LA DEMOCRACIA COMO RELIGIÓN
La frontera del mal
Fue Aldous Huxley, en su fábula futurista “Un mundo feliz”, quien sugirió que lo que llamamos un axioma —es decir, una proposición que nos parece evidente por sí misma y que por tal la aceptamos— se puede crear para un individuo y para un ambiente determinados mediante la repetición, millones de veces, de una misma afirmación. Para este efecto —la génesis artificial de axiomas y de dogmas— proponía la utilización, durante el sueño, de un mecanismo repetitivo que hablase sin interrupción a nuestro subconsciente, capaz, durante horas, de recibir y asimilar cualquier mensaje.
Este designio está, hoy, al cabo de medio siglo, muy cerca de la realidad, aunque sea a través de técnicas no exactamente iguales, como lo ha subrayado el propio Huxley en su “Retorno al mundo feliz”.
La realización más importante en este sentido a través de métodos de saturación mental por los mass-media ha sido, en nuestra época, el establecimiento a escala universal del dogma-axioma de la democracia. De esta noción —en su sentido individualista y mayoritario— se ha logrado hacer la piedra angular de la mentalidad contemporánea. Es decir, de lo que Kendall y Wilhelsenn han llamado la «ortodoxia pública» de nuestro tiempo. Esta expresión significaba para estos autores, el conjunto de bases conceptuales o de fe en que se asienta toda sociedad histórica, elementos que son, a la vez, ideas-fuerza para sus miembros y puntos de referencia para entenderse en un mismo lenguaje y convenir, en último extremo, en unos cuantos axiomas y dogmas que sólo los marginados o extravagantes exigirían fundamentar.
La consolidación del dogma de la democracia y de su axiomática ha sido, por supuesto, obra de muchos años, pero es ahora cuando conoce su vigencia universal. Ya, a fines de los años veinte, se daba por supuesto, en el lenguaje político español, que, a través de la dictadura del General Primo de Rivera, era obligado «volver a la normalidad constitucional (o democrática»). Hoy se supone para el mundo todo, desde la Europa más culta hasta la selva africana, que sólo unas elecciones «libres» (de sufragio universal) pueden justificar un gobierno ortodoxo. Cualquier otro gobierno recibirá el calificativo de «dictadura» y se llamará a cruzadas contra él, previa su denuncia universal, como violador de los «derechos humanos», que constituyen la apelación última que en otro tiempo se situaba en el juicio de Dios Uno y Trino. (Existen, por supuesto, determinadas tolerancias o concesiones en gracia a la perfección universal del cuadro: el mundo soviético o sovietizado y múltiples sultanatos árabes prescinden de toda consulta a la «opinión pública» y les basta con auto-titularse «populares» o «democráticos» para gozar de una suficiente inmunidad.)
No es preciso recordar que la constelación de principios que forman la ortodoxia democrática está muy lejos de la evidencia de los axiomas. Más aún, pienso que llegará un tiempo en el que los hombres se asombrarán de que la gobernación de los pueblos —y la educación en su seno de los hombres— haya estado confiada al sistema de opinión y mayoría. Algunos de estos principios son del calibre epistemológico que puede verse en las siguientes enunciaciones:
• El poder nace de la Voluntad General y no reconoce otro origen o título.
• La Voluntad General se identifica con la opinión pública en un momento dado.
• El voto de todos los ciudadanos tiene el mismo valor.
• El contenido de esa opinión se expresa en los nombres de los candidatos y de los partidos y en los slogans electorales.
• Los partidos y sus mass-media son los artífices de esa opinión.
De donde, como corolario obligado: las técnicas de publicidad y de influencia subliminal (el condicionamiento de reflejos, en suma) será lo que gobierne a los pueblos.
Sin embargo, esta serie de enormidades que constituyen la «ortodoxia pública» de la democracia ha sido admitida incluso por la Iglesia oficial de nuestros días. Así, cuando en España —o en cualquier otra democracia— sucede que troupes teatrales representan espectáculos sacrílegos o blasfematorios con subvención oficial, los prelados, en su mayoría, nada dicen, porque su intervención podría interpretarse «como una coacción a la libertad de expresión ciudadana». Y los que protestan no lo hacen en el nombre y por el honor de Dios, sino porque «tales espectáculos ofenden a una mayoría católica del pueblo español». Es decir, en nombre de la Democracia y para su defensa.
Así, también, cuando las organizaciones tituladas católicas protestan contra la laicización de la enseñanza oficial y contra las leyes confiscatorias (o disuasorias) de la enseñanza privada religiosa, no lo hacen ya en razón de que la educación en país católico debe ser católica para todos (con las excepciones debidas a los declaradamente arreligiosos o de otras religiones). Se limitan a defender unos escaños confesionales dentro de la gran democracia que formamos («nuestra democracia» les oímos decir); esto es, defender el derecho de los grupos católicos que lo deseen a poseer escuelas confesionales.
Hasta tal punto ha penetrado el espíritu de la democracia liberal en la mentalidad de hoy y en su «ortodoxia pública» que el declararse no-demócrata o contrario a la democracia resuena en los oídos como en otro tiempo la apostasía expresa o la blasfemia. Muchos católicos que rehusarían el calificativo de socialista, o de divorcista, o de abortista —que, incluso, luchan contra estas ideas— no ven inconveniente alguno en declararse demócratas o liberales, y militar en partidos bajo estas denominaciones.
Sin embargo, una vez admitida la Voluntad General como fuente única de la ley y del poder —y negada toda otra instancia inmutable de religión con el más allá—, ¿qué lógica podrá oponerse a la socialización de los bienes o de la enseñanza, a la ruptura del vínculo matrimonial, a las prácticas abortistas o la eutanasia, si tales designios o supuestos derechos figuran en el programa del partido mayoritario? La democracia moderna, con su aspecto equívoco y aceptable es, en realidad, la llave y la puerta para todas esas aberraciones y las que les seguirán.
Y es que, en el campo de los males, como en el de los bienes o valores, existe una jerarquización que podemos establecer sin más que recurrir, por vía de negación, a las Tablas de la Ley. Así, podemos ver que la socialización de los bienes o de la enseñanza se opone al séptimo mandamiento (no hurtar) y ataca directamente a la familia, institución de origen divino; el divorcio se opone a esa misma institución y, generalmente, al noveno mandamiento (no desear la mujer del prójimo); el aborto y la eutanasia atentan contra el quinto mandamiento (no matar)...
Pero la raíz misma de la democracia moderna se opone al primero y principal de esos mandamientos, aquel al que se reducen los demás: «amarás al Señor, tu Dios, por encima de todas las cosas». Propugnar la laicización de la sociedad (negarle un fundamento religioso) y derivar la ley de la sola convención humana equivale a cortar los lazos de la convivencia humana respecto de Dios, a negar la religión (o religación del hombre con su Creador). Las transgresiones de aquellos otros mandamientos pueden, en casos, ser pecados de debilidad: sólo la trasgresión de éste es pecado de apostasía.
De aquí el martirio aceptado sin vacilación por los primeros cristianos en la Roma imperial. Ellos disfrutaban en su tiempo de una situación de «libertad religiosa»; es decir, no eran condenados por practicar su culto. Un status parecido al que otorga la democracia moderna a las confesiones religiosas, aunque con distinto fundamento. Los romanos admitían en su politeísmo a todos los cultos y divinidades. No hubieran tenido inconveniente en admitir al Dios cristiano entre las divinidades del Capitolio y autorizar libremente el culto cristiano. Pero con la condición para los cristianos de reconocer, al menos tácitamente, el politeísmo y de adorar al Emperador como símbolo y garante de la religiosidad oficial. Y aquellos cristianos que se mostraban en lo demás como buenos ciudadanos, preferían el suplicio y las fieras del circo antes de renegar de la unicidad topoderosa del verdadero Dios.
Situación semejante es la de los católicos dentro de un país de Cristiandad ante la aceptación voluntaria de la democracia moderna. Con el agravante de que aquí el status de libertad no se apoya en una distinta concepción de la religión, sino en una negación de ésta, de toda religión, que pasa a considerarse como asunto privado u opinión. No es ya una religión falsa, sino un antropocentrismo o culto al Hombre. Hoy no hay que reconocer como dios al emperador sino a la Constitución. Ciertamente que en la democracia no se exige de modo tan rotundo ese reconocimiento bajo forma de adoración, y el caso se presta a interpretaciones o «arreglos de conciencia». Pero para quien esa aceptación no sea obligada ni formularia, sino acto voluntario a través de la adhesión al sistema o a un partido, el caso es objetivamente más grave que para los cristianos de Roma.
Tales reconocimientos se oponen también a las dos primeras peticiones que formulamos en el Padrenuestro, la oración que el propio Cristo nos enseñó: «santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu Reino». El demócrata liberal las sustituye implícita (o explícitamente) por «eliminado sea tu Nombre; venga a nosotros la secularización, el reino del Hombre». Y se oponen, en fin, a las dos últimas enseñanzas que Jesucristo Nuestro Señor nos dejó en su vida mortal antes de ser conducido al suplicio: cuando ante la autoridad civil (Pilato) y ante la religiosa (Caifás) afirma la Verdad y la autoridad de origen divino.
La democracia liberal se presenta así, bajo su verdadera luz, como la frontera del mal; aquella línea de demarcación que, traspasada, nos sitúa fuera de «los que pertenecen a la Verdad»; es decir, en el reino de los que, por aclamación popular, obtuvieron la muerte de Cristo. El reino en que no se habla ya de verdad ni de autoridad, sino de opinión y de pueblo. En el que los creyentes en El sólo pedirán unos escaños en el seno del pluralismo laicista para vivir tranquilamente su fe sobre una apostasía inmanente.
Pero acontece que la negación de Dios acarrea como corolario inevitable la negación del hombre: ¿Qué podrá construirse en la ciudad humana sobre la arena movediza de la opinión y del sufragio? ¿Qué dejará tras de sí la sociedad democrática en la que el hombre sólo se sirve a sí mismo? Eliminado de raíz el Fin Supremo y la re-ligación con Él, ¿cuánto durarán los fines subordinados y una vida que no conduzca al marasmo del hastío y de los vicios acumulados? Es ya la sociedad que tenemos ante nosotros, eminentemente en los países más desarrollados económicamente: la sociedad en la que sobran los medios de vida, pero falta una razón para vivir.
«Los pueblos, las civilizaciones —se ha dicho—- son como unos extraños navíos que hunden sus anclas en el Cielo, en la Eternidad». La democracia liberal está consumando la ruina de nuestra civilización y, por contagio, de toda otra civilización. Porque la civilización cristiana (o clásico-cristiana) no ha sido sustituida por otra, sino por una anticivilización o una disociación que, si pervive, es a costa de los restos difusos de aquella cultura originaria, de aquel —hoy combatidísimo— orden de las almas.
Se evidencia así que ninguna concepción del orden político puede resultar más letal o aniquiladora para la comunidad humana que la democracia moderna o «sociedad abierta» (open society). Postular una sociedad sin fe y sin principios, sin normas estables, neutra, carente de puntos de referencia, dependiente sólo de la opinión pública y de la utilidad del mayor número, es como abrogar la disciplina de un navío, olvidar su nimbo y el orden de las estrellas, abandonarla a la deriva. ¿A dónde se dirigirá tal navío? ¿En qué lenguaje se entenderá su tripulación? ¿Cómo capeará las tempestades? ¿Qué justificará su misma unidad y su existencia?
Cuando, por ejemplo, el Presidente de la República francesa —o de cualquier otra democracia moderna— apela al heroísmo de la Legión para resolver un conflicto armado grave, ¿en nombre de qué lo hace? ¿Con qué derecho? Si nada existe fuera del interés de los ciudadanos y de la opinión mayoritaria, ¿cómo exigir a hombres jóvenes que entreguen todo lo que poseen, su vida? Sólo por un recurso inmoral a normas, creencias y valores permanente, que la propia democracia niega, podrá recurrir a tales medios de coerción y de supervivencia.
Cabría una objeción en nombre de la universalidad de la razón. Si toda sociedad histórica, para su simple existencia y perduración, precisa tener su asiento en una fe y en un fervor colectivos, en unas nociones de lo que es sagrado y es recto, de lo que es el deber y el sentido del sacrificio, ¿supondrá esto que cada civilización es impenetrable intelectual y emocionalmente para quienes no forman parte de su tradición o de su herencia? ¿Habrá de asentirse al dictado de Spengler, de Toynbee y de determinados estructuralistas para quienes las culturas son sistemas cerrados, cuyo sentido es inmanente a un sistema intransferible de puntos de referencia?
Nada autoriza tal conclusión. La razón es una instancia capaz de penetrar todo lo que es puramente humano e, incluso, dentro de ciertos límites, el orden mismo del ser. La civilización occidental de origen cristiano —nuestra civilización histórica— ha sido la encargada de demostrar en la práctica esta capacidad de la razón. Su fe —nuestra fe— se ha predicado ya en todos los ámbitos de la tierra y ha arraigado, en mayor o menor grado, en las civilizaciones más dispares. Su ciencia, su técnica, sus categorías mentales y sus imágenes de comportamiento —básicamente racionales, antimíticas— se han extendido a todo el mundo, penetrándolo en buena parte. Sea como cultura superpuesta, sea como injerto cultural, puede hoy decirse que una sola cultura —la occidental— es la cultura común del planeta.
Sin embargo, y paradójicamente, esta planetarización de una cultura racional sólo pudo realizarse a través de una civilización determinada —la occidental—, civilización que, como todas, nació de una fe —de un anclaje en la eternidad—, y se edificó sobre unas normas y unos valores morales. Y ello porque, en sentencia filosófica, operari sequitur esse, el obrar sigue al ser: no se expande una civilización sin antes ser, existir. Y si sólo en este caso ha sido posible el efecto de una difusión en cierto modo universal fue, precisamente, porque tal civilización se apoyó, originariamente en la Religión Verdadera.
En la renuncia a esos orígenes se encuentra la raíz última de la crisis en que se debate la sociedad occidental. Crisis no circunstancial sino degenerativa, extendida en forma de rebelión generalizada, y, por vía de contagio, a otras civilizaciones, incluso a la propia naturaleza invadida y contaminada. La expresión de esa renuncia a todo anclaje sobrenatural es la democracia liberal; más aún, que renuncia, negación de toda trascendencia, erección de la sociedad del Hombre y para el Hombre.
Porque esa llamada «sociedad abierta» —la de los “Derechos humanos”— ignora el primero y principal de los derechos del hombre, que es el de buscar la verdad y servirla, el de fundamentar en ella su vida y el perdurable rumbo de su periplo terrenal.
Rafael Gambra, Revista Roma Nº 89, Agosto 1985
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