(SIC).”Quién soy yo, de dónde vengo, a dónde voy”. Cuántas veces el hombre, desde Platón a Bergson, se habrá formulado estas preguntas. Cuántas veces, de modo consciente o inconsciente, cada uno de nosotros nos hemos preguntado: ¿para qué trabajo, para qué estudio, para qué me canso y me preocupo, para qué vivo? ¿Cuál es la motivación fundamental de mi vida, el motor que impulsa mis comportamientos? ¿Cuál es la raíz última de mi existencia, la más íntima, la más profunda, la que llega al centro de mi ser?
Ahora que todos volvemos a la vida ordinaria y comenzamos un nuevo curso, pienso que es una buena oportunidad para formularnos éstas preguntas radicales. Alexander Solzhenitsin, premio nobel de literatura, las plantea en su libro Pabellón de Cancerosos. Reunidos en un hospital ruso un grupo de enfermos de cáncer, cada uno van dando su respuesta a la gran pregunta ¿para qué vivimos?
Después que todos han hablado y su respuesta ha sido siempre replicada y refutada por alguien, un joven estudiante, Dionka, comienza a sentir angustia, al darse cuenta que aquellos hombres, mayoritariamente adultos, son incapaces de responder a una pregunta que le parecía esencial.
En ese momento, se arriesga a consultar con Asia, una guapa enfermera que acaba de llegar al hospital para hacerse un examen clínico. La joven, tras hablar de sus amoríos y de sus superficiales relaciones, concluye: “¿Para qué vivimos? ¡Para amar, está claro. El amor nos pertenece para siempre. Y nos pertenece hoy! Poco más tarde, Asia tras conocer el diagnóstico, dice dramáticamente a Dionka: “¡Me van a extirpar un pecho…! ¿Quién me va a amar ahora? ¿De qué sirve vivir?
Este deseo de eternidad encuentra respuesta en las palabras que Shulubin, otro enfermo al que ya ronda la muerte: “Yo no voy a morir del todo. Sé que no voy a morir completamente. Sí, viviré. Hay una parte de mí que vivirá siempre”.
Al oír estas palabras, otro enfermo ratifica: “A veces siento claramente que lo que hay en mí no es todo lo que soy. Hay algo mucho más indestructible, que nadie me podrá arrancar. Algo como una partícula de la Eternidad de Dios. ¿Tú no sientes lo mismo?”
Este pobre enfermo terminal de la estepa rusa nos habla de una verdad escondida en el corazón de todos: la verdad de que la idea de Dios no es un asunto que sólo interesa a ambientes cerrados. En el polo más lejano, en la selva más tupida, en el tráfago de la gran ciudad, en cualquier latitud o época histórica, se habla este mismo lenguaje. Y se tiene esta convicción: sin Dios no hay sentido.
El hombre no puede conseguir la felicidad mediante la satisfacción de sus necesidades materiales o de sus instintos o por el desarrollo de sus aspiraciones intelectuales y sociales. Ni siquiera por la realización de un amor puramente humano, siempre sometido al vaivén de las despedidas y separaciones, y de las variabilidades de la belleza, de la salud y de los sentimientos. Los superficiales son los que hablan como Asia. Pero son ellos los que, también como ella, se desesperan. El clamor de que vivimos para la eternidad no viene de la estepa rusa sino del corazón de cada uno de nosotros. Unamuno, con su punzante nostalgia de Dios, escribió: “Si yo mismo no existiese, completo y para siempre, eso sería igual que no existir. ¡Eternidad! ¡Eternidad! Esta es mi ansia, este es mi deseo. Si todos morimos del todo, ¿para qué todo, para qué?”
Esta breve reflexión me ha venido a la mente tras reflexionar en unas palabras de F. von Gebsattel: “Hay que reconocer que el hombre nunca ha sabido tanto de sí mismo como en la actualidad y que, en el fondo, nunca ha sabido menos en todo lo que se refiere a su definición y al sentido de su existencia”.
+Mons. Francisco Gil Hellín
Arzobispo de Burgos
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