Quisiera hacer una reflexión general sobre el intento de estudiar “científicamente” la inteligencia humana.
Desde que la psicología decidió a finales del siglo XIX y comienzos del XX asumir el método positivo-experimental como camino de construcción de conocimiento, han sido casi innumerables los intentos realizados por develar el misterio de la inteligencia humana. Desde los más radicalmente positivistas, pasando por una época “media” de ampliación de las variables que se tomaban en cuenta y de perfeccionamiento de la metodología estadística, hasta el momento presente en que predominan teorías de “compromiso” que apelan a la existencia de “múltiples” “inteligencias”, así como también propuestas originadas en el campo de la neurociencia que apelan al estudio de los procesos cerebrales para comprender procesos intelectuales.
Para el que estudia con algún detenimiento la historia de estos esfuerzos el panorama aparece siempre, por lo menos, como pintoresco. Más de un siglo de esfuerzo sostenido; mucho dinero invertido en “investigación”; vidas enteras dedicadas a la búsqueda; cientos y quizá miles de libros escritos al respecto, ¿para qué? Para que finalmente, eso sí con cierta loable honestidad, tengan que reconocer que no sabemos, (o mejor dicho no saben) qué es la inteligencia.
¿Cómo es posible que tanto esfuerzo haya sido casi en vano? La respuesta es que el camino escogido desde el comienzo, por allá en los albores del XX, fue un camino equivocado. Queriendo los psicólogos de aquella época hacer patente su desvinculación de la filosofía, (creían que sólo esto graduaría a la psicología como “ciencia”), decidieron ignorar y olvidar todo el inmenso caudal de sabiduría que esta había acumulado a lo largo de siglos de paciente reflexión humana y quisieron, como Descartes, empezar desde cero, pues consideraron prejuiciosamente que todo lo edificado en el pasado carecía de valor y que eran ellos los llamados por la historia a finalmente descubrir la verdadera faz de la inteligencia humana.
Y ¿qué fue eso que los modernos innovadores decidieron preterir y cuyo olvido nubló inevitablemente toda posibilidad de comprensión del fenómeno estudiado? Sencillamente olvidaron que la inteligencia no es una realidad material; olvidaron que la inteligencia humana es una facultad inorgánica; olvidaron que los procesos propiamente intelectuales no son susceptibles de estudio “positivo”; confundieron la operatividad “inteligente” con la inteligencia misma; confundieron algunas manifestaciones observables con la profunda raíz de que son fruto; confundieron todo y actualmente no han comprendido nada.
Entonces ¿no es posible estudiar la inteligencia? Claro que sí es posible, siempre y cuando se entienda que lo que el método positivo puede captar no será nunca la inteligencia como facultad humana en su raíz íntima sino en todo caso algunas de sus manifestaciones o consecuencias observables. Si lo que desean es acercarse a la inteligencia deberán abandonar sus prejuicios cientificistas, y humildemente dirigir sus pasos hacia el hogar de la metafísica, de cuyos umbrales los apartó el orgullo positivista y un inexcusable sentimiento de inferioridad producido por los “éxitos” con que la física y otras ciencias deslumbraban al mundo por aquellos años.
Lo que ha pasado con el estudio de la inteligencia es muestra de cuánto daño puede causar un prejuicio a la ciencia. La psicología decidió hacerse “positiva” y con esta decisión se auto condenó a no comprender nada sobre un inmenso número de fenómenos cuya naturaleza impide su captación “experimental”.
Si lo desean sigan tratando de comprender en que consistió la inspiración y el talento de Shakespeare estudiando bajo el microscopio la composición química de la tinta utilizada por él en sus escritos. El único problema de este camino es que el microscopio nunca pondrá ante sus ojos otra cosa que “tinta”, y así, estarán siempre condenados al silencio.
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