jueves, 19 de enero de 2012

Homilía: Los Pocos Amigos de Jesús

Homilía: Los Pocos Amigos de Jesús:




por el Beato John Henry Cardenal Newman




Dios lo resucitó al tercer día y le dio que se mostrase manifiesto,
no a todo el pueblo, sino a nosotros los testigos predestinados por Dios,
los que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección.

Hechos X:40-41



Uno podría haber creído que Nuestro Salvador después de resucitado de entre los muertos habría querido mostrarse ante grandes masas del pueblo y especialmente ante aquellos que lo habían crucificado. Y el caso es que sabemos por la historia que lejos de ser así, se mostró sólo a unos pocos testigos elegidos, principalmente a sus seguidores más inmediatos: es lo que confiesa San Pedro en el texto que traemos a colación. A primera vez, esto parece raro. A nosotros nos da por imaginar la resurrección de Cristo acompañado de algún despliegue notable y visible de su gloria, como el que Dios dispensó de vez en cuando a los israelitas en los días de Moisés. Y considerándolo todo a la luz de una grandiosa victoria pública, nos vemos inducidos a imaginar la confusión y el terror que habría embargado a sus asesinos si se hubiese presentado vivo delante de ellos. Ahora bien, razonar así implica una concepción del Reino de Cristo como de este mundo, cosa que no es; y también presupone la noción de que entonces Cristo vino a juzgar al mundo, cuando lo cierto es que ese juicio no tendrá lugar sino en el último día, cuando, entonces sí, aquellos inicuos contemplarán a “Aquel que traspasaron” (Jn. XIX:37).

Pero incluso sin insistir sobre el carácter espiritual del Reino de Cristo que parece ser la razón más directa de que Cristo no se mostrara ante todos los judíos después de resucitado, se pueden dar otras también, de señalado interés para nosotros. Y me propongo desarrollar una de aquellas razones para vuestra consideración.

Esta es la duda: ¿Por qué Nuestro Salvador no se mostró después de la Resurrección delante de todo el pueblo? ¿Por qué sólo ante unos pocos testigos predestinados por Dios? Y aquí mi respuesta: Porque este era el medio más eficaz para propagar su religión por todo el mundo.

Después de su resurrección, le dijo a sus discípulos, “Id y convertid todas las naciones” (Mt. XXVIII:19). Esa fue la misión específica que se les encomendó. Por tanto, contamos con fundamentos para creer que, al mostrarse más bien ante unos pocos que no ante muchos, resulta que era más apropiado para la realización de este gran objetivo, la propagación del Evangelio y que con esto tenemos razón suficiente para entender por qué Nuestro Señor dispuso las cosas de este modo; por tanto, recibamos esta dispensación con gratitud tal como se nos regaló.

Ahora bien, consideremos cual habría sido el resultado probable de una manifestación pública de su resurrección. Supongamos que Nuestro Señor se hubiese mostrado tan abiertamente como cuando antes de su Pasión: cuando predicaba en el Templo y en las calles de la ciudad; atravesaba la región con sus apóstoles, cuando muchedumbres enteras lo seguían para ver los milagros que hizo. Imaginémoslo… ¿qué efecto habría tenido esto?

Por supuesto, lo de siempre, lo que pasa siempre. Sus anteriores milagros no habían efectivamente movilizado a la masa del pueblo; e indudablemente este milagro no iba a ser la excepción, dejándolos fríos, igual que antes, o peor. A lo mejor en el caso se habrían sorprendido un poco más, pero―¿por qué pensaríamos que su asombro duraría más? Cuando el paralítico resultó repentinamente curado con su palabra, la multitud se mostró asombrada, y todos glorificaban a Dios y estaban sobrecogidos de temor, diciendo “Hoy hemos visto cosas extrañas” (Lc. V:26). ¿Qué cosa podrían haber dicho y sentido más que esto cuando “Uno resucitó de entre los muertos”? En verdad, así son las muchedumbres de todo tipo en todas las épocas: influenciadas por repentinos temores, repentinos arrepentimientos, repentinos entusiasmos, repentinas determinaciones―que también se disuelven repentinamente. Nada eficaz se puede hacer con la naturaleza humana sin disponerla previamente, y siempre ha sido así la condición de la multitud. Inestable como el agua, no puede destacarse. Un día aclamó “Hosana”; al día siguiente, “Crucifícale”. Y, de habérseles aparecido después de que lo habían crucificado, por supuesto que habrían gritado “Hosana” otra vez; y ni bien ascendido a los cielos, se habrían puesto a perseguir a sus discípulos una vez más. Por lo demás, el milagro de la Resurrección estaba mucho más expuesto a las objeciones del descreimiento que otros que había hecho Nuestro Señor; por caso, la alimentación de las multitudes en el desierto. De haberse aparecido en público, sin embargo habrían sido pocos los que lo podrían haber tocado para certificar luego que era Él. Comparativamente pocos de entre la gran muchedumbre podrían haberlo visto antes y después de su muerte como para constituirse en testigos solventes de la realidad del milagro. Todavía era posible que la mayoría negara que en efecto había resucitado. Este es exactamente el sentimiento que registra San Mateo. Cuando Él se apareció sobre una montaña en Galilea a sus apóstoles y a otros, da la impresión de que (tal vez los quinientos hermanos que menciona San Pablo en I Cor. XV:6) “algunos dudaron” de que fuera Él (Mt. XVIII:17). ¿Y cómo podría ser de otro modo? Estos no disponían de medios para cerciorarse de que realmente estaban viendo a Él mismo, al que había sido crucificado, muerto y sepultado. Otros, aun admitiendo que era Jesús, habrían negado que hubiese muerto alguna vez. No habiéndolo visto muerto sobre la cruz, podrían haber alegado que fue descendido del patíbulo antes de morir y luego curado. Semejante supuesto habría sido excusa bastante para aquellos que no querían creer. Y los más ignorantes habrían imaginado que en realidad habían visto un espíritu y no un hombre de carne y hueso. Se habrían determinado a creer que el milagro no era más que una ilusión mágica, tal como los fariseos lo habían sugerido anteriormente cuando adscribían sus obras a Belcebú; y no se habrían convertido en hombres mejores ni más religiosos por el sólo hecho de verlo, al igual que hoy en día cuando la gente del común no cambia por efecto de historias de aparecidos y de brujas.

Por descontado que habría sido así; los jefes de los sacerdotes no se habrían conmovido en absoluto; y el populacho, por mucho que se mostrara conmovidos por entonces, no lo habría estado por mucho tiempo, no a los efectos prácticos, no de tal manera que salieran al mundo para proclamar lo que habían oído y visto, para predicar el Evangelio. Esto es lo que debemos recordar en todo tiempo mientras consideramos que la razón misma de que Cristo se mostrara siquiera a algunos no era sino para suscitar testigos de su resurrección, ministros de su palabra, fundadores de su Iglesia―y que en modo alguno sería dable concebir que el populacho encarase semejante empresa...

Por otra parte, sería bueno que nos detuviéramos en considerar los medios que Él, de hecho y en su divina sabiduría, dispuso para que su resurrección resultara eficaz en la propagación de la buena nueva.

Para eso se mostró abiertamente, no al pueblo todo, sino solo ante testigos elegidos y predestinados ante Dios. En verdad, constituye una característica general de su Providencia erigir a unos pocos en canales de sus bendiciones para muchos. Mas en el caso que nos ocupa, unos pocos fueron seleccionados para tal fin, porque sólo unos pocos podían (hablando humanamente) convertirse en sus instrumentos. Como ya he dicho, para ser testigos de su resurrección era imprescindible que hubiesen conocido íntimamente a Nuestro Señor antes de su muerte. Fue el caso de los apóstoles, pero no era suficiente. Además resultaba necesario que estuviesen seguros de que era Él mismo, el mismísimo que habían conocido antes. Recordarán cómo Él los urgió a que lo tocasen y que estuviesen seguros de que pudieran atestiguar su resurrección. Eso mismo aparece en el texto que comentamos: “testigos predestinados por Dios, nosotros, los que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección de entre los muertos”. Y no sólo se requería que lo conociesen sino que su recuerdo debía quedar estampado en sus almas como el resorte principal del resto de su vida. Pero no es fácil convocar a los fieles para ser abogados de ninguna causa. No sólo la multitud es veleidosa sino que los mejores, si no son urgidos, instruidos, disciplinados en su trabajo, también aflojan: la naturaleza sin formación carece de principios.

Pareciera, pues, que Nuestro Señor le prestó atención a unos pocos, puesto que si esos pocos eran ganados para la causa, muchos los seguirían. A estos pocos se mostró una y otra vez. A estos restauró, consoló, advirtió, inspiró. Los hizo a su imagen para que pudiesen llevar adelante su alabanza. Este, su gracioso procedimiento se pone de manifiesto para nosotros en las primeras palabras del libro de los Hechos: “Jesús comenzó a obrar y enseñar hasta el día en que fue recibido en lo alto, después de haber instruido por el Espíritu Santo a los apóstoles que había escogido; a los cuales también se mostró vivo después de su pasión, dándoles muchas pruebas, siendo visto de ellos por espacio de cuarenta días y hablando de las cosas del reino de Dios” (Hechos, I: 1-3). Considerad entonces, si se nos permite establecer la alternativa con debida reverencia, cuál de los dos procedimientos parece más adecuado, incluso según los cánones de la sabiduría humana, para formar predicadores del Evangelio para todas las naciones: ¿la exhibición de la resurrección al pueblo judío en general o este trato íntimo y preferencial con unos pocos para confirmarlos en la fe? Y tened presente que, hasta donde podemos entender, los dos procedimientos son inconsistentes entre sí, pues aquel período preparatorio de oración, meditación e instrucción por el que pasaron los apóstoles durante cuarenta días en la presencia visible de Nuestro Señor resultó posible como no lo podría haber sido si hubiesen estado siguiéndolo de plaza en plaza, en público, mezclándose con las ruidosas multitudes del mundo.

Ya lo he sugerido, esto que parece demasiado obvio como para insistir, que al elegir a unos pocos ministros de su misericordia que sería dispensada a la humanidad en general, Nuestro Señor no actuaba sino de conformidad con la regla general de la Providencia. Está claro que cualquier cambio importante es efectuado por pocos, no por muchos; por los resueltos, por los intrépidos, celosos, pocos. Es cierto que a veces las sociedades se caen a pedazos por culpa de su propia corrupción, lo que en cierto sentido es una metamorfosis sin recurso a instrumentos especiales elegidos o permitidos por Dios; pero eso, en el caso de una disolución, no de una empresa. Indudablemente mucho puede deshacerse por mediación de muchos, pero nada es hecho sino por quienes son especialmente formados para la acción. En medio de la hambruna, los hijos de Jacob se quedaron mirándose unos a otros, pero no hicieron nada. Uno o dos, de aspecto no muy formidable, pero con los corazones volcados a su trabajo―estos son los que hacen cosas. Estos son los que están preparados, no por una repentina conmoción, o por una vaga y general creencia en la verdad de su causa, sino que están profundamente impresionados por una instrucción sólida, a menudo repetida. Y toda vez que inevitablemente resulta más fácil instruir a unos pocos que a un gran número de gente, lógicamente los así enseñados siempre serán pocos. Gente como esta desparrama el conocimiento de la resurrección de Cristo a lo largo y a lo ancho de un mundo idolátrico. Estuvieron a la altura de las enseñanzas de su Señor y Maestro. El éxito que tuvieron refrenda apropiadamente su sabiduría al mostrarse a ellos, no al pueblo en general.

Por lo demás, recordad también esta otra razón por la que los testigos de la Resurrección fueron pocos―es porque estaban del lado de la verdad. Si los testigos habían de ser tales que realmente amaran y obedecieran a la verdad, por fuerza no podían ser muchos los elegidos. La causa de Cristo era la causa de la luz y de la religión y por tanto sus abogados y ministros no podían sino ser pocos. Es un viejo proverbio (que incluso los paganos aprueban) que “los muchos, son malos”. Cristo no confió su Evangelio a los muchos; si lo hubiese hecho, incluso podríamos haber presumido, de buenas a primeras, que no procedía de Dios. ¿Y cuál fue la tarea principal de su ministerio todo sino esta de elegir y de separar de la multitud a aquellos que serían recipientes dignos de su verdad? A medida que recorría el país una y otra vez, atravesando Galilea y Judea, todo el tiempo estaba poniendo a prueba los espíritus de los hombres rechazando a los más ruines que “lo honraban con los labios mientras sus corazones estaban lejos de Él” (Mt. XV:8), mientras se elegía especialmente a doce. Por un tiempo dejó de lado a muchos como pertenecientes a una generación pecadora y adúltera con la intención de hacer un último experimento con la masa cuando viniese el Espíritu. Pero a sus doce los acercó de inmediato y les enseñó. Luego los zarandeó, y uno se cayó; los once restantes escaparon como a través del fuego. ¿Y bien? Para estos fue que especialmente resucitó de nuevo; los visitó a ellos y les enseñó durante cuarenta días, pues fue en ellos que vio “el fruto de los tormentos de su alma” (Is. LIII:11), en ellos vio “que tenían en sí semillas según su especie” (Gén. I:12), y “prolongó sus días” (Dt. VI:2), y “el placer del Señor prosperó en sus manos” (Is. LIII:10). Estos fueron sus testigos, pues tenían el amor de la verdad en sus corazones. “Os he elegido”, les dice, “para que tengáis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn. XV:16).

Tanto pues, en lo que se refiere a la cuestión de por qué Cristo no se mostró al pueblo judío todo después de su resurrección. Y pregunto a mi turno ¿de qué habría servido? Un triunfo meramente pasajero sobre pecadores a quienes les está reservado un juicio en el otro mundo. Por otra parte, semejante proceder habría interferido con―no, peor aun, conspirado contra―el verdadero propósito de su resurrección: la propagación en todo el mundo de su Evangelio por medio de sus propios íntimos amigos y seguidores. Y lo que es más, esta preferencia por los pocos por encima de los muchos parece haber sido necesaria atento a la naturaleza humana. Todas las grandes empresas se realizan, no por una multitud, sino por la profunda determinación de unos pocos―y todavía me quedo corto: pues es de saber que en atención a la depravación del hombre, helás, apenas si nos será dado esperar que la causa de la verdad cuente con el favor popular. Y los instrumentos de Nuestro Señor fueron pocos, si no por otra razón, al menos por esta, porque más no se hallaron, porque en el Israel según la carne sólo se hallaron unos pocos fieles israelitas sin dolo ninguno.

Pues bien, observemos cuánta materia hay en todo esto para nuestra cautela y consuelo. De este retrato de la Iglesia naciente aprendemos lo que la Iglesia ha sido siempre desde entonces, esto es, en cuanto nos es dado entenderla. Muchos son los llamados, pocos los elegidos. Aprendemos a reflexionar sobre el gran peligro que corremos, no fuéramos a quedar excluidos del número de los elegidos y también advertimos que hemos de “velar y rezar para no caer en tentación” (Mt. XXVI:41), que tenemos que trabajar “con temor y temblor por nuestra salvación” (Fil. II:12), buscar la misericordia de Dios en su Santa Iglesia y rezarle siempre a Aquel que puede hacer que lo complazcamos cumpliendo su voluntad completando lo que Él una vez empezó.

Pero además de todo esto, también resultamos consolados; quedamos consolados cuantos vivimos humildemente en el temor de Dios. Quiénes son esos elegidos que en el seno de la Iglesia visible viven como santos cumpliendo con su vocación, sólo Dios lo sabe. Nada sabemos sobre el particular. En verdad podemos saber mucha cosa acerca de nosotros mismos, y algún juicio aproximado nos podemos formar de quienes nos son bien conocidos. Pero acerca del cuerpo general de los cristianos sabemos bien poco o nada. Constituye nuestro deber considerarlos cristianos, tratarlos como tales cuando aparecen en nuestras vidas, y amarlos; pero no es asunto de nuestra incumbencia ni hay por qué intentar adivinar cuál es el estado de su alma a los ojos de Dios. Así y todo, sin entrar en la cuestión referente a los consejos secretos de Dios, a efectos prácticos intentemos recibir esta verdad que se somete a nuestra consideración; quiero decir, le hablo a todos aquellos que tienen conciencia de un deseo y una seria intención de servir a Dios, más allá de los progresos que hacen en ese camino, e incluso dando de mano con la cuestión de si se atreven a aplicarse el título de cristianos en su sentido más sagrado, o no. Todos los que obedecen a la verdad están del lado de la verdad, y la verdad se impondrá. Pocos en número, pero fuertes en el Espíritu, despreciados por el mundo, y con todo abriéndose paso a fuerza de sufrimientos, los doce apóstoles derrotaron al poder de las tinieblas y establecieron la Iglesia Cristiana. Y esténse tranquilos todos aquellos que “aman al Señor Jesucristo con sinceridad” (Ef. Vi:24) que, débiles como parecen, y tan solos como están, sin embargo la “insensatez de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres” (I Cor. I:25). Los muchos son “engañadores”, y los sabios según el mundo “necios”; pero aquel que teme al Señor, “ese mismo será alabado” (Ps. CXXVII:1-2).

Los más excelentes dones del intelecto no duran más de una temporada. La elocuencia y el ingenio, la astucia y la habilidad, todos estos sirven muy bien para propagar rápidamente una causa, pero muere con ellos. No echa raíces en el corazón de los hombres, y no sobrevive a una generación. El consuelo de la verdad menospreciada es que su obra permanece. Sus palabras son pocas, pero viven. La fe de Abel, “habla aún, después de muerto” (Hebreos, XI: 4). La sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia. “No te acalores a causa de los malvados, ni envides a los que cometen la iniquidad. Porque muy pronto serán cortados, como el heno, y como hierba verde se secarán. Tú, espera en Yahvé y obra el bien… Pon tus delicias en Yahvé, y Él te otorgará lo que tu corazón busca. Entrega a Yahvé tu camino; confíate a Él y déjale obrar… Él hará aparecer tu justicia como el día, y tu causa como la luz meridiana… Más vale lo poco del justo que la gran opulencia de los muchos pecadores; porque serán quebrados los brazos de los impíos en tanto que a los justos los sostiene Yahvé… Vi al impío sumamente empinado y expandiéndose como un cedro del Líbano; pasé de nuevo, y ya no estaba; lo busqué, y no fue encontrado.” (Ps. XXXVII: 1-6, 16, 17, 35, 36). El mundo pagano se rió cuando los apóstoles predicaron la resurrección. Ellos y sus asociados fueron enviados como ovejas en medio de lobos; pero prevalecieron.

Y nosotros también, si bien no somos testigos actuales de la resurrección, sí lo somos espiritualmente. Mediante un corazón despierto entre los muertos, y por afectos que nos son enviados desde el cielo, podemos atestiguar que Cristo resucitó sin figuración alguna y con igual verdad, tanto como ellos. Aquel que cree en el Hijo de Dios tiene un testigo dentro suyo. La verdad da testimonio de sí misma por su Divino Autor. Quien obedece a conciencia y vive santamente obliga todos los que tiene a su alrededor a creer y temblar delante del poder invisible de Cristo. Por cierto que ante el mundo no atestigua gran cosa; pues sólo unos pocos pueden verlo lo bastante como para conmoverse por su modo de vida. Pero ante sus próximos manifiesta la verdad en la medida en que lo conocen; y algunos de entre ellos, mediante la bendición de Dios, se inflaman con la santa llama, la aprecian y a su vez la transmiten. Y así en un mundo en tinieblas la verdad todavía se abre camino a pesar de la oscuridad, pasando de mano en mano. Y así conserva su prestigio en lugares encumbrados, es reconocida como el credo de las naciones, mientras las muchedumbres de los ignorantes no se dan cuenta, todo el tiempo, en qué descansa, cómo llegó allí, cómo se mantiene firme. Y despreciándola, creen fácil desalojarla. Pero “el Señor reina”. Ha resucitado de entre los muertos. “Fijado está su trono desde ese tiempo; Tú eres desde la eternidad. Alzan los ríos, Yahvé, alzan los ríos su voz; alzan las olas su fragor. Pero, más poderoso que la voz de las muchas aguas, más poderoso que el oleaje del mar, es Yahvé en las alturas. Tus testimonios, Yahvé, son segurísimos; corresponde a tu casa la santidad por toda la duración de los tiempos” (Ps. XCIII:2-5).

Que estos sean nuestros pensamientos cada vez que el error prevaleciente nos induzca a la melancolía. Cuando el discípulo de San Pedro, Ignacio, fue traído ante el emperador romano, se llamó a sí mismo Teóforo; y cuando el emperador le preguntó al viejo débil por qué se llamaba a si mismo de ese modo, Ignacio dijo que era porque llevaba a Cristo en el pecho. Dio testimonio de que había un solo Dios, que hizo el cielo, la tierra, el mar y todo lo que contiene, y un solo Señor Jesucristo, su Hijo unigénito, “¡cuyo Reino (agregó) constituye mi herencia!”. El emperador le preguntó, “¿El Reino, dices tú, de quien fue crucificado bajo Poncio Pilato?”. El santo contestó: “Sí, el reino de quien crucificó mis pecados en su propio cuerpo y que ha puesto todo dolo y malicia de Satanás a los pies de quienes Lo llevan en sus corazones, tal como está escrito: «Habitaré en ellos y andaré en medio de ellos» (II Cor. VI:16)”.

Ignacio fue uno entre muchos, tal como San Pedro lo había sido antes de él, y fue condenado a morir igual que él―pero en su día, pasó la posta de la verdad. A la larga, nosotros la hemos recibido. Y por débiles que fuéramos, y por solos que estemos, ¡Dios no permita que dejemos de pasarla a nuestra vez; glorificándolo con nuestras vidas, y en todas nuestras palabras y obras atestiguando la pasión de Cristo, su muerte y su resurrección!


Fuente: Et Voila

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