domingo Infraoctava de Corpus Christi
El Evangelio de este domingo está tomado de San Lucas, capítulo XIV, y lo cito desde el versículo 15 hasta el 24:
Cuando uno de los que comían a la mesa oyó esto, le dijo: “Bienaventurado el que comerá pan en el reino de Dios”. Y El le dijo: “Un hombre hizo una grande cena y convidó a muchos. Y cuando fue la hora de la cena, envió uno de los siervos a decir a los convidados que viniesen, porque todo estaba aparejado: Y todos a una comenzaron a excusarse. El primero le dijo: He comprado una granja y necesito ir a verla; te ruego que me tengas por excusado. Y dijo otro: He comprado cinco yuntas de bueyes, y quiero ir a probarlas; te ruego que me tengas por excusado. Y dijo otro: He tomado mujer, y por eso no puedo ir allá. Y volviendo el siervo, dio cuenta a su señor de todo esto. Entonces airado el padre de familias dijo a su siervo: Sal luego a las plazas, y a las calles de la ciudad y tráeme acá cuantos pobres, y lisiados, y ciegos, y cojos hallares. Y dijo el siervo: Señor, hecho está como lo mandaste y aún hay lugar. Y dijo el señor al siervo: Sal a los caminos, y a los cercados, y fuérzalos a entrar para que se llene mi casa. Mas os digo, que ninguno de aquellos hombres que fueron llamados gustará mi cena”.
Les propongo como comentario un resumen de los Santos Padres, tal como los cita Santo Tomás en la Catena Aurea, más una pizquita del Padre Castellani.
Lo primero que se preguntan los Padres de la Iglesia es: ¿Cuál fue para el Señor la ocasión de hablar de este banquete?
En un festín, donde habían invitado al Salvador, uno de los huéspedes había exclamado: “¡Bienaventurado el que comerá pan en el reino de Dios!”
Los versículos anteriores a los citados, nos refieren que el Señor había enseñado a invitar a un convite a los que no pudieran retribuir con otro agasajo, a fin de recibir la recompensa en la resurrección de los justos; y, por tanto, creyendo uno de los convidados que era lo mismo la resurrección de los justos y el Reino de Dios, enaltece la antedicha recompensa: Cuando uno de los que comían en la mesa oyó esto, le dijo: “¡Bienaventurado el que comerá pan en el reino de Dios!”
Este pan, por el cual suspiraba este huésped, le parecía lejos de su alcance, y sin embargo estaba a la mesa ante él.
¿Cuál es, en efecto, el Pan del Reino de Dios si no el que dice Soy el Pan vivo, descendido del cielo?
Y por eso los Santos Padres dicen: he aquí lo que da tanto valor a este banquete. Creemos en Jesucristo y lo recibimos con fe. Sabemos como alimentar nuestro espíritu. Tomamos poco y nuestra alma se ceba. Lo que nos consolida no es lo que se revela a los sentidos, sino lo que prueba la fe.
Este hombre era todo carnal, no comprendía lo que Jesús había dicho y creía que los premios de los santos eran materiales.
Como muchos perciben por la fe el olor de este pan, y les hastía su dulzura gustándolo, declara el Señor en la parábola siguiente que esta indiferencia no es digna de los banquetes celestiales. Sigue, pues: Y El le dijo: Un hombre hizo una grande cena y convidó a muchos.
Los Padres nos enseñan que, conforme a la verdad figurada en estas imágenes, este hombre es Dios Padre. Y que celebró una gran cena porque nos preparó la saciedad de su eterna dulzura; llamó a muchos pero vienen pocos. Porque sucede con frecuencia que aun los mismos que le están sometidos por la fe contradicen con su vida el convite eterno.
Aquí hacen una advertencia importante: hay una diferencia entre las complacencias del cuerpo y las del espíritu.
Las del cuerpo, cuando no se disfrutan, se tiene un gran deseo de ellas; y cuando se obtienen, hastían por la saciedad al que las alcanza.
Lo contrario sucede con las delicias espirituales. Cuando no se tienen, parecen desagradables; y cuando se alcanzan, se desean más.
La Suprema Piedad, Dios Padre, nos recuerda y ofrece a nuestros ojos las delicias desdeñadas y nos excita a que rechacemos el disgusto que nos causan. Por esto sigue: Y envió a uno de sus siervos.
Este siervo que envió fue el mismo Jesucristo, el cual, siendo por naturaleza Dios y verdadero Hijo de Dios, se humilló a sí mismo tomando la forma de siervo.
Fue enviado a la hora de la cena. El Verbo del Padre no tomó, pues, nuestra naturaleza en el principio, sino en los últimos tiempos.
Añade, pues, Porque todo estaba aparejado. El Padre había preparado en Jesucristo los bienes dados por El al mundo: el perdón de los pecados, la participación del Espíritu Santo y el brillo de la adopción. A esto nos llamó Jesucristo por las enseñanzas de su Evangelio.
Envió a que viniesen los invitados, esto es, los llamó por los Profetas enviados con este fin, los cuales en otro tiempo invitaban a la cena de Jesucristo.
Fueron enviados en varias ocasiones al pueblo de Israel. Muchas veces los llamaron para que viniesen a la hora de la cena; aquéllos recibieron a los que los invitaban, pero no aceptaron la cena.
Leyeron a los Profetas y mataron a Cristo.
Y entonces prepararon, sin darse cuenta de ello, esa cena para nosotros.
Si no lo dijeran los Padres… muchos no se atreverían a expresarlo…
Una vez preparada la cena (esto es, una vez sacrificado Jesucristo), fueron enviados los Apóstoles a los mismos a quienes antes habían sido enviados los Profetas.
Dios nos ofrece, pues, lo que debía ser rogado. Quiere dar lo que casi no podía esperarse y, sin embargo, todos evaden la invitación. Sigue, pues: Y empezaron todos a una a excusarse.
He aquí que un hombre rico es quien convida, y los pobres se apresuran a excusarse: somos invitados al convite de Dios y nos excusamos.
Los Santos Padres nos explican que tres fueron las excusas que se dieron.
En la granja comprada, se da a conocer el dominio, las propiedades; se representan los bienes de la tierra. Sale, pues, a verla el que sólo fija su atención en la sustancia de los bienes de la tierra.
Así, pues, se prescribe al varón de la milicia santa que menosprecie los bienes de la tierra. Porque el que atendiendo a cosas de poco mérito compra posesiones terrenas, no puede alcanzar el Reino del Cielo. Porque dice el Señor: Vende todo lo que tienes y sígueme.
Prosigue: Y dijo otro: He comprado cinco yuntas de bueyes y quiero ir a probarlas.
Las cinco yuntas de bueyes, dicen los Padres, son los cinco sentidos corporales. Se llaman yuntas de bueyes porque por medio de estos sentidos carnales se buscan todas las cosas terrenas y los bueyes están inclinados hacia la tierra.
Y los hombres que no tienen fe, consagrados a las cosas de la tierra, no quieren creer otra cosa más que aquellas que perciben por cualquiera de estos cinco sentidos corporales. ¡No!, dicen, nosotros no creemos más que lo que vemos.
Cuando pensamos de tal modo, aquellas cinco yuntas de bueyes nos impiden ir a la cena.
Para que conozcáis, sin embargo, que la complacencia de estos cinco sentidos no es la que más arrastra y deleita, sino cierta curiosidad, no dijo: he comprado cinco yuntas de bueyes y voy a darles de comer, sino, voy a probarlas.
Los Santos Padres nos hacen advertir que el que por haber comprado una granja y el que por probar las yuntas de los bueyes se excusan de ir a la cena del que los convida, confunden las palabras de humildad. Porque cuando dicen ruego y menosprecian el ir, en la palabra aparece la humildad, pero en la acción la soberbia.
Prosigue: Y otro dijo: He tomado mujer y por eso no puedo ir allá.
Esta es la pasión carnal que estorba a muchos. ¡Ojalá que sólo fuese exterior y no interior! El que dice: He tomado mujer, se goza en la voluptuosidad de la carne y se excusa de ir a la cena.
Dice también: No puedo venir, porque cuando el entendimiento humano se fija en las complacencias del mundo, se incapacita para las obras divinas.
Aunque el matrimonio es bueno y ha sido establecido por la Divina Providencia para propagar la especie, muchos no buscan esta propagación, sino la satisfacción de sus voluptuosos deseos; y por tanto, convierten una cosa justa en injusta.
Cuando dijo San Juan: todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición del siglo, empezó por donde el Evangelio acaba.
Concupiscencia de la carne, he tomado mujer.
Concupiscencia de los ojos, he comprado cinco yuntas de bueyes.
Ambición del siglo, he comprado una granja.
Y ahora los Padres preguntan: ¿Quiénes diremos que fueron los que no quisieron venir por las causas predichas, sino los príncipes de los judíos, a quienes vemos reprendidos en todo este pasaje de la Sagrada Escritura?
Por tanto, aquél que compró la granja no es apto para el reino de los cielos, ni el que prefirió el yugo de la ley al don de la gracia, ni el que se excusa por haber tomado mujer. Prosigue: Y volviendo el siervo dio cuenta a su señor de todo esto.
Habiendo renunciado a su vocación los príncipes de los judíos, se indignó el padre de familia contra ellos, como acreedores a su indignación y a su ira. Por esto sigue: Entonces airado el padre de familia.
Así, pues, se dice que se indignó el padre de familia contra los príncipes de los judíos y fueron llamados en lugar de ellos los que eran de entre los judíos más sencillos y de inteligencia más limitada.
Por esto añade: Dijo a su siervo: “Sal luego a las plazas y a las calles de la ciudad y tráeme acá cuantos pobres y lisiados y ciegos y cojos hallares”.
El Señor elige a los que el mundo desprecia, porque muchas veces sucede que el desprecio hace al hombre fijarse en sí mismo y algunos oyen la voz del Señor tanto más pronto cuanto menos complacencias les ofrece el mundo.
Prosigue: Y dijo el siervo: “Señor, hecho está como lo mandaste y aun hay lugar”.
Había entrado ya gran número de judíos, pero aún queda mucho lugar en el Reino donde debe recibirse multitud de gentiles.
Por esto sigue: Y dijo el señor al siervo: “Sal a los caminos y a los cercados y fuérzalos a entrar”.
Cuando mandó recoger a sus convidados de los cercados y de los caminos buscó al pueblo bárbaro, esto es, al pueblo gentil.
Todos los que son obligados por las adversidades del mundo a volver al amor de Dios, son obligados a entrar. Pero es muy terrible la sentencia que sigue: Mas os digo, que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados gustará mi cena.
Por tanto, que ninguno lo desprecie, no sea que si se excusa cuando se lo llame, no pueda entrar cuando él quiera.
En otro lugar del Santo Evangelio hay tres respuestas rudas de Nuestro Señor Jesucristo: El “Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”… “Deja a los muertos enterrar a sus muertos”… “Ninguno que pone mano al arado y mira hacia atrás, es apto para el Reino de Dios”…
En todos los casos se trata de una frase que al mismo tiempo que deniega, enseña; deniega para enseñar, justamente.
¿Qué enseña? Que la salvación es algo absoluto, que está por encima de todas las consideraciones terrenas; en otro plano, simplemente.
Para Jesucristo, Nuestro Señor, el que no lo sigue a Él, está muerto; el que lo sigue mirando atrás, no sirve para el Reino; y el que condiciona su llamado para Apóstol a la retención de sus bienes materiales, no puede ser Apóstol.
Si Cristo respondió como respondió, es porque los candidatos pensaban mal y ponían una condición.
No se puede poner condiciones a lo Incondicional. El que pone condiciones a lo Incondicional está mal dispuesto a lo Incondicional, y por tanto, no lo puede recibir: no lo conoce siquiera.
El Cristianismo es algo absoluto, que no sufre el compromiso.
Hoy día hay bastantes prosélitos de una religión pastelera que relativiza el Cristianismo.
Para muchos la religión es un poco de moralina y un poco de mitología; y ella es lo bastante razonable y maleable para adaptarse a las exigencias de la vida, es decir, a las exigencias del mundo.
Para ésos pronunció Jesucristo esas tres frases netas y rudas.
La relación del hombre con Dios es un Absoluto, una cosa que introduce la Eternidad en el Instante.
“Teme a Jesús que pasa y no vuelve”, decían los antiguos…
Cuando Dios nos llama, nunca sabemos si ésta no será la última llamada.
Así aconteció en la vida apostólica del Maestro: una vez pasó por Corozaín, una vez pasó por Bethsaida. No lo recibieron. Y no volvió…
Mientras los primeros huéspedes, disculpándose, merecieron ser rechazados, están aquellos que se volvieron en el momento prescrito,
Por lo tanto, lejos de nosotros las excusas, inútiles y desastrosas, vayamos a este banquete para alimentar nuestra alma.
No nos dejemos detener ni por el orgullo que podría inflarnos, ni por una curiosidad culpable que podría asustarse y alejarnos de Dios, ni por las voluptuosidades carnales que nos privarían de las delicias espirituales.
Vengamos y reparemos nuestras fuerzas.
Hoy es el Domingo Infraoctava de Corpus Christi… La Sagrada Eucaristía es nuestro Pan Vivo bajado del Cielo, gaje de nuestra vida eterna bienaventurada.