Dios conocido en el mundo.
La cumbre de toda la religión consiste, dijo Leibniz, en la adoración de la divinidad invisible, en espíritu y en verdad. La revelación de esta verdad al mundo es el gran milagro del cristianismo y la prueba capital de su divinidad.
En parte alguna del antiguo mundo era conocida y comprendida en toda su extensión esta verdad; ni aun en el seno mismo del pueblo judío; pues que relativamente a esta nación privilegiada decía el Mesías, hablando a la Samaritana: Créeme oh mujer, va a llegar el momento en que ni en este monte ni en Jerusalén adorareis al Padre: llega la hora, y estamos ya nosotros en ella, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad: porque los busca y los quiere así el Padre. Dios es espíritu, y es menester que los que le hayan de adorar, le adoren en espíritu y verdad.
Y en efecto, aunque el pueblo de Israel era en donde el culto de Dios se conservaba infinitamente más puro que en ninguna otra nación, se hallaba empero circunscrito a solo el templo de Jerusalén, limitado en su sanción a las solas ventajas de esta vida temporal, y envuelto, por fin, en tinieblas y figuras.
Con estas palabras: en espíritu y verdad, que caracterizan a la verdadera adoración, al verdadero culto de Dios, echaba Cristo por tierra a todos los ídolos, desvanecía todas las sombras que deterioraban y oscurecían en las antiguas edades el culto de la divinidad. Con la positiva afirmación de creedme, y con aquella repetición tan significativa como augusta: « Ved, que llega el momento, venit hora: tened entendido que llega la hora... que esta hora acaba de tocar ya, venit hora, et nunc est, ponía en relieve todo cuanto había de prodigioso, todo cuanto se estaba tan impacientemente esperando en esta grande, inmensa revolución.
El estado general de la idolatría en que estaban sumidas las naciones todas, parecía en efecto de tal modo incurable, que su conversión unánime a este culto puro y acendrado de la divinidad había sido basta entonces el grave asunto, el sublime objeto de las profecías, como el acontecimiento menos verosímil, como el testimonio más maravilloso de la omnipotencia de Dios entre los hombres.
Y así es que no sorprendió a la Samaritana la palabra del Salvador. Preparada a tal acontecimiento por todas las profecías anteriores de su nación, y por la expectación universal de su cumplimiento en aquella época: «Yo sé, decía a su misterioso interlocutor, que el Mesías, llamado Chisto, ha de venir, y que cuando haya venido, ha de enseñarnos todas las cosas. »
¡Admirable consonancia! La respuesta de esta mujer humilde, que estaba esperando con toda la Judea viniese un Enviado del cielo a enseñar a los hombres el modo con que habían de adorar perfectamente a Dios, es casi literalmente la misma que la de Sócrates respondiendo a Alcibíades que le preguntaba, yendo al templo, qué oración había de dirigir a la divinidad: « lo mejor que podemos y debemos hacer respecto de eso, es esperar, Sí; es menester esperar que venga alguno a enseñarnos la manera de portarnos con los dioses».
Y en efecto, la filosofía antigua no estaba más adelantada acerca de este asunto que el resto de los hombres, y aun sabía mucho menos que los habitantes de la Judea. Remontábase de vez en cuando a conceptos sublimes; mas no podía sostenerse mucho tiempo a tal altura: y aun entonces mismo se encontraba aislada, como solitaria, sin poder lograr que el común del pueblo subiese a tal elevación; por lo que caía de su propio peso muy pronto para volverse a quedar encenagada entre las supersticiones de aquel. «Cosa es muy difícil, decía Platón en su Timeo, hallar el padre y el artífice del universo; y es imposible hacérselo conocer al pueblo. » Y de tal modo practicaba esta imposibilidad el precitado filósofo, que se sabe llegó a tener por regla no hablar de Dios sino en enigmas, por temor de exponer una verdad tan grande al escarnio popular, y a sí mismo a la persecución.
Por más favorable que se intente formar la opinión acerca de los alcances de los antiguos filósofos respecto del conocimiento de Dios, nos vemos precisados a conformarnos con el juicio que de ellos forma Bossuet en estos términos : « No se llama conocer a Dios cuando no se conoce la creación, y cuando se sujeta a la divinidad a no obrar nada sino de una materia; y que los filósofos antiguos que han llegado más adelante nos han propuesto un Dios que encontrándose ya con una materia eterna y preexistente por sí misma lo mismo que Él, la ha puesto en movimiento, la ha manejado como un artesano vulgar, que se ve obligado a operar en esta materia por disposiciones que no ha estado en su mano evitar. Era universal este error, dice además Bossuet; se creía que los astros y los cuerpos celestes daban el ser a todo. El dualismo y el panteísmo eran por consiguiente el fondo de la filosofía antigua; y la unidad de Dios, su independencia, su espiritualidad, su personalidad soberana iban a estrellarse incesantemente contra este error capital que atribuyendo a la materia la condición esencial de Dios, la de ser, la de existir por sí misma, abría la puerta a la idolatría de la naturaleza, y por consecuencia necesaria a la idolatría del alma humana y de las pasiones que de ella se enseñorean.
Este error radical que no solo consistía en la ignorancia, sino en la incomprensibilidad natural del misterio de la creación, hacia flaquear otros conceptos y pensamientos frecuentemente sublimes que de la divinidad tenían los primeros filósofos, y que, impidiéndoles mantenerse en sus espíritus, les reducían a un vano probabilismo: « Acordaos que yo que hablo y vos que me juzgáis, decía Platón en su Timeo, somos hombres; y que si yo os doy probabilidades, no tenéis que pedirme otra cosa».
De ese probabilismo de la antigua Academia, pasó la filosofía al escepticismo absoluto de la nueva, escepticismo que Cicerón hace subir a la antigua y aun al misino Platón: y el espíritu humano, cansado de sistemas, se refugió en el asilo de la duda. Y en efecto, en sentir de Tertuliano, no fue poco arrebatado por ese caos este filósofo, por esa larga y terrible tempestad de errores y de opiniones que le arrojó algunas veces al puerto de la verdad como por ventura, como por un dichoso extravío, pero que por lo común lo dividió y dispersó en mil locas utopías, cuya extensa revista termina Cicerón con estas palabras: «Yo he expuesto las opiniones de los filósofos, o por mejor decir, los sueños y delirios de sus cerebros. Exposui fere non philosophorum judicia, sed delirantium somnia».
Pero en fin, pasados cuatro mil años de experiencia de esa flaqueza de la naturaleza humana en busca de Dios, en medio de la noche más espesa de la idolatría de los pueblos, del escepticismo de los filósofos, y de la corrupción universal del género humano, llegó el momento del prodigio anunciado por los profetas, esperado por los sabios, determinado por Cristo; y se manifestó abiertamente el culto en espíritu y en verdad de la Divinidad invisible, echando por tierra todos los ídolos, disipando todos los sistemas, realizando todas las figuras, y estableciéndose así para siempre jamás en el espíritu humano.
Viviendo nosotros en la luz, y de la luz de este culto, después de mil ochocientos años (2013 para los lectores de este blog), nos parece muy natural y no concebimos, y creemos con cierta repugnancia que lo haya ignorado el mundo durante largo tiempo, y que se haya alejado de él hasta formarse dioses de sus propios vicios, y adorar en verdad los ídolos que no eran sino personificación de aquellos. Sin embargo, es un hecho histórico cual otro ninguno, un hecho de cuatro mil y más años. Ha permitido el Señor tome estas enormes proporciones para confundir para siempre nuestra insuficiencia, y que hiciese resaltar más y más el milagro de su intervención misericordiosa.
Una falsa misericordia y una prudencia aún más falsa, dice Bossuet, inspiran a ciertos sabios la inclinación a extender la verdadera religión por muchos pueblos, muy distintos del que se ha escogido Dios mismo; y en lugar de adorar temblando los impenetrables y secretos juicios que abandonan a las naciones todas a la idolatría a excepción de la que ha separado de entre todas con tantos prodigios, tratan de oscurecer el rigor santo que quiere convencer al hombre con la experiencia de sus propios desvaríos, a fin de que se encuentre más capaz de comprender de dónde le venía la luz. Eso es cabalmente lo que no querían comprender esos sabios curiosos y vanos... pero el hecho es cierto: los hombres, antes de Jesucristo, estaban todos yaciendo en tinieblas, y ciega estaba toda la naturaleza humana... el hombre, enteramente sujeto a los sentidos por el pecado, se olvidaba de Dios, y no hacía sino sumirse más y más en la idolatría. El principio es evidente, la consecuencia cierta, y perfecta la demostración: convenciendo esta igualmente a todos los pueblos del universo.
Seria empero desconocer la antigüedad, y equivocarse en el juicio que de ella hacemos aquí, el creer que no tenía idea de Dios. Menester fuera no haber penetrado nunca en su historia, no haber abierto los libros de sus filósofos, y sobre todo los de sus poetas y trágicos en particular; no haberse detenido jamás ni fijádose en los escombros de sus monumentos, para no hallarse sobrecogido, al contrario, hasta la emoción por todo cuanto profundamente religioso se encontraba en ella. Todo, todo estaba allí penetrado del sentimiento de la divinidad, todo la respiraba: por lo que nos queda, se conoce que hasta el aire estaba en cierto modo impregnado de ese sentimiento. Y esto es lo que sintió san Pablo cuando atravesó la ciudad de Atenas, y ese sentimiento fue el primero cuya expresión salió de sus labios en el discurso célebre que pronunció en ella : Atenienses, dijo, paréceme que en todas las cosas sois religiosos hasta el exceso.
Poseía pues la antigüedad en su más alto grado el sentimiento, la idea misma de la divinidad: esto es una verdad cierta. Tampoco es menos evidente sin embargo, como lo acabamos de sentar y como lo dice Bossuet, que antes de Jesucristo todos los hombres andaban en tinieblas respecto de Dios, que toda la naturaleza humana estaba ciega. Estas dos verdades, en apariencia contradictorias, se concilian perfectamente, y se explican con reciprocidad.
La antigüedad tenía la impresión de Dios, mas no tenía su conocimiento; sabía que Dios era, pero no lo que era. Y esta ignorancia de Dios era cabalmente lo que la hacía tan religiosa. No sabiendo lo que era Dios, y no distinguiéndole en sí mismo, le confundía con todo, lo veía en todas partes y lo ponía en todo; no solamente en la naturaleza, sino en todas las representaciones materiales que de él se hacía y que creía habitadas realmente por la divinidad. Era como una locura religiosa que tenía su origen en la ignorancia misma de Dios.
Pero este abuso del sentimiento religioso, efecto de la ignorancia de Dios, era a su vez causa de esta ignorancia, en la que sumía más y más a la humanidad.
En esta lobreguez tan profunda en que solo sabía que había un Dios, mas sin conocerlo, en la que no le quedaba otro medio de encontrarle que al azar y como a tientas, según expresión de san Pablo: Quaerere Deum si forte attrectent eum; todo era Dios, y siendo todo para ella Dios, perdía de este modo hasta la suerte azarosa de encontrarle, porque lo propio de Dios es ser soberanamente distinto de todo, absolutamente único e independiente.
La antigüedad tenía la conciencia de este error sin tener conocimiento de él; y esto es lo que testificaba tan cándidamente su altar al Dios no conocido, levantado entre las estatuas de sus falsos dioses.
Al confesar de esta manera su ignorancia de Dios, daba de este el más alto testimonio, pues que, de este Dios no conocido que hubiera de ser el Dios único, solo hacia uno de sus dioses, no viendo que eran estos cabalmente los que se lo escondían.
Por lo tanto, ignorando a Dios, la antigüedad era más pródiga de la divinidad por consecuencia forzosa; y cuanto más pródiga de la divinidad, más ignorante de Dios. Extravío letal e incurable, pues que tenía por estimulante el sentimiento religioso que hubiera debido servirle de freno para esta prodigalidad.
Y así, en círculo tan vicioso, en tal laberinto de error, en abismo tan profundo se iba revolviendo y encenagándose más y más el mundo alejado de Dios.
Por esta razón, entre todos los misterios que vino a proponerle, o más bien, a imponerle el cristianismo, el que menos comprendió; el que le enfureció más fue el dogma de la unidad de Dios, espiritual e invisible, y el de un culto suyo puro. La doctrina del Dios hecho hombre, del Dios crucificado, enteramente aisladas, le hubiera repugnado mucho menos, si ese Dios no hubiera sido el solo Dios, siendo por otro lado sensible y representativa. Y así es que el paganismo había comenzado ya a abrazar esa doctrina y prepararle altares; y de hecho esta doctrina de Dios hecho hombre fue el instrumento por el cual se introdujo en el mundo el culto puro de la divinidad que enteramente a solas, no hubiera podido penetrar nunca, en las almas.
Podemos venir en conocimiento de esto por las invectivas e insultos que acarreaba todavía a los cristianos este culto aun después de los siglos de persecución. « ¿De dónde procede, les decían, quién es, en dónde está en fin ese Dios único, solitario, desierto, que no es conocido de ningún pueblo libre, de ningún Estado, ni aun de Roma en la cual se tributa culto a todos los dioses de la tierra? El diminuto pueblo judío es el único que reconoce a un solo Dios; pero siquiera ¿tiene templos, altares, ceremonias, sacrificios públicos? ¿Qué sandeces no han imaginado los cristianos? ¿No os aseguran por ventura que su Dios, al que ni pueden ver, ni definir, lo ve todo, lo oye, lo sabe todo, que penetra los pensamientos más secretos y que lo gobierna todo? Ese Dios que está en todo lugar ¿cómo puede tener cuidado de cada uno?, ¿cómo ocupado con cada uno puede estar en todo lugar?...»
Así habla el interlocutor gentil en la apología de Minucio Félix; y por este razonamiento podemos juzgar hasta qué punto estaba excluida del mundo pagano y le parecía inaudita e incomprensible la doctrina de la unidad y espiritualidad de Dios. Aún más; en el siglo cuarto toda la rabia del agonizante paganismo no encuentra nada que echar tanto en cara al cristianismo, a disputarle y llenar de baldones como esa doctrina de la unidad de Dios, invisible y soberano Señor de todas las cosas: «Llámasenos estúpidos, dice Arnobio, mentecatos, tontos, obtusos y animales, porque profesamos a un solo Dios, soberano Señor y árbitro de todo cuanto existe». El culto de este Dios único, dice además, es tratado de religión execrable, funesta, llena de impiedad y sacrilegio, y que mancha con nueva superstición las prácticas religiosas usadas desde tan largo tiempo en el mundo y en la patria». Y sin embargo, añade con aquella manera de razonar común entonces a los cristianos y que ha venido a ser el razonamiento público general, ¿quién merece más todos esos dictados que el que profesa otros dioses que no sean ese solo Dios verdadero, que cree en ellos e invoca su poder? Ahora bien; si los mártires han derramado su sangre, ha sido en honra de esta verdad.
Así es como, a despecho de la ceguera del espíritu humano y contra todos sus obstinadísimos esfuerzos, ha penetrado en el mundo y asentado su imperio la doctrina de la unidad y espiritualidad de Dios.
Brilla hoy día como el sol. Las inteligencias todas, ora las más elevadas, ora las más humildes, el tierno infante y la mujer sencilla, como el académico y el filósofo participan de ella. Lo que era una ciencia oculta, lo que Platón escribía en números a sus amigos, es tan común y general al presente como el aire que respira todo el mundo. La filosofía ha descendido al dominio público de las inteligencias: todo el mundo platoniza hoy; y para ello basta la fe y no hay necesidad de silogismos. Al modo que las cosas más necesarias a la vida, el sol, la luna, el aire, la tierra, el mar no son patrimonio exclusivo de los ricos y de los sabios, sino las ha puesto Dios a discreción de todo el mundo, el conocimiento del mismo Dios, más necesario todavía que todas esas cosas, se ha hecho accesible a todos por el cristianismo. Y el prodigio mayor entre todos los prodigios es que esta ciencia se ha elevado en altura a medida que se ha ido extendiendo en su base. Lo que sabe todo el mundo acerca de este asunto, lo que aprende facilísimamente el más humilde, lo que pone sobre todo en acción y hace pasar por todos los trámites de su vida, sobrepuja en gran manera por su elevación no menos que por su certidumbre a lo que jamás divisó la filosofía en sus más atrevidas especulaciones. Con Platón, la sabiduría y la filosofía eran patrimonio esperado por un corto número de discípulos; con Jesucristo, más sublime y al propio tiempo más práctico y accesible, la filosofía es manjar de todo el género humano.
AUGUSTO NICOLÁS.
(LA VIRGEN MARÍA Y EL PLAN DIVINO – obra de 1858)
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