LAS TORTUOSAS RELACIONES ENTRE GUILLERMO II Y SAN ANSELMO DE CANTERBURY
El título, que se podría aplicar a muchas situaciones de la historia de la Iglesia, que ha visto con cierta frecuencia conflictos Iglesia-Estado en los que a un monarca déspota se contraponía la personalidad de un eclesiástico de gran talla humana y espiritual, hoy lo aplicamos a la tortuosa relación entre el inglés Guillermo II el Rojo, hijo del gran Guillermo el Conquistador, y uno de los grandes santos de aquellas tierras: San Anselmo de Canterbury.
Guillermo I el Conquistador (1028-1087) había llevado una política eclesiástica de gran equilibrio y respeto sea hacia Roma, sea a la jerarquía inglesa, llevo a cabo un programa de sabias reformas y sus nombramientos de obispos fueron por lo general excelentes. Con el Papa Gregorio VII, el monarca fue siempre cuidadoso de mostrarse como un hijo considerado y respetuoso, aun en las ocasiones en las que no estuvo de acuerdo con él. Por otra parte, el mismo Papa felicitó al rey por el celo mostrado en asegurar la libertad de la Iglesia. La colaboración con el primado de Canterbury fue en general ejemplar en aquella época de paz para la Iglesia inglesa.
A la muerte de Guillermo, ocurrida al caer de su caballo durante la lucha vengando una afrenta del rey de Francia el 9 de septiembre de 1087, cerca de la población francesa de Ruán, entró a sucederle en Inglaterra su hijo Guillermo II el Rojo (1087-1100), mientras que a su hermano Roberto le correspondió la Normandía. El nuevo monarca inglés mostró desde el comienzo una actitud de hostilidad hacia Roma: Empezó por declararse neutral en la cuestión del cisma, sin deci¬dirse ni por Guiberto (el antipapa Clemente III), que era apoyado por el ambicioso emperador de Alemania, ni por Urbano II, el Papa auténtico, monje benedictino y antiguo prior de Cluny. Era este último un hombre de gran talla humana y espiritual, considerado uno de los mejores Papas del medievo y venerado en la Iglesia como Beato, por la heroicidad de sus virtudes.
Como consecuencia de su política de pretendida neutralidad entre los contendientes, el joven Guillermo se negó a pagar a Roma el dinero del óbolo San Pedro, lo que hizo que el arzobispo de Canterbury, Lanfranco (1005-1089), que, según el Papa era uno de los hijos más fieles de la Iglesia romana, le amonestase, aunque inútilmente. Era éste eclesiástico, antiguo monje de la abadía de Bec, otro hombre de gran talla, hoy también venerado en la Iglesia como Beato, por lo que obsérvese que estamos hablando de una concentración de clérigos ejemplares poco común en aquellos tiempos tan duros para la nave de Pedro.
Muerto Lanfranco en mayo de 1089, se empeñó el rey en dejar vacante la sede primacial de Canterbury para disfrutar de sus rentas, despojó de sus bienes a muchos monasterios e iglesias, vendió simo¬níacamente las dignidades eclesiásticas y cometió otros brutales atro¬pellos, hasta que, acometido por grave enfermedad, y temiendo la justicia divina, cambió de conducta. Por consejo unánime de los nobles y obispos llamó a Anselmo, monje también de Bec, que era abad de aquel célebre monasterio normando -que había sido fundado en 1039 y se encontraba en pleno apogeo cultural y espiritual-, como antes lo había sido Lanfranco, y le obligó a aceptar el gobierno de la iglesia de Canterbury (1093), esquilmada y sin pastor desde hacía cuatro años.
Como es sabido, Anselmo era originario de Aosta, en el Piamonte, donde nació en el año 1033. Su educación corrió a cargo de los benedictinos, luego de una experiencia poco afortunada con el primero de los profesores a los que fue encomendado, al no haberle sabido transmitir el aprecio por los estudios. A los quince años intentó ingresar en un monasterio, impidiéndoselo su padre, que le tenía reservados otros menesteres más mundanos; pero luego de haberse sometido a su voluntad, y haber olvidado durante algún tiempo sus inclinaciones religiosas, ingresó a los 27 años en la citada abadía de Bec, donde se convirtió en amigo y discípulo del Abad Lanfranco.
La venida de San Anselmo fue una bendición para la Iglesia de Inglaterra. Como teólogo y filósofo, no conocía rival en su siglo. Tenía un alma pura y santa y un carácter firme e inflexible. Las relaciones que, según él, deben existir entre los príncipes y la Iglesia han de ser las de los hijos con su madre, no de los amos con su esclava. Escribiendo el rey Balduino de Jerusalén, le decía: “No hay cosa en este mundo que Dios ame más que la libertad de la Iglesia... Dios quiere a su esposa libre, no esclava”.
Pronto se vio en la precisión de amonestar al rey las arbitrariedades que cometía, pues repartía o administraba a su talante los bienes de las abadías e iglesias, y ponía dificultades a que el primado celebrase cada año un concilio nacional para la reforma de la disciplina y las costum¬bres. Al mismo San Anselmo, que deseaba ir a Roma a prestar obe¬diencia a Urbano, único papa legítimo, y recibir de sus manos el pallium, se lo prohibió terminantemente. Se reunió con esta ocasión la dieta o concilio de Rockingham (1095), con el fin de discutir si el juramento de fidelidad al monarca era compatible con la obediencia al papa. Dijeron los obispos cortesanos que ambas cosas eran inconciliables y pidieron al primado que acatase la voluntad regia. Respondió el santo que en las cosas espirituales sólo al vicario de Cristo debía obedecer.
Por inspiración de algunos prelados pensó el rey en desterrar a San Anselmo; pero los magnates, que sufrían a duras penas el despotismo de aquél, abogaron en favor del arzobispo, por lo que, no atreviéndose Guillermo a mandarlo al exilio, se limitó a advertirle severamente que un arzobispo de Canterbury no debía someterse a la obediencia del pontífice de Roma. Guillermo II, sin embargo, acabó por reconocer al papa Urbano, el cual, deseoso de paz y concordia, envió legados a Inglaterra, a fin de que arreglasen los conflictos entre el rey y la Iglesia. Nada consiguieron, pues los abusos y arbitrariedades del monarca y sus intrusio¬nes en cosas sagradas continuaron como antes.
En 1097 aquel “toro indómito”, según expresión de algún cronista de la época, volvió a molestar al primado, lla¬mándolo a juicio y acusándolo de no haber suministrado soldados hábiles para la guerra con el País de Gales. San Anselmo se negó a comparecer, y despreciando la prohibición real, aun bajo la amenaza de perder su sede, se embarcó para Roma. En todas partes fue brillante¬mente acogido, tanto en Francia como en Italia, sobre todo de parte del Romano Pontífice, a quien informó de todo lo ocurrido. Quiso Anselmo renunciar a su mitra, pero habiéndoselo el prohibido el Papa, se quedó algún tiempo en Italia, bien ocupado en sus trabajos teoló¬gicos.
Al venir de paso por Cluny, tuvo ante aquellos monjes una con¬ferencia sobre la bienaventuranza del cielo; en Italia terminó su famoso tratado sobre los motivos de la encarnación (Cur Deus Homo), y en el concilio de Bari (1098), al cual asistió por voluntad de Urbano II, pasmó a los obispos allí presentes por su maravillosa sabiduría, refu¬tando las teorías de los griegos sobre la procesión del Espíritu Santo. En este concilio, en el que recibió las más altas muestras de estima y veneración, se habló de excomulgar al rey de Inglaterra, y sólo por seguir el parecer de San Anselmo se optó, finalmente, por dar al mo¬narca un plazo de penitencia.
La muerte prematura de Guillermo II en 1100, considerada en aquel entonces como un castigo del cielo -el 2 de agosto despareció mientras cazaba en los bosques de New Forest, unas horas más tarde, apareció su cadáver; unos suponen que fue asesinado, otros, que pereció a causa de un fatal accidente de caza-, puso inesperadamente fin al conflicto, en el cual la política del papa Urbano, con extrañeza de algunos, no siguió siempre la misma línea. Quizá con sus momentáneas transigencias evitó que aquel violento y autoritario monarca rompiera abiertamente con la Santa Sede.
La historia de San Anselmo continúa epílogo, tan largo como su vida, que duró nueve años más. El nuevo rey de Inglaterra, Enrique I (1100-1135), hermano de Guiller¬mo el Rojo e hijo como él del Conquistador, era hombre recto, pru¬dente, amante de la verdad, más semejante a su padre que a su hermano. Lo primero que hizo fue llamar a San Anselmo, que se hallaba deste¬rrado en Lyón, junto a su amigo el arzobispo Hugo.
Augurábase un porvenir pacífico y tranquilo, pues Enrique I era partidario de la reforma de la Iglesia, en lo cual colaboraría con San Anselmo, y por otra parte había prometido respetar los bienes eclesiás¬ticos y aun las elecciones episcopales.
Sin embargo, la paz duró poco y el antiguo conflicto no tardó en renovarse. Influido el rey por las ideas del Anónimo de York (De consecratione pontificum et regum) pensaba que el rito de la unción regia confiere a los monarcas un carácter cuasisacerdotal, por el que pueden disponer de las digni¬dades eclesiásticas, ya que no de las cosas puramente espirituales. En consecuencia, exigió a San Anselmo le reconociese éste su derecho divino. El primado de Canterbury se negó rotundamente.
Empeñado Enrique en conservar sus prerrogativas, acudió a Roma, suplicando una mitigación de los cánones contra la investidura laica, pero la respuesta fue negativa. Volvió el monarca a insistir, amenazando con rehusar la obediencia y el dinero del óbolo de San Pedro, pero idéntica fue la contestación del papa. Y entonces sucedió que los embajadores ingleses, dos obispos de la corte, que llevaron esta negativa, afirmaron en Londres haberles manifestado el Sumo Pontífice que otorgaría el derecho de investidura si el rey se portaba bien en lo demás.
San Anselmo, que conocía perfectamente la mente de Pascual II, rechazó tal embuste y pidió información a Roma. Pronto se patentizó la falsedad de los dos embajadores, que fueron excomulgados por el papa en diciembre de tioz. El santo arzobispo estuvo a punto de ser expulsado de Inglaterra, de hecho emprendió el viaje a Roma, y lo hizo de acuerdo con el monarca, pero prácticamente aquello tuvo trazas de destierro. Se detuvo algún tiempo en su querida abadía de Bec. Luego se encaminó hacia la Curia pontificia, con objeto de tratar con el papa los asuntos ingleses. Y cuando, conocida la firmeza intransigente del nuevo pontífice, Pas¬cual II, regresaba a Inglaterra por Francia, recibió orden del rey de no desembarcar en la isla si no venía con las concesiones que se deseaban. Anselmo no pasó de Lyón.
Pero el pueblo inglés sentía vivamente la ausencia del primado canturiense, y Adela de Blois, hermana de Enrique I, movió a éste, cuando se hallaba en sus dominios de Normandía, a tener algunas entrevistas con el santo desterrado, llegando por fin a un acuerdo, pues parece que el conflicto se debía, más que al monarca, a sus obispos cortesanos y consejeros, excomulgados poco antes por el concilio Lateranense. Por otra parte, el papa, sin retractar sus antiguas normas, indicó a San Anselmo la manera de condescender algún tanto con la voluntad real. Vuelto el santo pastor a su diócesis de Canterbury, hizo que en la dieta de Londres (agosto de 1107) se firmase un concordato, por el cual renunciaba Enrique I a investir a los obispos con el anillo y el báculo, mientras que la Iglesia se comprometía a que ningún obispo fuera consagrado antes de que jurase al monarca fidelidad de vasallo en razón de sus dominios feudales. Fórmula equilibrada ésta que se irá imponiendo como solución del problema de las investiduras.
Los últimos años del santo transcurrieron tranquilos. Confiaba tanto Enrique en su lealtad, que lo nombró regente del reino mientras su estancia en Normandía, y apoyó las medidas reformatorias tomadas por aquél contra los clérigos incontinentes en el sínodo londinense de 1108. El 21 de abril de 1109 murió lleno de méritos San Anselmo, dejando una profunda huella en su país y en toda la Iglesia europea.
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