Hay que recuperar a la religión y a Dios como asuntos de reflexión filosófica
A pesar de que, tal y como ha manifestado historia, no se alcance una respuesta final y definitiva
Lo propio del Dios cristiano es la paradoja, la incomprensibilidad y en algunos momentos su lejanía. El Dios del Crucificado desafía la racionalidad, es una locura que invierte la historia. Dios subvierte la razón y no responde totalmente a los deseos y proyecciones humanos, no es lo que nos gustaría ni como nos gustaría. Siempre existirá un Job que le reprochará a Yahvé lo que permite. La opción cristiana, sin embargo, es la de aceptar que existe el mal y que existe la muerte, pero aprestándose a combatirlo por un compromiso ético inspirado en el seguimiento de Jesús. Atrapado por el sufrimiento y por una razón débil el cristiano halla su compromiso ético en el modelo de Jesús. Por Marcos Santos.
Jürgen Habermas durante una conferencia en la Escuela de Filosofía de Múnich en 2008. Fuente: Wikimedia Commons.
Si atendemos al fracaso del intento de una liberación de la humanidad que se había emprendido mediante la eliminación y superación de las ancestrales creencias religiosas (es decir, el fracaso de la vieja convicción ilustrada y atea que apuntaba en este sentido [1]), creemos que hay que recuperar seriamente a la religión y a Dios como asuntos de reflexión filosófica.
Porque en estas cuestiones parece, según manifiesta la historia, que la respuesta no va a ser nunca final y definitiva, sino que estamos de algún modo obligados a analizar todas las opciones, con frialdad y sereno espíritu filosófico. En las líneas que siguen vamos a intentar hacerlo, aunque dejando en los márgenes numerosos aspectos y matices.
Centrémonos solamente, para empezar, en la cuestión de la fundamentación moral en cuanto atañe a lo religioso. Para ello, hemos de señalar ante todo que existe una doble posibilidad para la fundamentación moral que es la de emanar de planteamientos religiosos o, también, la de corresponder con un humanismo ateo o sistemas ateos [2].
La moral se puede asumir por supuesto desde instancias no religiosas, como ejemplifica el caso de Habermas. Sin embargo, creemos que persiste una mayor “utilidad” de las fundamentaciones morales de raigambre religiosa, en la medida en que aportan un modelo ético definido, un contenido material como ejemplo que arrastra con cierto magnetismo hacia su imitación o seguimiento.
Porque en estas cuestiones parece, según manifiesta la historia, que la respuesta no va a ser nunca final y definitiva, sino que estamos de algún modo obligados a analizar todas las opciones, con frialdad y sereno espíritu filosófico. En las líneas que siguen vamos a intentar hacerlo, aunque dejando en los márgenes numerosos aspectos y matices.
Centrémonos solamente, para empezar, en la cuestión de la fundamentación moral en cuanto atañe a lo religioso. Para ello, hemos de señalar ante todo que existe una doble posibilidad para la fundamentación moral que es la de emanar de planteamientos religiosos o, también, la de corresponder con un humanismo ateo o sistemas ateos [2].
La moral se puede asumir por supuesto desde instancias no religiosas, como ejemplifica el caso de Habermas. Sin embargo, creemos que persiste una mayor “utilidad” de las fundamentaciones morales de raigambre religiosa, en la medida en que aportan un modelo ético definido, un contenido material como ejemplo que arrastra con cierto magnetismo hacia su imitación o seguimiento.
Esto resulta crucial a la hora de dotar de fuerza a la lucha moral cuando ésta se ve obligada a la acción heroica, es decir, cuando implica determinados sacrificios o riesgos que incluso pueden afectar a la propia supervivencia del sujeto. Es muy difícil (aunque no imposible) que desde un ateísmo sincero la gran mayoría de personas llegue a un nivel de compromiso “heroico”. Desde una cultura secularizada, entendemos, puede ser muy complicado que se presenten referentes morales que impulsen hacia el comportamiento arriesgado que muchas veces requiere el compromiso moral, justificándose por el contrario una suerte de moral presentista sin “sacrificios” ni heroísmos.
Con todo lo negativo que aportan muchas veces las religiones y que también se señala en torno del espinoso tema del martirio, hay que decir que difícilmente se encuentra otro modo de impulsar una contundente y decidida lucha por un mundo mejor si no es mediante una suerte de impulso que vamos a definir en las líneas que siguen como religioso.
Porque creemos que el heroísmo moral, allá donde exista, existe con un cierto componente religioso aun en la forma secularizada. Nos guste o no, cambiar el mundo en un sentido muchas veces contrario a los intereses del poder es sumamente peligroso. Lo que es capaz de situarnos con fuerza ante la necesidad de conmover los cimientos de este sistema de dolor y muerte es una cierta motivación que en el caso del cristianismo, con su apuesta por los débiles, lleva, a pesar de tantos abusos en su nombre, siglos fascinando.
Así, el vividor al que espantan los “sacrificios” no rinde el debido culto a la vida que acaso tanto afirma afirmar y en verdad absolutiza una realidad que es política, relativa y frágil. En lenguaje teológico, se diría que es idólatra y demonizador (en un sentido muy bien expresado por Tillich, pero que emana del propio texto bíblico).
Queremos decir que no se rinde el debido culto al presente ahogándose en el presente sin ver más que presente, como ha señalado a menudo J. B. Metz. Para saciarnos de vida debemos confrontarnos de un modo u otro con la muerte que es, por decir un caso, la inmensa mayoría sufriente de la humanidad que muere de hambre y miseria. Y en esa confrontación podemos, paradójicamente, perder la vida. Tengamos en mente el ejemplo, en este sentido, de Ignacio Ellacuría o de Monseñor Romero de El Salvador, pero también tantos otros.
Esta confrontación con lo que trasciende nuestra inmediatez presente poniéndola en peligro al tiempo que la salva es lo que podríamos entender como impulso o motivación religiosa. Es la “gasolina” de la ética. El otro, lo más allá, lo allende o el rostro que revela lo universal (el mandamiento “no matarás”), que diría Lévinas.
Bien es cierto que esto no es, propiamente, teología, sino, por seguir con Lévinas, el movimiento auténticamente ético en lo más básico, en lo previo, en lo pre-lógico y pre-discursivo que predeterminará lo ontológico e incluso tal vez a toda teología que haya de hacerse (de hecho, con este estigma o herida causada por el otro sufriente nace y se hace la Teología de la Liberación, que es, como toda teología, discurso intelectual).
Lo que aportará, en un movimiento posterior el cristianismo, concretando, será además su tradición, su canon de textos fundadores, su historia fundadora, su Fundador, como veremos en las líneas que siguen, que nos sitúan en la corriente que nos ayuda a lanzarnos al vértigo del amor, cuando nos sumergimos en el peligroso recuerdo que transmite dicha corriente, por emplear la expresión de J. B. Metz.
Lo que hace, pues, religiosa a la ética, y cristiana, es si sintoniza con el Otro que sufre, Otro que está presente en el ejemplo y forma concretas de ciertos textos canónicos y tradiciones que activan el canal de la compasión paralelamente a la mano tendida y al rostro que se alza. El cristianismo es, repito pues, y perdón por lo grosero de la metáfora, “gasolina” para la ética.
Carácter hermenéutico de la verdad: precariedad racional de las hermenéuticas religiosas y cristianas
Sin embargo, a pesar de estas razones que implican un cierto pragmatismo utilitarista o funcionalidad moral de lo religioso, es decir, una razonabilidad práctica de los textos que siguen los cristianos, somos partidarios de abordar la religión como algo que siendo moral no se agota en lo moral. En este sentido, el profesor Juan Antonio Estrada declara que en la hermenéutica que ofrece el cristianismo hay una pretensión de verdad y de sentido [3], pero, eso sí, como toda hermenéutica, nos llega teñida por la indigencia y precariedad humana, por el carácter fragmentario y débil del hombre que interpreta.
La religión tiene que ver con los deseos y proyecciones humanos, con lo que es una cuestión finalmente antropológica, lo que puede servir para acusar a la creencia de ser mera proyección humana sin más(Feuerbach) o, como hacen recientes teologías, considerar este aspecto para la reflexión sobre Dios, el absoluto o la realidad última.
Así, en la actual teología a menudo se parte de lo antropológico. De hecho, en el caso del cristianismo, el elemento desde el que se interpreta el cosmos y el hombre, desde el cual se valora, es la historia concreta de un hombre concreto narrada en los evangelios. Es decir, en el fondo, en el basamento sobre el que reposa el edificio de una moral como la cristiana está un elemento “metafísico” débil, un relato que puede ser o no acogido como calibrador de morales y antropologías.
Aunque exista la pretensión de verdad y sentido, nunca podemos demostrar la absoluta veracidad de los relatos y textos o historias en los que “escogemos” sustentarnos. Este elemento de adscripción a los textos fundadores podría ser en parte lo que se identifica como religioso, considerando algo propio de lo religioso el poner un “texto sagrado” a los pies. El hombre parece no poder librarse de ello y lo único que nos queda, si asumimos una actitud distanciada y racional, es contrastar y evaluar aquellos elementos míticos y religiosos que de hecho definen y encauzan nuestras vidas.
Señala Estrada: “Estamos obligados a construir relatos, mitos, filosofías y religiones que definan y encaucen la vida. No hay una ontología última desde la que fundar o demostrar cada una de esas representaciones, sólo podemos contrastarlas y evaluarlas. Son como grandes metarrelatos que ubican, orientan y canalizan” [4]. Estas hermenéuticas son como grandes hipótesis no demostrables pero evaluables y corregibles que deben ser también pasadas por el tamiz de la ciencia, sin que ciencia aquí equivalga a ese saber que puede suplantarlas. Se trata de asumir un espíritu racional, analítico, que sea capaz de evaluar relatos por sus consecuencias e implicaciones, identificando los más coherentes, razonables y resistentes a la crítica tenaz que hay que ejercer sobre ellos constantemente.
Esto implica una relación no reduccionista con la ciencia y la filosofía. Cada una en su campo, pero las hermenéuticas religiosas deben corresponder bien sin entrar en sangrantes contradicciones con los descubrimientos científicos actuales, persistiendo además y sin embargo en su carácter de relatosmitológicos motivadores y dadores de sentido.
Con todo lo negativo que aportan muchas veces las religiones y que también se señala en torno del espinoso tema del martirio, hay que decir que difícilmente se encuentra otro modo de impulsar una contundente y decidida lucha por un mundo mejor si no es mediante una suerte de impulso que vamos a definir en las líneas que siguen como religioso.
Porque creemos que el heroísmo moral, allá donde exista, existe con un cierto componente religioso aun en la forma secularizada. Nos guste o no, cambiar el mundo en un sentido muchas veces contrario a los intereses del poder es sumamente peligroso. Lo que es capaz de situarnos con fuerza ante la necesidad de conmover los cimientos de este sistema de dolor y muerte es una cierta motivación que en el caso del cristianismo, con su apuesta por los débiles, lleva, a pesar de tantos abusos en su nombre, siglos fascinando.
Así, el vividor al que espantan los “sacrificios” no rinde el debido culto a la vida que acaso tanto afirma afirmar y en verdad absolutiza una realidad que es política, relativa y frágil. En lenguaje teológico, se diría que es idólatra y demonizador (en un sentido muy bien expresado por Tillich, pero que emana del propio texto bíblico).
Queremos decir que no se rinde el debido culto al presente ahogándose en el presente sin ver más que presente, como ha señalado a menudo J. B. Metz. Para saciarnos de vida debemos confrontarnos de un modo u otro con la muerte que es, por decir un caso, la inmensa mayoría sufriente de la humanidad que muere de hambre y miseria. Y en esa confrontación podemos, paradójicamente, perder la vida. Tengamos en mente el ejemplo, en este sentido, de Ignacio Ellacuría o de Monseñor Romero de El Salvador, pero también tantos otros.
Esta confrontación con lo que trasciende nuestra inmediatez presente poniéndola en peligro al tiempo que la salva es lo que podríamos entender como impulso o motivación religiosa. Es la “gasolina” de la ética. El otro, lo más allá, lo allende o el rostro que revela lo universal (el mandamiento “no matarás”), que diría Lévinas.
Bien es cierto que esto no es, propiamente, teología, sino, por seguir con Lévinas, el movimiento auténticamente ético en lo más básico, en lo previo, en lo pre-lógico y pre-discursivo que predeterminará lo ontológico e incluso tal vez a toda teología que haya de hacerse (de hecho, con este estigma o herida causada por el otro sufriente nace y se hace la Teología de la Liberación, que es, como toda teología, discurso intelectual).
Lo que aportará, en un movimiento posterior el cristianismo, concretando, será además su tradición, su canon de textos fundadores, su historia fundadora, su Fundador, como veremos en las líneas que siguen, que nos sitúan en la corriente que nos ayuda a lanzarnos al vértigo del amor, cuando nos sumergimos en el peligroso recuerdo que transmite dicha corriente, por emplear la expresión de J. B. Metz.
Lo que hace, pues, religiosa a la ética, y cristiana, es si sintoniza con el Otro que sufre, Otro que está presente en el ejemplo y forma concretas de ciertos textos canónicos y tradiciones que activan el canal de la compasión paralelamente a la mano tendida y al rostro que se alza. El cristianismo es, repito pues, y perdón por lo grosero de la metáfora, “gasolina” para la ética.
Carácter hermenéutico de la verdad: precariedad racional de las hermenéuticas religiosas y cristianas
Sin embargo, a pesar de estas razones que implican un cierto pragmatismo utilitarista o funcionalidad moral de lo religioso, es decir, una razonabilidad práctica de los textos que siguen los cristianos, somos partidarios de abordar la religión como algo que siendo moral no se agota en lo moral. En este sentido, el profesor Juan Antonio Estrada declara que en la hermenéutica que ofrece el cristianismo hay una pretensión de verdad y de sentido [3], pero, eso sí, como toda hermenéutica, nos llega teñida por la indigencia y precariedad humana, por el carácter fragmentario y débil del hombre que interpreta.
La religión tiene que ver con los deseos y proyecciones humanos, con lo que es una cuestión finalmente antropológica, lo que puede servir para acusar a la creencia de ser mera proyección humana sin más(Feuerbach) o, como hacen recientes teologías, considerar este aspecto para la reflexión sobre Dios, el absoluto o la realidad última.
Así, en la actual teología a menudo se parte de lo antropológico. De hecho, en el caso del cristianismo, el elemento desde el que se interpreta el cosmos y el hombre, desde el cual se valora, es la historia concreta de un hombre concreto narrada en los evangelios. Es decir, en el fondo, en el basamento sobre el que reposa el edificio de una moral como la cristiana está un elemento “metafísico” débil, un relato que puede ser o no acogido como calibrador de morales y antropologías.
Aunque exista la pretensión de verdad y sentido, nunca podemos demostrar la absoluta veracidad de los relatos y textos o historias en los que “escogemos” sustentarnos. Este elemento de adscripción a los textos fundadores podría ser en parte lo que se identifica como religioso, considerando algo propio de lo religioso el poner un “texto sagrado” a los pies. El hombre parece no poder librarse de ello y lo único que nos queda, si asumimos una actitud distanciada y racional, es contrastar y evaluar aquellos elementos míticos y religiosos que de hecho definen y encauzan nuestras vidas.
Señala Estrada: “Estamos obligados a construir relatos, mitos, filosofías y religiones que definan y encaucen la vida. No hay una ontología última desde la que fundar o demostrar cada una de esas representaciones, sólo podemos contrastarlas y evaluarlas. Son como grandes metarrelatos que ubican, orientan y canalizan” [4]. Estas hermenéuticas son como grandes hipótesis no demostrables pero evaluables y corregibles que deben ser también pasadas por el tamiz de la ciencia, sin que ciencia aquí equivalga a ese saber que puede suplantarlas. Se trata de asumir un espíritu racional, analítico, que sea capaz de evaluar relatos por sus consecuencias e implicaciones, identificando los más coherentes, razonables y resistentes a la crítica tenaz que hay que ejercer sobre ellos constantemente.
Esto implica una relación no reduccionista con la ciencia y la filosofía. Cada una en su campo, pero las hermenéuticas religiosas deben corresponder bien sin entrar en sangrantes contradicciones con los descubrimientos científicos actuales, persistiendo además y sin embargo en su carácter de relatosmitológicos motivadores y dadores de sentido.
Artículos relacionados
Prometheus, la lucha eterna de los humanos contra los dioses
Teilhard de Chardin ante la prueba del sufrimiento humano
El diálogo interreligioso enriquece la espiritualidad humana
George Coyne: El acercamiento entre ciencia y religión es un reto, no un conflicto
El cine refleja las tendencias religiosas actuales
Crítica a una teología fundada en el Ser. Diálogo con Heidegger
Frente al carácter débil, hermenéutico de la verdad en el cristianismo, que estamos sugiriendo, hay una metafísica teológica (la que Heidegger consideró como “ontoteología”, una teología fundada en el Ser) que desarrolló planteamientos como el llamado “Dios de los filósofos”, que abordaban a la divinidad como fundamento infundado o primera Causa.
En torno a esta captación racional (Dios como cosa captable y operante causalmente entre las cosas) de lo que sea Dios y de su relación con el mundo se han sucedido los sistemas intelectuales. Pero esta larga historia ha ido llegando a su fin y se encuentra hoy herida de muerte. Porque llegar a Dios y entenderlo desde una razón metafísica, en este estilo que criticó Heidegger, es ciertamente problemático y cuestionable.
De hecho, la clave de lo religioso y lo cristiano podría estar más, creemos, en su carácter de modelo para el comportamiento ético ofrecido por unos textos canónicos a los que se acoge el cristiano, dejando cada vez más a Dios ser Dios, es decir, a la trascendencia ser trascendencia sin definirla desde nuestras categorías y proyecciones pretendiendo que son categorías capaces de captarla plenamente (lo que significa una revitalización de la teología negativa).
Los textos canónicos ciertamente ofrecen respuestas que orientan a las preguntas y a nuevos intentos de respuestas y a nuevas preguntas, pero en ningún caso llegan a definir a Dios absolutamente en términos afirmativos o metafísicos fuertes.
Sin embargo, en relación con lo que vamos defendiendo, podría pensarse que entendemos a Dios como basamento que, aunque débil, es basamento (en cuanto fondo de los textos y comportamientos modélicos presente en ellos ya que hablamos de “fe” y de “creencia”), con repercusiones morales y erigido en clave de la existencia. Así lo podría entender una posición heideggeriana.
Como es sabido, la teología como tal ha sido duramente cuestionada por Heidegger. Según éste, el cristiano no aborda la pregunta por el ser, o acerca de por qué hay algo en vez de nada, correctamente. Porque presupone, como estamos indicando, una comprensión previa a toda pregunta y mudo asombro por el ser. Esto convierte a la teología en un saber irreconciliable con la filosofía, que ha de ser atea en su más pura esencia.
Todas las denominadas filosofías de la existencia o existencialistas deberían ser ateas, pues a todas subyace un desfondamiento del sujeto o sometimiento del mismo al ser (Heidegger) que no casa con una creencia religiosa por muy suavemente que esté asumida. Por eso, los existencialismos cristianos, e incluso Jaspers, bordean la contradicción, ya que cimentan inapropiadamente la levedad de ser y de existencia con algo (Dios) que es considerado más que el Ser mismo, pero haciéndolo ente y no ser, diría Heidegger.
Sin embargo, habría que diferenciar los viejos intentos metafísicos fuertes –desde una concepción del pensar y de la razón que Heidegger calificaría de ónticos, de moverse en el ámbito del ente y no en el ser– de la propuesta que, por ejemplo, sugiere Estrada en su libro El sentido y el sinsentido de la vida.Ahora ya no se trata del Dios de los filósofos ni de respuestas y saberes últimos.
Ahora se trata de que defendemos, con Estrada, una verdad teológica de naturaleza hermenéutica, es decir, de la precariedad de relatos y modelos éticos que arrastren al cristiano pero que deben y pueden ser evaluados críticamente. En el lugar donde antes el metafísico situaba un fundamento, el actual teólogo y el creyente situaría, en una línea de obvio parecido con la tradición hermenéutica en filosofía que ha derivado del mismo Heidegger, un sentido débil, entre ser y nada, pero con efectos prácticos.
Cierto que esto que se sitúa es ya una respuesta, por muy débil que sea, y que creer presupone que se parte de ella, pero también es cierto que se pide a la filosofía que la analice y evalúe, que compare los relatos y que desde sí misma decida. Hay una precariedad consustancial en este estilo de creencia. Una precariedad nacida de la precariedad del conocimiento racional humano y de los modelos que puedan ser construidos por éste. Estos aunque propongan una cierta razonabilidad de lo religioso (y del cristianismo) no serán ya nunca los intentos metafísicos fuertes que defendía el pensamiento religioso antiguo.
Las metafísicas débiles que requiere la Ilustración moderna
Pero además, no perdamos de vista tampoco lo que Estrada señala con acierto, que en realidad también la filosofía, al producirse, tiene un horizonte y un sentido dado. Según él la diferencia entre filosofía y teología no sería que sólo esta última camine por terreno pisado, ya que ambas lo hacen [5].
La clave es que en uno u otro terreno, se evalúe, analice y cuestione el lugar por donde se pisa. La Ilustración actual no sería un movimiento metafísico fuerte, sino un movimiento auto crítico que parte de metafísicas débiles y requiere de ellas. Si lo entendemos así, hasta Foucault sería un ilustrado, como de hecho él mismo llegó a autodenominarse en cierto escrito tardío.
No hay una plena oposición con Heidegger en cuanto éste sí pudo aceptar una teología que apartándose de la metafísica, se convirtiera en poesía (en el Heidegger de la Kehre, la poesía permite al Ser mostrarse directamente eludiendo el mundo de las cosas). También podría decirse que todo hablar del ser, por mucho que se realice en términos poéticos, se mueve ya en el terreno de las cosas y cae en una entificación y subjetivización del ser [6].
Además, Estrada indica algo todavía más asombroso y que en nuestras aproximaciones al filósofo del Ser siempre hemos intuido: que Heidegger está haciendo teología. Porque el paralelismo del Heidegger de laKehre con la tradición religiosa de la teología negativa es bastante evidente (Eckhart, Nicolás de Cusa) o incluso con las corrientes místicas (san Juan de la Cruz). Heidegger se esfuerza en diferenciar Dios y Ser pero realmente parece estar hablando muchas veces, crípticamente, de lo que se ha denominado “Dios”. Estrada lo acusa, pues, de hacer cripto-teología, de esa teología que se ha hecho para combatir a la teología más metafísica y afirmativa [7], de esa teología que también combate a la ontoteología [a la teología fundada en el ser].
Es claro que la teología, como la filosofía, por tanto, transcurren paralelamente y parecen estar, en el último siglo, de vuelta de los grandes modelos afirmativos metafísicos. Este mal ha sido diagnosticado también por los teólogos que suelen remitirse, entre muchos otros, a Heidegger. Pero la cuestión es anterior a Heidegger y lleva siendo en realidad formulada y sugerida por la propia teología cristiana y judía desde hace varios miles de años.
Tanto es así que diría, aunque no guste a algunos, que la teología en esto va señalando el camino a la filosofía, al contrario de lo que asevera el filósofo del ser. Hay, en este sentido, una tradición afirmativa cuyo mayor exponente podría ser Tomás de Aquino y una tradición negativa que ha sido peligrosamente irracionalista a veces (Tertuliano).
Pero sobre todo una tradición del señalar el límite –incluso para poetizar, para sugerir o indicar sombras, terrenos vedados e impresencias– antes de proceder a lo que se dice. Como precedentes notables están el Maestro Eckhart y Nicolás de Cusa (Docta ignorantia), pero aquí entraría gran parte de la tradición mística e incluso, me atrevería a relacionar, la tradición pobre, humilde y miserable dentro de la religión y la teología (Francisco de Asís, los fraticelli y hasta cierto punto algunos elementos de los teólogos de la liberación).
Se trata de un hacer teológico paralelo al pensamiento filosófico más negativista en sus muy diversas versiones, de las que preferimos Lévinas o, en otro estilo, Foucault o incluso Adorno.
No son autores que necesariamente nieguen el pensar, sino que lo entienden como un diferenciar, callar, decir entre líneas, andar por los límites a veces forzándolos que en la filosofía ha llegado tal vez a uno de sus extremos con Derrida o Deleuze. Pero creemos que uno puede situarse en una tradición francamente ilustrada y a la vez protestar contra los excesos de la metafísica de la presencia, del pensamiento más afirmativo e identificativo, de las grandes construcciones y sistemas metafísicos.
Frente al carácter débil, hermenéutico de la verdad en el cristianismo, que estamos sugiriendo, hay una metafísica teológica (la que Heidegger consideró como “ontoteología”, una teología fundada en el Ser) que desarrolló planteamientos como el llamado “Dios de los filósofos”, que abordaban a la divinidad como fundamento infundado o primera Causa.
En torno a esta captación racional (Dios como cosa captable y operante causalmente entre las cosas) de lo que sea Dios y de su relación con el mundo se han sucedido los sistemas intelectuales. Pero esta larga historia ha ido llegando a su fin y se encuentra hoy herida de muerte. Porque llegar a Dios y entenderlo desde una razón metafísica, en este estilo que criticó Heidegger, es ciertamente problemático y cuestionable.
De hecho, la clave de lo religioso y lo cristiano podría estar más, creemos, en su carácter de modelo para el comportamiento ético ofrecido por unos textos canónicos a los que se acoge el cristiano, dejando cada vez más a Dios ser Dios, es decir, a la trascendencia ser trascendencia sin definirla desde nuestras categorías y proyecciones pretendiendo que son categorías capaces de captarla plenamente (lo que significa una revitalización de la teología negativa).
Los textos canónicos ciertamente ofrecen respuestas que orientan a las preguntas y a nuevos intentos de respuestas y a nuevas preguntas, pero en ningún caso llegan a definir a Dios absolutamente en términos afirmativos o metafísicos fuertes.
Sin embargo, en relación con lo que vamos defendiendo, podría pensarse que entendemos a Dios como basamento que, aunque débil, es basamento (en cuanto fondo de los textos y comportamientos modélicos presente en ellos ya que hablamos de “fe” y de “creencia”), con repercusiones morales y erigido en clave de la existencia. Así lo podría entender una posición heideggeriana.
Como es sabido, la teología como tal ha sido duramente cuestionada por Heidegger. Según éste, el cristiano no aborda la pregunta por el ser, o acerca de por qué hay algo en vez de nada, correctamente. Porque presupone, como estamos indicando, una comprensión previa a toda pregunta y mudo asombro por el ser. Esto convierte a la teología en un saber irreconciliable con la filosofía, que ha de ser atea en su más pura esencia.
Todas las denominadas filosofías de la existencia o existencialistas deberían ser ateas, pues a todas subyace un desfondamiento del sujeto o sometimiento del mismo al ser (Heidegger) que no casa con una creencia religiosa por muy suavemente que esté asumida. Por eso, los existencialismos cristianos, e incluso Jaspers, bordean la contradicción, ya que cimentan inapropiadamente la levedad de ser y de existencia con algo (Dios) que es considerado más que el Ser mismo, pero haciéndolo ente y no ser, diría Heidegger.
Sin embargo, habría que diferenciar los viejos intentos metafísicos fuertes –desde una concepción del pensar y de la razón que Heidegger calificaría de ónticos, de moverse en el ámbito del ente y no en el ser– de la propuesta que, por ejemplo, sugiere Estrada en su libro El sentido y el sinsentido de la vida.Ahora ya no se trata del Dios de los filósofos ni de respuestas y saberes últimos.
Ahora se trata de que defendemos, con Estrada, una verdad teológica de naturaleza hermenéutica, es decir, de la precariedad de relatos y modelos éticos que arrastren al cristiano pero que deben y pueden ser evaluados críticamente. En el lugar donde antes el metafísico situaba un fundamento, el actual teólogo y el creyente situaría, en una línea de obvio parecido con la tradición hermenéutica en filosofía que ha derivado del mismo Heidegger, un sentido débil, entre ser y nada, pero con efectos prácticos.
Cierto que esto que se sitúa es ya una respuesta, por muy débil que sea, y que creer presupone que se parte de ella, pero también es cierto que se pide a la filosofía que la analice y evalúe, que compare los relatos y que desde sí misma decida. Hay una precariedad consustancial en este estilo de creencia. Una precariedad nacida de la precariedad del conocimiento racional humano y de los modelos que puedan ser construidos por éste. Estos aunque propongan una cierta razonabilidad de lo religioso (y del cristianismo) no serán ya nunca los intentos metafísicos fuertes que defendía el pensamiento religioso antiguo.
Las metafísicas débiles que requiere la Ilustración moderna
Pero además, no perdamos de vista tampoco lo que Estrada señala con acierto, que en realidad también la filosofía, al producirse, tiene un horizonte y un sentido dado. Según él la diferencia entre filosofía y teología no sería que sólo esta última camine por terreno pisado, ya que ambas lo hacen [5].
La clave es que en uno u otro terreno, se evalúe, analice y cuestione el lugar por donde se pisa. La Ilustración actual no sería un movimiento metafísico fuerte, sino un movimiento auto crítico que parte de metafísicas débiles y requiere de ellas. Si lo entendemos así, hasta Foucault sería un ilustrado, como de hecho él mismo llegó a autodenominarse en cierto escrito tardío.
No hay una plena oposición con Heidegger en cuanto éste sí pudo aceptar una teología que apartándose de la metafísica, se convirtiera en poesía (en el Heidegger de la Kehre, la poesía permite al Ser mostrarse directamente eludiendo el mundo de las cosas). También podría decirse que todo hablar del ser, por mucho que se realice en términos poéticos, se mueve ya en el terreno de las cosas y cae en una entificación y subjetivización del ser [6].
Además, Estrada indica algo todavía más asombroso y que en nuestras aproximaciones al filósofo del Ser siempre hemos intuido: que Heidegger está haciendo teología. Porque el paralelismo del Heidegger de laKehre con la tradición religiosa de la teología negativa es bastante evidente (Eckhart, Nicolás de Cusa) o incluso con las corrientes místicas (san Juan de la Cruz). Heidegger se esfuerza en diferenciar Dios y Ser pero realmente parece estar hablando muchas veces, crípticamente, de lo que se ha denominado “Dios”. Estrada lo acusa, pues, de hacer cripto-teología, de esa teología que se ha hecho para combatir a la teología más metafísica y afirmativa [7], de esa teología que también combate a la ontoteología [a la teología fundada en el ser].
Es claro que la teología, como la filosofía, por tanto, transcurren paralelamente y parecen estar, en el último siglo, de vuelta de los grandes modelos afirmativos metafísicos. Este mal ha sido diagnosticado también por los teólogos que suelen remitirse, entre muchos otros, a Heidegger. Pero la cuestión es anterior a Heidegger y lleva siendo en realidad formulada y sugerida por la propia teología cristiana y judía desde hace varios miles de años.
Tanto es así que diría, aunque no guste a algunos, que la teología en esto va señalando el camino a la filosofía, al contrario de lo que asevera el filósofo del ser. Hay, en este sentido, una tradición afirmativa cuyo mayor exponente podría ser Tomás de Aquino y una tradición negativa que ha sido peligrosamente irracionalista a veces (Tertuliano).
Pero sobre todo una tradición del señalar el límite –incluso para poetizar, para sugerir o indicar sombras, terrenos vedados e impresencias– antes de proceder a lo que se dice. Como precedentes notables están el Maestro Eckhart y Nicolás de Cusa (Docta ignorantia), pero aquí entraría gran parte de la tradición mística e incluso, me atrevería a relacionar, la tradición pobre, humilde y miserable dentro de la religión y la teología (Francisco de Asís, los fraticelli y hasta cierto punto algunos elementos de los teólogos de la liberación).
Se trata de un hacer teológico paralelo al pensamiento filosófico más negativista en sus muy diversas versiones, de las que preferimos Lévinas o, en otro estilo, Foucault o incluso Adorno.
No son autores que necesariamente nieguen el pensar, sino que lo entienden como un diferenciar, callar, decir entre líneas, andar por los límites a veces forzándolos que en la filosofía ha llegado tal vez a uno de sus extremos con Derrida o Deleuze. Pero creemos que uno puede situarse en una tradición francamente ilustrada y a la vez protestar contra los excesos de la metafísica de la presencia, del pensamiento más afirmativo e identificativo, de las grandes construcciones y sistemas metafísicos.
Una teología “débil” y el cristianismo como propuesta
En este lugar crítico (de crisis) se sitúan, creemos, las reflexiones o sugerencias de Juan Antonio Estrada en su libro El sentido y el sinsentido de la vida. La buena filosofía comienza cuando todo se derrumba, cuando el hombre crece, cuando se madura y se muere, que es lo que viene a ser la madurez.
Estrada repasa exhaustivamente toda la tradición más afirmativa en la teología cristiana (aludiendo a veces a la judía), que es la que se ha esforzado en casar a Dios con nuestra razón, plenamente, lo que implica, si hablamos del todopoderoso y bueno Dios cristiano, que ha intentado salvarlo de las impugnaciones y sospechas generadas por un mundo que está lejos de ser el mejor de los mundos posibles.
Estrada cree que resulta imposible, por ejemplo, la teodicea, o justificación de Dios ante el sinsentido y el mal presentes en el mundo [8]. Sin embargo, este grave problema para la razón se ha intentado resolver racionalmente a lo largo de toda la historia del cristianismo. En esta historia hay dos grandes explicaciones que Estrada estudia a fondo y rechaza: Agustín de Hipona y Leibniz. Aquí no es posible exponer el profundo y largo estudio de Estrada en algunas de sus obras, por lo que remito a ellas.
No creemos, con Estrada, que hayamos de desistir de la fe en la razón (jamás llegaríamos a defender abiertamente un contundente y desesperanzado irracionalismo, lleno de peligros prácticos). Pero desde luego, el hombre ha topado con límites en el uso de su razón finita, y por tanto, ésta ha devenido fragmentaria, aproximativa, parcial. El caso es que, como indicaba Kant, no le es posible dejar de intentar ir más allá de tales límites, el buscar, el inquirir permanentemente.
En esta constante indagación ha sido lógico que el hombre haya intentado resolver racionalmente los muy serios problemas teóricos (y prácticos) que planteaba la fe cristiana, la fe en el Dios cristiano. Por desgracia, la realidad se impone y la justificación de Dios ha llegado a ser injustificable, indefendible.
Al hombre, pues, sólo le quedaría seguir razonando, pero a sabiendas de que los graves asuntos de la teología afirmativa como la teodicea, el intento de captar y explicar a Dios, ya no se van a resolver jamás. Hay demasiadas objeciones y el ateísmo humanista se presenta también como una hipótesis verosímil y razonable, que plantea iguales problemas, eso sí, en cuanto a la constitución de un sentido afirmativo para la vida, que la teología.
Ante este descomunal fracaso de la ontoteología [de la teología fundada en el Ser que analiza la razón en las metafísicas clásicas] que someramente indicamos, surgen distintas posibilidades. Tal vez una sea, como hemos sugerido, la revitalización de las diferentes formas de teología negativa pero, como ocurre en la propuesta moderadamente ilustrada de Estrada, sin abandonar un uso de la razón consciente de sus limitaciones.
Hay que resignarse, afirma, a no obtener una respuesta que de manera tajante y definitiva justifique a Dios ante el mal imperante en el mundo. La teodicea ha sido un intento de salvar a Dios a costa de “machacar” al hombre (pensemos en la teoría de la retribución, el pecado original según la interpretación de Agustín, etc.). Ha importado más Dios que el hombre, pero cuando uno adopta un espíritu cristiano, evangélico, sabe que Dios no puede afirmarse en detrimento del hombre [9]. Han pasado, también, demasiadas cosas que han dejado una honda herida en occidente: el Holocausto pasa por ser el paradigma de ello. La realidad brutal no casa con el Dios cristiano, y a partir de ella, del imperio del mal, se ha podido tanto fortalecer la fe como perderla irremisiblemente.
Encontrar confiadamente a la Divinidad en el sufrimiento
La “solución” de Estrada es la de poner el acento en algo que ha hecho del cristianismo una religión singular: su apuesta por el fracaso y el sufrimiento como el lugar donde se encontraría la divinidad acompañando pero sin resolver nada ni intervenir milagrosamente en la historia. Hay una suerte de presencia que no se da como cosa del mundo y que respeta las leyes del mundo, pero que está ahí, misteriosamente.
Este es el sentimiento más puro u originariamente religioso, el que tal vez los primeros seguidores de Jesús, identificaron, creemos, con la resurrección. La cruz fue un ominoso fracaso que impugnó toda la mentalidad triunfalista y afirmativa de la religiosidad judía o pagana de la época. Un Dios en la concepción triunfalista, sencillamente, vencería al mal, habría de ser capaz de eliminarlo, y no moriría atrozmente en la Cruz. Pero el cristiano sigue a un Dios con un proyecto ético concreto que fracasó estrepitosamente.
Dios, el Dios al que se reza, apenas se dejó sentir, como brisa, en el Gólgota, sin impedir la Pasión que vendría. Incluso el resucitado, en las imágenes de Él que se pintan, sigue ostentando los estigmas o heridas, porque hay algo real, positivo e imborrable en el mal, algo que no ha podido ser jamás, según Estrada, casado eficazmente con la divinidad buena y omnipotente asumida por el cristianismo. Hay un terrible silencio de Dios, y un silencio de la razón, que apenas resisten la impugnación de una facticidad histórica o cósmica en la que reinan la injusticia, el dolor y la muerte.
Dice Estrada: “El porqué del silencio y la no intervención divina no tienen respuestas. Como tampoco la facticidad de una creación marcada por el dolor y el sufrimiento. No conocemos el origen del mal, ni su significado global, ni por qué el creador y providente no acaba con el mal” [10].
Dios sería un sinsentido, un problema irresoluble, una hipótesis injustificable desde un plano racional que pretenda captar y explicar, lo más sistemáticamente posible, la realidad, incluyendo la relación de dicha realidad creada con su Creador. Así que la razón fracasa.
Pero para quien elige creer hay razones débiles, prácticas (como para el humanista ateo que ha llegado a su ateísmo en gran medida por el horror de la continua victoria y presencia del mal en la historia y la realidad). De un modo similar a como lo plantea Kant, Dios puede tener sentido en el plano de la razón práctica, pero ya no como postulado que acaba siendo integrado de nuevo en la razón de la que se lo había arrojado, sino como una suerte de modelo ético, de referente, que indica una praxis concreta que el cristiano adopta en lo que se ha llamado “seguimiento de Jesús”. Lo único que resta al cristiano es combatir el mal sin pretender explicarlo, sin reclamar la resolución de un problema que no tiene solución definitiva.
Así, la fe es una cuestión eminentemente práctica, o sea, ética. Dios, el Dios al que se reza, sería una especie de acompañante, de impresente presencia, que puede motivar para luchar contra el mal en la medida de lo posible y con nuestros únicos poderes humanos. Esto puede ser un momento levemente afirmativo, de presencia, pero ya no de una presencia plena, totalmente iluminada por la razón. Dios, como señalaba Tillich, no anula la razón (frente a Tertuliano) pero sí la desborda, situándose en un plano diferente, más allá de ella. Y es ahí donde “hay que ubicarlo”, sin intervenir milagrosamente (la oración de petición y las alabanzas, por ejemplo, tienen valor como formas de hacerse el creyente consciente de la presencia de Dios, pero no influirían en Él, que no necesitaría ni la adulación ni el ruego para actuar).
Conclusión: paradoja e incomprensibilidad del Dios en quien confía el cristiano
Por lo que sea, Dios calla. No quiere, acaso, en su modo “providente” entrar en conflicto con el “creador” que ha constituido un mundo inacabado, finito, evolutivo, mudable y siempre por hacer, con unas reglas, con unos márgenes.
Esto es un desafío a la racionalidad humana, que nunca podrá justificar la existencia de un Dios todopoderoso y bueno con la chapuza que parece ser su muy cuestionable creación, a mi juicio. La objeción de Iván Karamazov ante un mundo en el que existe el sufrimiento de los niños (dice conmovedoramente a su hermano Alexei que desea devolver el billete y bajarse de este mundo, pues no es tanto a Dios a quien rechaza, sino a un mundo terrible e irracional) no puede contestarse.
Lo propio, entonces, del Dios cristiano es la paradoja, la incomprensibilidad y en algunos momentos su lejanía (tema exacerbado por Lutero). Señala Estrada un cierto carácter en efecto paradójico, dialéctico, en Dios: “El Dios del Crucificado desafía la racionalidad, es una locura que invierte la historia” [11].
En esta interpretación sí podemos, creo, asumir el tertuliano “Credo quia absurdum”, en cuanto que Dios subvierte la razón y no responde totalmente a los deseos y proyecciones humanos, no es lo que nos gustaría ni como nos gustaría. Siempre existirá un Job que le reprochará a Yahve lo que permite. La opción, sin embargo, “madura”, según Estrada, es la de aceptar que existe el mal y que existe la muerte.
No es tanto el muy humanamente comprensible grito de Job (o del propio Jesús en la cruz increpando al Padre por no evitar el mal) sino el combate contra el inexplicable y jamás vencido mal. Se trata de una solución práctica que se aproxima a la del último Camus (el Dr. Rieux, humanista ateo que cura los cuerpos afligidos en la novela La peste, actúa mejor que el sacerdote que trata de abordar la epidemiasólo con misas y oraciones).
Pero el creyente vence de algún modo tampoco muy obvio el absurdo de un mundo sinsentido en el que se sitúa Camus, ya que entiende que hay una forma débil de sentido, no teórica ni metafísica, sino práctica (ética).
La diferencia entre el Dr. Rieux de la novela La peste y el cristiano en realidad es poca, pero hay un cierto grado de injustificable confianza en el creyente que puede motivar, acompañar y dar fuerzas en la lucha contra el mal o el sufrimiento. No obstante, de Dios, del mismo Dios, ya no podemos decir ni razonar nada. La última frase del conmovedoramente sereno libro de Estrada es: “Dios es siempre un referente buscado e impugnado, sin un sistema racional que lo demuestre ni una hermenéutica global de sentido que responda a la pregunta intuitiva del porqué del mal” [12].
En este lugar crítico (de crisis) se sitúan, creemos, las reflexiones o sugerencias de Juan Antonio Estrada en su libro El sentido y el sinsentido de la vida. La buena filosofía comienza cuando todo se derrumba, cuando el hombre crece, cuando se madura y se muere, que es lo que viene a ser la madurez.
Estrada repasa exhaustivamente toda la tradición más afirmativa en la teología cristiana (aludiendo a veces a la judía), que es la que se ha esforzado en casar a Dios con nuestra razón, plenamente, lo que implica, si hablamos del todopoderoso y bueno Dios cristiano, que ha intentado salvarlo de las impugnaciones y sospechas generadas por un mundo que está lejos de ser el mejor de los mundos posibles.
Estrada cree que resulta imposible, por ejemplo, la teodicea, o justificación de Dios ante el sinsentido y el mal presentes en el mundo [8]. Sin embargo, este grave problema para la razón se ha intentado resolver racionalmente a lo largo de toda la historia del cristianismo. En esta historia hay dos grandes explicaciones que Estrada estudia a fondo y rechaza: Agustín de Hipona y Leibniz. Aquí no es posible exponer el profundo y largo estudio de Estrada en algunas de sus obras, por lo que remito a ellas.
No creemos, con Estrada, que hayamos de desistir de la fe en la razón (jamás llegaríamos a defender abiertamente un contundente y desesperanzado irracionalismo, lleno de peligros prácticos). Pero desde luego, el hombre ha topado con límites en el uso de su razón finita, y por tanto, ésta ha devenido fragmentaria, aproximativa, parcial. El caso es que, como indicaba Kant, no le es posible dejar de intentar ir más allá de tales límites, el buscar, el inquirir permanentemente.
En esta constante indagación ha sido lógico que el hombre haya intentado resolver racionalmente los muy serios problemas teóricos (y prácticos) que planteaba la fe cristiana, la fe en el Dios cristiano. Por desgracia, la realidad se impone y la justificación de Dios ha llegado a ser injustificable, indefendible.
Al hombre, pues, sólo le quedaría seguir razonando, pero a sabiendas de que los graves asuntos de la teología afirmativa como la teodicea, el intento de captar y explicar a Dios, ya no se van a resolver jamás. Hay demasiadas objeciones y el ateísmo humanista se presenta también como una hipótesis verosímil y razonable, que plantea iguales problemas, eso sí, en cuanto a la constitución de un sentido afirmativo para la vida, que la teología.
Ante este descomunal fracaso de la ontoteología [de la teología fundada en el Ser que analiza la razón en las metafísicas clásicas] que someramente indicamos, surgen distintas posibilidades. Tal vez una sea, como hemos sugerido, la revitalización de las diferentes formas de teología negativa pero, como ocurre en la propuesta moderadamente ilustrada de Estrada, sin abandonar un uso de la razón consciente de sus limitaciones.
Hay que resignarse, afirma, a no obtener una respuesta que de manera tajante y definitiva justifique a Dios ante el mal imperante en el mundo. La teodicea ha sido un intento de salvar a Dios a costa de “machacar” al hombre (pensemos en la teoría de la retribución, el pecado original según la interpretación de Agustín, etc.). Ha importado más Dios que el hombre, pero cuando uno adopta un espíritu cristiano, evangélico, sabe que Dios no puede afirmarse en detrimento del hombre [9]. Han pasado, también, demasiadas cosas que han dejado una honda herida en occidente: el Holocausto pasa por ser el paradigma de ello. La realidad brutal no casa con el Dios cristiano, y a partir de ella, del imperio del mal, se ha podido tanto fortalecer la fe como perderla irremisiblemente.
Encontrar confiadamente a la Divinidad en el sufrimiento
La “solución” de Estrada es la de poner el acento en algo que ha hecho del cristianismo una religión singular: su apuesta por el fracaso y el sufrimiento como el lugar donde se encontraría la divinidad acompañando pero sin resolver nada ni intervenir milagrosamente en la historia. Hay una suerte de presencia que no se da como cosa del mundo y que respeta las leyes del mundo, pero que está ahí, misteriosamente.
Este es el sentimiento más puro u originariamente religioso, el que tal vez los primeros seguidores de Jesús, identificaron, creemos, con la resurrección. La cruz fue un ominoso fracaso que impugnó toda la mentalidad triunfalista y afirmativa de la religiosidad judía o pagana de la época. Un Dios en la concepción triunfalista, sencillamente, vencería al mal, habría de ser capaz de eliminarlo, y no moriría atrozmente en la Cruz. Pero el cristiano sigue a un Dios con un proyecto ético concreto que fracasó estrepitosamente.
Dios, el Dios al que se reza, apenas se dejó sentir, como brisa, en el Gólgota, sin impedir la Pasión que vendría. Incluso el resucitado, en las imágenes de Él que se pintan, sigue ostentando los estigmas o heridas, porque hay algo real, positivo e imborrable en el mal, algo que no ha podido ser jamás, según Estrada, casado eficazmente con la divinidad buena y omnipotente asumida por el cristianismo. Hay un terrible silencio de Dios, y un silencio de la razón, que apenas resisten la impugnación de una facticidad histórica o cósmica en la que reinan la injusticia, el dolor y la muerte.
Dice Estrada: “El porqué del silencio y la no intervención divina no tienen respuestas. Como tampoco la facticidad de una creación marcada por el dolor y el sufrimiento. No conocemos el origen del mal, ni su significado global, ni por qué el creador y providente no acaba con el mal” [10].
Dios sería un sinsentido, un problema irresoluble, una hipótesis injustificable desde un plano racional que pretenda captar y explicar, lo más sistemáticamente posible, la realidad, incluyendo la relación de dicha realidad creada con su Creador. Así que la razón fracasa.
Pero para quien elige creer hay razones débiles, prácticas (como para el humanista ateo que ha llegado a su ateísmo en gran medida por el horror de la continua victoria y presencia del mal en la historia y la realidad). De un modo similar a como lo plantea Kant, Dios puede tener sentido en el plano de la razón práctica, pero ya no como postulado que acaba siendo integrado de nuevo en la razón de la que se lo había arrojado, sino como una suerte de modelo ético, de referente, que indica una praxis concreta que el cristiano adopta en lo que se ha llamado “seguimiento de Jesús”. Lo único que resta al cristiano es combatir el mal sin pretender explicarlo, sin reclamar la resolución de un problema que no tiene solución definitiva.
Así, la fe es una cuestión eminentemente práctica, o sea, ética. Dios, el Dios al que se reza, sería una especie de acompañante, de impresente presencia, que puede motivar para luchar contra el mal en la medida de lo posible y con nuestros únicos poderes humanos. Esto puede ser un momento levemente afirmativo, de presencia, pero ya no de una presencia plena, totalmente iluminada por la razón. Dios, como señalaba Tillich, no anula la razón (frente a Tertuliano) pero sí la desborda, situándose en un plano diferente, más allá de ella. Y es ahí donde “hay que ubicarlo”, sin intervenir milagrosamente (la oración de petición y las alabanzas, por ejemplo, tienen valor como formas de hacerse el creyente consciente de la presencia de Dios, pero no influirían en Él, que no necesitaría ni la adulación ni el ruego para actuar).
Conclusión: paradoja e incomprensibilidad del Dios en quien confía el cristiano
Por lo que sea, Dios calla. No quiere, acaso, en su modo “providente” entrar en conflicto con el “creador” que ha constituido un mundo inacabado, finito, evolutivo, mudable y siempre por hacer, con unas reglas, con unos márgenes.
Esto es un desafío a la racionalidad humana, que nunca podrá justificar la existencia de un Dios todopoderoso y bueno con la chapuza que parece ser su muy cuestionable creación, a mi juicio. La objeción de Iván Karamazov ante un mundo en el que existe el sufrimiento de los niños (dice conmovedoramente a su hermano Alexei que desea devolver el billete y bajarse de este mundo, pues no es tanto a Dios a quien rechaza, sino a un mundo terrible e irracional) no puede contestarse.
Lo propio, entonces, del Dios cristiano es la paradoja, la incomprensibilidad y en algunos momentos su lejanía (tema exacerbado por Lutero). Señala Estrada un cierto carácter en efecto paradójico, dialéctico, en Dios: “El Dios del Crucificado desafía la racionalidad, es una locura que invierte la historia” [11].
En esta interpretación sí podemos, creo, asumir el tertuliano “Credo quia absurdum”, en cuanto que Dios subvierte la razón y no responde totalmente a los deseos y proyecciones humanos, no es lo que nos gustaría ni como nos gustaría. Siempre existirá un Job que le reprochará a Yahve lo que permite. La opción, sin embargo, “madura”, según Estrada, es la de aceptar que existe el mal y que existe la muerte.
No es tanto el muy humanamente comprensible grito de Job (o del propio Jesús en la cruz increpando al Padre por no evitar el mal) sino el combate contra el inexplicable y jamás vencido mal. Se trata de una solución práctica que se aproxima a la del último Camus (el Dr. Rieux, humanista ateo que cura los cuerpos afligidos en la novela La peste, actúa mejor que el sacerdote que trata de abordar la epidemiasólo con misas y oraciones).
Pero el creyente vence de algún modo tampoco muy obvio el absurdo de un mundo sinsentido en el que se sitúa Camus, ya que entiende que hay una forma débil de sentido, no teórica ni metafísica, sino práctica (ética).
La diferencia entre el Dr. Rieux de la novela La peste y el cristiano en realidad es poca, pero hay un cierto grado de injustificable confianza en el creyente que puede motivar, acompañar y dar fuerzas en la lucha contra el mal o el sufrimiento. No obstante, de Dios, del mismo Dios, ya no podemos decir ni razonar nada. La última frase del conmovedoramente sereno libro de Estrada es: “Dios es siempre un referente buscado e impugnado, sin un sistema racional que lo demuestre ni una hermenéutica global de sentido que responda a la pregunta intuitiva del porqué del mal” [12].
Notas:
[1] Estrada, J. A. El sentido y el sinsentido de la vida. Preguntas a la filosofía y a la religión. Trotta, Madrid, 2010, p. 49.
[2] Ibíd., p. 41.
[3] Ibid., p. 59.
[4] ídem.
[5] Ibíd., p. 79.
[6] Ibíd., p. 82.
[7] Ibíd., p. 83.
[8] J. A. Estrada. La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios. Trotta, Madrid, 1997.
[9] J. M. Castillo. La humanización de Dios. Ensayo de cristología. Trotta, Madrid, 2009.
[10] J. A. Estrada. El sentido… p. 236.
[11] Ibíd., p. 237.
[12] Ibíd., p. 238.
[1] Estrada, J. A. El sentido y el sinsentido de la vida. Preguntas a la filosofía y a la religión. Trotta, Madrid, 2010, p. 49.
[2] Ibíd., p. 41.
[3] Ibid., p. 59.
[4] ídem.
[5] Ibíd., p. 79.
[6] Ibíd., p. 82.
[7] Ibíd., p. 83.
[8] J. A. Estrada. La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios. Trotta, Madrid, 1997.
[9] J. M. Castillo. La humanización de Dios. Ensayo de cristología. Trotta, Madrid, 2009.
[10] J. A. Estrada. El sentido… p. 236.
[11] Ibíd., p. 237.
[12] Ibíd., p. 238.
Artículo elaborado por Marcos Santos Gómez, Universidad de Granada y colaborador de Tendencias21.
No hay comentarios:
Publicar un comentario