original, Cristo, y permitir continuamente ser transformada por Él y en Él, presente y actuante en la Eucaristía. La maternidad espiritual de María está, de hecho, reformando constantemente a la Iglesia. En este sentido, la definición de esta maternidad podría ser vista como un elemento de reforma en la Iglesia.
Esta definición expresaría la gratitud de la Iglesia hacia la Santísima Virgen por su colaboración única y privilegiada en el misterio de su redención por Cristo, el Salvador de su Cuerpo (Ef 5,23) y de su compasión dolorosa al pie de la Cruz. La Iglesia mostraría así que ella no olvida el sufrimiento de su Madre (cf. Sir 7,26).
Esta definición también sería una consecuencia lógica de la consagración de la Iglesia a la Madre de Dios, a su traspasado e inmaculado Corazón27. Sería una señal de la voluntad de la Iglesia por reparar el daño por los insultos de tantos cristianos bautizados que olvidan, ignoran o niegan el papel privilegiado de la Santísima Virgen en su propia salvación.
Lo que estamos diciendo es que esa definición traería iluminación y devoción a nuestra vida, aumentaría nuestro deseo de reparar y seguir buscando la reforma y la santidad. La Iglesia, si Su Santidad lo considerase favorable —y sólo él es el juez carismático de tal oportunidad— a través de tal definición progresaría en el conocimiento y el amor a María y de su propio misterio, en la consagración a María, en la reparación hacia ella, en la conformidad (la reforma y santificación) a ella. En una palabra, por medio de esta definición, la Iglesia sería y se convertiría más en su verdadero yo.
Ante tan grandiosa perspectiva y en vista de alcanzarla, debemos recurrir a la intercesión de los santos y siervos de Dios, cuya historia pone de manifiesto la conexión con el misterio de María, en su maternidad espiritual —como San León Magno, quien la confirmó sin lugar a dudas— o en sus privilegios: Pío IX y Pío XII, quienes tuvieron el valor de definir dos de ellos; San Leonardo de Puerto Mauricio, que recomendó a la Santa Sede hacer una consulta al episcopado universal sobre la Inmaculada Concepción; San Antonio María Claret que animó a la reina Isabel de España a pedir a Pío IX que definiese la Asunción. Esta fue la primera petición jamás recibida sobre este tema; sabemos que menos de un siglo después, el objeto de esa petición se hizo realidad.
APÉNDICE: LA CUESTIÓN DE LA MATERNIDAD ESPIRITUAL ANTES DEL VATICANO II
En vísperas del Concilio Vaticano II, sabemos que una serie de "vota" o peticiones procedentes de los obispos (más raramente, de instituciones académicas), le pidió a la Santa Sede, especialmente con la ocurrencia del concilio, una definición dogmática de la maternidad espiritual de María, o de su mediación universal.
Las formulaciones de estas peticiones se encuentran en los grandes volúmenes de los “Acta et Documenta Concilio Vaticano II Apparando”, publicadas en Roma (algunos de ellos ya en 1961).
Así es como los obispos mexicanos (seguido por el Antonianum) en la víspera del Concilio, 28 de agosto de 1959, se refieren a su petición previa de 1954, el texto completo de la cual se pueden encontrar en el volumen: La Maternidad Espiritual de María. Estudios teológicos. Este volumen fue publicado en 1961 por la Comisión Mexicana Nacional para la definición dogmática de la maternidad espiritual de María, en la Basílica de Guadalupe, págs. XXXIII-XLII. En 1959, el arzobispo de Puebla de los Ángeles, Monseñor Márquez Toriz, señaló (Acta et Documenta, Ser. I, vol. II, Pars VI, págs. 228-229) que sesenta obispos no mexicanos que apoyaron la petición en 1954 habían renovado su adhesión y apoyo en 1959 cuando el concilio ya era inminente. También señaló que la maternidad espiritual implica la mediación universal. El texto de la petición de 1954 no indicaba con precisión el aspecto metafórico de la imagen de la maternidad espiritual.
El documento del Antonianum (acta et documenta, Ser. I, Vol. IV, Pars I, t. 2, pp.55-61), por el contrario, lo expresó de otro modo: Podemos encontrar (p. 58, en relación con Gén. 3,15), la siguiente aclaración que indica una perfecta conciencia de los problemas discutidos aquí: «Pater nunc cum sit spiritualis totius humani generis semen-Jesus ob redemptionem omnibus allatam, mater esse quoque dici debet Maria propter inseparabilem cum Filio suo actionem in primi peccati auctorem».
Los deseos de la Facultad de Teología de San Buenaventura (ibid., p. 239) expresan una reflexión similar.
En cuanto a esta larga discusión, es conveniente señalar que la mayoría, por no decir la unanimidad, de las peticiones emitidas por los obispos, no sugieren, cuando solicitan una definición, una fórmula exacta, ni ofrecen respuestas a las objeciones, o las fuentes que justifican tal definición.
Sin embargo, una investigación más extensa y metódica en el “Acta et Documenta” podría conducir a unas cuantas observaciones más sutiles, sin posiblemente traer a cuestión la totalidad de las percepciones y evaluaciones desarrolladas aquí.
Traducido por José Gálvez Krüiger (josemagalvez@hotmail.com)
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