LA DEMOCRACIA - según Nicolás Gómez Dávila
 (presentamos  a continuación un célebre texto de don Nicolás sobre la democracia. En  él, gómez Dávila hace una auténtica demolición de la "teología" Gnóstica  que subyace a los planteamiento democráticos y nos muestra la verdadera  faz de ese nuevo ídolo con pies de barro que ha subyugado a la  conciencia occidental)
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Indiferente  a la originalidad de mis ideas, pero celoso de su coherencia, intento  trazar aquí un esquema que ordene, con la menor arbitrariedad posible,  algunos temas dispersos, y ajenos. Amanuense de siglos, sólo compongo  un centón[1] reaccionario.
Si un propósito didáctico me orientara, habría escuchado  sin provecho la dura voz reaccionaria. Su escéptica confianza en la  razón nos disuade tanto de las aseveraciones enfáticas, como la de las  impertinencias pedagógicas. Para el pensamiento reaccionario, la  verdad no es objeto que una mano entregue a otra mano, sino conclusión  de un proceso que ninguna impaciencia precipita. La enseñanza  reaccionaria no es exposición dialéctica del universo, sino diálogo  entre amigos, llamamiento de una libertad despierta a una libertad  adormecida.
Demasiado  consciente de fundarse sobre evidencias circunscritas, sobre  raciocinios cuya validez se confina en determinados universos de  discurso, sobre un cauteloso acecho a la novedad de la vida, el  pensamiento reaccionario teme la postiza simetría de los conceptos, los  automatismos de la lógica, la fascinación de las simplificaciones  ligeras, la falacia de nuestro anhelo de unidad.
Estas  páginas sistemáticas no descuidan sus preceptos. Para un pensamiento  precavido, los sistemas no degeneran en retórica de ideas. Lejos de  paralizarnos en una complacencia dogmática, los sistemas nos obligan a  una creciente perspicacia. Ante el sistema, donde se objetiva y se  plasma, el pensamiento se asume. Su espontaneidad ciega se muda en  conciencia de sus postulados, de su estructura, y de sus fines. Cada  sistema sucesivo viola sucesivas inocencias. Cada sistema restaura una  meditación que nos libera.
Este  parcial intento es artificio de un pensamiento reaccionario. Morada  pasajera de un huésped obstinado. No inicio catequización alguna ni  ofrezco recetarios prácticos. Ambiciono, tan solo, trazar una curva  límpida.
Tarea ociosa. Lucidez estéril. Pero los textos reaccionarios no son más que estelas conminatorias entre escombros.
El  diálogo entre democracias burguesas y democracias populares carece de  interés, aun cuando no carezca de vehemencia, ni de armas.
Tanto  capitalismo y comunismo, como sus formas híbridas, vergonzantes o  larvadas, tienden, por caminos distintos, hacia una meta semejante. Sus  partidarios proponen técnicas disímiles, pero acatan los mismos  valores. Las soluciones los dividen; las ambiciones los hermanan.  Métodos rivales para la consecución de un fin idéntico. Maquinarias  diversas al servicio de igual empeño.
Los  ideólogos del capitalismo no rechazan el ideal comunista; el comunismo  no censura el ideal burgués. Al investigar la realidad social del  concurrente, para denunciar sus vicios, o disputar la identificación  exacta de sus hechos, ambos juzgan con criterio análogo. Si el comunismo  señala las contradicciones económicas, la alienación del hombre, la  libertad abstracta, la igualdad legal de las sociedades burguesas, el  capitalismo subraya, paralelamente, la impericia de la economía, la  absorción totalitaria del individuo, la esclavitud política, el  restablecimiento de la desigualdad real en las sociedades comunistas.  Ambos aplican un mismo sistema de normas, y su litigio se limita a  debatir la función de determinadas estructuras jurídicas. Para el uno la  propiedad privada es estorbo, para el otro, estímulo; pero ambos  coinciden en la definición del bien que la propiedad estorba o estimula.
Aunque  insistan ambos sobre la abundancia de bienes materiales que resultará  de su triunfo, y aun cuando sean ambos augurios de hartazgo, tanto la  miseria que denuncian como la riqueza que encomian sólo son las más  obvias especies de lo que rechazan o ambicionan. Sus tesis económicas  son vehículo de aspiraciones fabulosas.
Ideologías  burguesas e ideologías del proletariado son, en distintos momentos, y  para distintas clases sociales, portaestandartes rivales de una misma  esperanza. Todas se proclaman voz impersonal de la misma promesa. El  capitalismo no se estima ideología burguesa sino construcción de la  razón humana; el comunismo no se declara ideología de clase sino porque  afirma que el proletariado es delegado único de la humanidad. Si el  comunismo denuncia la estafa burguesa, y el capitalismo el engaño  comunista, ambos son mutantes históricos del principio democrático;  ambos ansían una sociedad donde el hombre se halle, en fin, señor de su  destino.
Rescatar  al hombre de la avaricia de la tierra, de las lacras de su sangre, de  las servidumbres sociales es su común propósito. La democracia espera la  redención del hombre, y reivindica para el hombre la función  redentora.
Vencer  nuestro atroz infortunio es el más natural anhelo del hombre, pero  sería irrisorio que el animal menesteroso, a quien todo oprime y  amenaza, confiara en su sola inteligencia para sojuzgar la majestad del  universo si no se atribuyese una dignidad mayor y un origen más alto.  La democracia no es procedimiento electoral, como lo imaginan católicos  cándidos; ni régimen político como lo pensó la burguesía hegemónica del  siglo XIX; ni estructura social como lo enseña la doctrina  norteamericana; ni organización económica como lo exige la tesis  comunista.
Quienes  presenciaron la violencia irreligiosa de las convulsiones democráticas  creyeron observar una sublevación profana contra la alienación sagrada.  Aun cuando la animosidad popular sólo estalle esporádicamente en  tumultos feroces o burlescos, una crítica sañuda del fenómeno religioso y  un laicismo militante acompañan, sorda y subrepticiamente, la  historia democrática. Sus propósitos explícitos parecen subordinarse a  una voluntad más honda —a veces oculta, a veces pública, callada a  veces, a veces estridente— de secularizar la sociedad y el mundo. Su  fervor irreligioso, y su recato laico, proyectan limpiar las almas de  todo excremento místico.
Sin  embargo, otros observadores de sus instantes críticos o de sus formas  extremas han repetidamente señalado su coloración religiosa. El  dogmatismo de sus doctrinas, su propagación infecciosa, la consagración  fanática que inspira, la confianza febril que despierta han sugerido  paralelos inquietantes. La sociología de las revoluciones democráticas  resucita categorías elaboradas por la historia de las religiones:  profeta, misión, secta. Metáforas curiosamente necesarias.
El  aspecto religioso del fenómeno democrático suele explicarse de dos  maneras distintas: para la sociología burguesa, las semejanzas resultan  del sacudimiento que tumultos sociales propagan en los estratos  emotivos en donde estiman que la religión se origina; para la sociología  comunista, la similitud confirma el carácter social de las actitudes  religiosas. Allí toda emoción intensa asume formas religiosas; aquí  toda religión es disfraz de fines sociales.
La  sociología burguesa no alcanza la penetración de las tesis marxistas.  Las vagas genealogías con que se satisface no se comparan a la  identificación precisa que el marxismo define. El rigor del sistema  marxista lo precave de equívocos; espejo de la verdad, podría decirse  que basta invertirlo para no errar. 
Las  filosofías de la historia, más que síntesis ambiciosas son  herramientas del conocimiento histórico. Cada filosofía se propone  definir la relación entre el hombre y sus actos.
El  problema de la filosofía de la historia es de una generalidad absoluta  porque todo objeto de la conciencia es acto anteriormente a la  definición de su estatuto metafísico, que es acto también. La manera de  definir la relación entre el hombre y sus actos determina toda  explicación del universo.
Las  definiciones filosóficas de la relación concreta son teorías de la  motivación humana. Las teorías interrogan los hechos para despertarlos  de su inercia insignificativa, y penetran, como nexos inteligibles, en  su masa amorfa. Ninguna teoría es falsa porque la relación concreta es  estructura compleja y rica; pero cada una, aisladamente, sacrifica la  espesa trama histórica a una ordenación arbitraria y descarnada. Para  evitar falsificaciones patentes, el historiador emplea, simultánea o  sucesivamente, las diversas teorías propuestas: urgencia del instinto,  determinación étnica, condicionamiento geográfico, necesidad económica,  progresión intelectual, propósito axiológico, resolución caprichosa;  pero aún si el tacto de la imaginación lo protege de las torpezas  sistemáticas, la incoherencia de su procedimiento lo limita a una  yuxtaposición casual de factores. Las diversas teorías no forman sendos  sistemas cerrados, ni su agrupación accidental sobrepasa aciertos  esporádicos y fortuitos.
Toda  situación histórica encierra la totalidad de motivaciones posibles (con  una predominancia alternada), y las concretas configuraciones de  motivos dependen de un principio general que las ordena. A cualquier  tipo de motivación a que preferencialmente pertenezca, y en cualquier  configuración en donde se sitúe, todo acto cualquiera se halla orientado  por una opción religiosa previa.
Tanto  los encadenamientos lineales de actos de igual especie, como los  vínculos entre agrupaciones de actos heterogéneos, son función de su  campo religioso. El individuo ignora usualmente la opción primigenia que  lo determina; pero el rumbo de sus instintos, la preeminencia de tal o  cual carácter étnico, la prevalencia de diversas influencias  geográficas, la vigencia de determinada necesidad económica, la  preponderación de ciertas conclusiones especulativas, la validez de unos  u otros fines, la primacía de voliciones distintas, son efectos de una  opción radical ante el ser, de una postura básica ante Dios.
Todo  acto se inscribe en una multitud simultánea de contextos; pero un  contexto unívoco, inmoto y último los circunscribe a todos. Una noción  de Dios, explícita o tácita, es el contexto final que los ordena.
La  relación entre el hombre y sus actos es una relación mediatizada. La  relación entre el hombre y sus actos es relación entre definiciones de  Dios y actos del hombre. El individuo histórico es su opción religiosa.
Ninguna  situación concreta es analizable sin residuos o dilucidable  coherentemente mientras no se determine el tipo de fallo teológico que  la estructura. El análisis religioso que permite dibujar las  articulaciones de la historia, la disposición interna de los hechos, y  el orden auténtico de la persona es de carácter empírico, y no  presupone, ni para definirlo, ni para aplicarlo, una fe cualquiera. Sin  presumir la objetividad de la experiencia religiosa, constatando tan  solo su realidad fenomenal, el análisis la asume, metódicamente, como  factor determinante de toda condición concreta.
Sólo  el análisis religioso, al sondar un hecho democrático cualquiera, nos  esclarece la naturaleza del fenómeno y nos permite atribuír a la  democracia su dimensión exacta. Procediendo de distinta manera nunca  logramos establecer su definición genética, ni mostrar la coherencia de  sus formas, ni relatar su historia.
La  democracia es una religión antropoteísta. Su principio es una opción de  carácter religioso, un acto por el cual el hombre asume al hombre como  Dios.
Su  doctrina es una teología del hombre-dios; su práctica es la realización  del principio en comportamientos, en instituciones y en obras.
La  divinidad que la democracia atribuye al hombre no es figura de  retórica, imagen poética, hipérbole inocente, en fin, sino definición  teológica estricta. La democracia nos proclama con elocuencia, y usando  de un léxico vago, la eminente dignidad del hombre, la nobleza de su  destino o de su origen, su predominio intelectual sobre el universo de  la materia y del instinto. La antropología democrática trata de un ser a  quien convienen los atributos clásicos de Dios.
Las  religiones antropoteístas forman un grupo homogéneo de actitudes  religiosas que no es lícito confundir con las teologías panteístas. El  dios del panteísmo es el universo mismo como vuelo de un gran pájaro  celeste; para el antropoteísmo el universo es estorbo o herramienta del  dios humano.
El  antropoteísmo, ante la miseria actual de nuestra condición, define la  divinidad del hombre como una realidad pasada, o como una realidad  futura. En su presente de infortunio el hombre es un dios caído o un  dios naciente. El antropoteísmo plantea un primer dilema al dios  bifronte.
Las  cosmogonías órficas y las sectas gnósticas son antropoteísmos  retrospectivos; la moderna religión democrática es antropoteísmo  futurista. Aquellas son doctrina de una catástrofe cósmica, de un dios  desmembrado, de una luz cautiva; ésta es doctrina de una teogonía  dolorosa.
El  antropoteísmo retrospectivo es un dualismo sombrío; el antropoteísmo  futurista, un monismo jubiloso. La doctrina dualista enseña la absorción  del hombre en la materia prava[2]  y el retorno penoso a su esplendor pretérito; la doctrina monista  anuncia la germinación de su gloria. Dios prisionero en la torpe inercia  de su carne, o dios que la materia levanta como su grito de victoria.  El hombre es vestigio de su condición perdida, o arcilla de su  condición futura.
Antropoteísmos  dualistas y antropoteísmo monista son anomismos éticos. Ambos se  compactan en secta de elegidos. Ambos son insurrecciones metafísicas.
La  doctrina democrática es una superestructura ideológica, pacientemente  adaptada a sus postulados religiosos. Su antropología tendenciosa se  prolonga en apologética militante. Si la una define al hombre de manera  compatible con su divinidad postulada, la otra, para corroborar el  mito, define al universo de manera compatible con esa artificiosa  definición del hombre. La doctrina no tiene finalidad especulativa.  Toda tesis democrática es argumento de litigante, y no veredicto de  juez.
Una breve definición mueve su máquina doctrinal.
Con el fin de cumplir su propósito teológico, la antropología democrática define al hombre como voluntad.
Para  que el hombre sea dios, es forzoso atribuirle la voluntad como esencia,  reconocer en la voluntad el principio y la materia misma de su ser. La  voluntad esencial, en efecto, es suficiencia pura. La voluntad  esencial es atributo tautológico de la autonomía absoluta. Si la esencia  de un ser no es su voluntad el ser no es causa de sí mismo sino efecto  del ser que determina su esencia. Si la esencia humana excede la  voluntad del hombre ese excedente lo sujeta a una voluntad externa. El  hombre democrático no tiene naturaleza sino historia: voluntad  inviolable que su aventura terrestre disfraza pero no altera.
Si  la voluntad es su esencia el hombre es libertad pura porque la libertad  es determinación autónoma. Voluntad esencial, el hombre es esencial  libertad. El hombre democrático no es libertad condicionada, libertad  que una naturaleza humana supedita, sino libertad total. Sólo sus actos  libres son actos de su esencia, y lo que aminora su libertad lo corroe.  El hombre no puede someterse sin dimitir. Su libertad no prescribe  porque una esencia no prescribe.
Como  su libertad no es concesión de una voluntad ajena sino acto analítico  de su esencia la autonomía de la voluntad es irrestricta, y su  soberanía, perfecta. Sólo la volición gratuita es legítima, porque sólo  ella es soberana.
Siendo  soberana, la voluntad es idéntica en todos. Accidentes que no alteran  la esencia nos distinguen. La diferencia entre los hombres no afecta la  naturaleza de la voluntad en ninguno, y una desigualdad real violaría  la identidad de esencia que los funda. Todos los hombres son iguales a  pesar de su variedad aparente.
Para la antropología democrática los hombres son voluntades libres, soberanas e iguales.
Después de asentar su definición antropológica la doctrina procede a elaborar las cuatro tesis ideológicas de su apologética.
La primera, y la más obvia, de las ideologías democráticas es el ateísmo patético.
La  democracia no es atea porque haya comprobado la irrealidad de Dios  sino porque necesita rigurosamente que Dios no exista. La convicción de  nuestra divinidad implica la negación de su existencia. Si Dios  existiese el hombre sería su criatura. Si Dios existiese el hombre no  podría palpar su divinidad presunta. El Dios trascendente anula nuestra  inútil rebeldía. El ateísmo democrático es teología de un dios  inmanente.
Para  confirmar nuestra divinidad problemática el ateísmo enseña que los  otros dioses son inventos del hombre: hijos del terror o del sueño;  símbolos de la sociedad o de nuestras raíces obscenas; mitos que cumplen  la alienación suprema. La democracia afirma que la carroña de la  libertad humana es cuna de los enjambres sagrados.
La idea del progreso es la teodicea[3]  del antropoteísmo futurista, la teodicea del dios que despierta desde  la insignificancia del abismo. El progreso es la justificación de la  condición actual del hombre y de sus ulteriores teofanías.
El  ser que reprime, con ritos precarios, el murmullo de su animalidad  recalcitrante no cree en su divinidad oculta sino imagina que la materia  primitiva es máquina productora de dioses. Si un proceso de  perfeccionamiento inevitable no suplanta la reiteración del tiempo, si  lo complejo no proviene de lo simple, si lo inferior no engendra los  términos superiores de las series, si la razón no emerge de una  neutralidad pretérita, si la noche no es preparación evangélica a la  luz, si el bien no es faz del mal arrepentido, el hombre no es dios. No  bastan las recetas que almacena para que su inteligencia presienta, en  el cálculo de comportamientos externos, premisas de su omnisciencia  futura. No basta la leve impronta de sus gestos sobre la corteza de la  tierra para presumir que la astucia de sus manos le prepara una  omnipotencia divina. El progreso es dogma que requiere una fe previa.
Para  garantizar al hombre que transformará el universo y logrará labrarlo a  la medida de su anhelo la democracia enseña que nuestro esfuerzo  demiúrgico prolonga el ímpetu que solevanta la materia. Que el motor del  progreso sea una dialéctica interna, un pasaje de la homogeneidad  primitiva a una heterogeneidad creciente, una serie de emergencias  sucesivas, o el empeño atrevido de un aborto de la necesidad, la  doctrina supone que un demiurgo ausente, desde su inexistencia primera,  elabora el alimento de su epifanía futura.
La  teoría de los valores es la más espinosa empresa de la ideología  democrática. Ateísmo y progreso sólo piden una retórica enfática porque  la existencia de Dios no es obvia, porque un simple ademán hacia el  futuro confirma la fe de un progresista vacilante; mientras que la  presencia de valores es hecho que anula los postulados democráticos con  insolencia tranquila.
Si  placer y dolor ya muestran una independencia inquietante, ¿qué subsiste  de nuestra divinidad proclamada si la verdad nos ata a una naturaleza  de las cosas, si el bien obliga como un llamamiento irresistible, si la  belleza existe en la pulpa del objeto? Si el hombre no es el supremo  hacedor de los valores el hombre es un viajero taciturno entre  misterios, el hombre atraviesa los dominios de un incógnito monarca.
Según  la doctrina democrática el valor es un estado subjetivo que comprueba  la concordancia entre una voluntad y un hecho. La objetividad del valor  es función de su generalidad empírica, y su carácter normativo proviene  de su referencia vital. Valor es lo que la voluntad reconoce como suyo.
La  reducción del valor a su esquema básico procede con astucias diversas.  Ciertas teorías prefieren una reducción directa, y enseñan que valor es  meramente lo que el hombre declara serlo. Pero las teorías más  usuales eligen rutas menos obvias. La función biológica, o la forma  social, suplantan la voluntad desnuda y representan su manifestación  concreta.
Placer  y dolor aparecen como síntomas de una vida que se cumple o que fracasa;  el bien es el signo de un feliz funcionamiento biológico o de un acto  propicio a la supervivencia social; la belleza es indicio de una posible  satisfacción de instintos, de una exaltación posible de la vida, o  expresión auténtica de un individuo, reflejo auténtico de una sociedad;  verdad, en fin, es el arbitrio que facilita el apoderamiento del mundo.  Éticas utilitarias o sociales, estéticas naturalistas o  expresionistas, epistemologías pragmáticas o instrumentales intentan  reducir el valor a su esquema prepuesto y no son más que artefactos  ideológicos.
La última tesis de la apologética democrática es el determinismo universal. Para afianzar sus profecías, la doctrina necesita un universo rígido. La acción eficaz requiere  un comportamiento previsible, y la indeterminación casual suprime la  certeza del propósito. Como el hombre no sería soberano sino en un  universo regido por una necesidad ciega, la doctrina refiere a  circunstancias externas los atributos del hombre. Si el mundo, la  sociedad y el individuo no son, en efecto, reductibles a meras  constantes casuales, aún el empeño más tenaz, más inteligente y más  metódico puede fracasar ante la naturaleza inescrutable de las cosas,  ante la insospechable historia de las sociedades, ante las  imprevisibles decisiones de la conciencia humana. La libertad total del  hombre pide un universo esclavizado. La soberanía de la voluntad humana  sólo puede regentar cadáveres de cosas.
Como  un determinismo universal arrastra la libertad misma que lo proclama,  la doctrina recurre, para esquivar la contradicción que la anula, a una  acrobacia metafísica que transporta al hombre, desde su pasividad de  objeto, hasta una libertad de dios repentino.
Al  realizarse en comportamientos, en instituciones y en obras, el  principio democrático procede con severa coherencia. La aparente  confusión de sus fenómenos patentiza la extraordinaria constancia de la  causa. En circunstancias diversas los rumbos son distintos para que el  propósito permanezca intacto. 
Dos  formas sucesivas del principio inspiran la práctica democrática: el  principio como voluntad soberana o como voluntad auténtica.
No  concediendo legitimidad sino a la voluntad gratuita, la democracia  individualista y liberal traduce, en norma inapelable, los equilibrios  momentáneos de voluntades afrontadas en un múltiple mercado electoral.  El correcto funcionamiento del mercado supone un campo raso expurgado de  resabios éticos, escamondado de prestigios pretéritos, limpio de los  despojos del pasado. La validez de las decisiones políticas y de las  decisiones económicas es función de la presión que ejerce la voluntad  mayoritaria. Las reglas éticas y los valores estéticos resultan del  mismo equilibrio de fuerzas. Los mecanismos automáticos del mercado  determinan las normas, las leyes y los precios.
Para  la democracia individualista y liberal la volición es libre de  obligaciones internas pero sin derecho de apelar a instancias  superiores contra las normas populares, contra la ley formalmente  promulgada o contra el precio personalmente establecido. El demócrata  individualista no puede declarar que una norma es falsa sino que anhela  otra; ni que una ley no es justa sino que quiere otra; ni que un precio  es absurdo sino que otro le conviene. La justicia, en una democracia  individualista y liberal, es lo que existe en cualquier momento. Su  estructura normativa es configuración de voluntades, su estructura  jurídica suma de decisiones positivas, y su estructura económica  conjunto de actos realizados.
La  democracia individualista suprime toda institución que suponga un  compromiso irrevocable, una continuidad rebelde a la deleznable trama de  los días. El demócrata rechaza el peso del pasado y no acepta el riesgo  del futuro. Su voluntad pretende borrar la historia pretérita y labrar  sin trabas la historia venidera. Incapaz de lealtad a una empresa  remitida por los años su presente no se apoya sobre el espesor del  tiempo; sus días aspiran a la discontinuidad de un reloj siniestro.
La  sociedad regida por la primera forma del principio democrático inclina  hacia la anarquía teórica de la economía capitalista y del sufragio  universal. 
El  principio reviste su segunda forma cuando el uso de la libertad amenaza  los postulados democráticos. Pero la transformación de la democracia  liberal e individualista en democracia colectiva y despótica no  quebranta el propósito democrático ni adultera los fines prometidos. La  primera forma contiene y lleva la segunda como una prolongación  histórica posible y como una consecuencia teórica necesaria.
En  efecto; si todos los hombres son voluntades libres, soberanas e  iguales ninguna voluntad puede sojuzgar legítimamente a las otras; pero  como la voluntad no puede tener más objeto legítimo que su propia  esencia, como toda voluntad que no tenga su esencia por objeto se niega y  se anula, cualquier voluntad individual que no tenga por objeto su  libertad, su soberanía y su igualdad peca contra su esencia auténtica, y  puede ser legítimamente obligada por una voluntad recta a obedecerse a  sí misma. No importa que la rebeldía contra su propia esencia sea acto  de una sola voluntad, de una multitud de voluntades, de la cuasi  totalidad de voluntades existentes en un instante preciso o de la  totalidad misma porque la doctrina democrática necesariamente postula,  frente a las voluntades pervertidas e insurrectas, una voluntad general  proba consigo misma, leal a su esencia, cuya legitimidad puede ser  representada por una sola voluntad recta. Mayoría, partido minoritario o  individuo, la legitimidad democrática no depende de un mecanismo  electoral sino de la pureza del propósito.
La  democracia colectivista y despótica somete las voluntades apóstatas a  la dirección autocrática de cualquier nación, clase social, partido o  individuo que encarne la voluntad recta. Para la democracia colectivista  y despótica, la realización del propósito democrático prima sobre toda  consideración cualquiera. Todo es lícito para fundar una igualdad real  que permita una libertad auténtica donde la soberanía del hombre se  corona con la posesión del universo. Las fuerzas sociales deben ser  encauzadas con decisión inquebrantable hacia la meta apocalíptica,  barriendo a quien estorbe, liquidando a quien resista. La confianza en  su propósito corrompe al demócrata autoritario, que esclaviza en nombre  de la libertad y espera el advenimiento de un dios en el envilecimiento  del hombre.
La  realización práctica del principio democrático reclama, en fin, una  utilización frenética de la técnica y una implacable explotación  industrial del planeta.
La  técnica no es producto democrático, pero el culto de la técnica, la  veneración de sus obras, la fe en su triunfo escatológico, son  consecuencias necesarias de la religión democrática. La técnica es la  herramienta de su ambición profunda, el acto posesorio del hombre sobre  el universo sometido. El demócrata espera que la técnica lo redima del  pecado, del infortunio, del aburrimiento y de la muerte. La técnica es  el verbo del hombre-dios.
La  humanidad democrática acumula inventos técnicos con manos febriles.  Poco le importa que el desarrollo técnico la envilezca o amenace su  vida. Un dios que forja sus armas desdeña las mutilaciones del hombre.
Demonios  y dioses nacen lejos de la mirada de los hombres, y su infancia se  aletarga en moradas subterráneas. La religión democrática anida en las  criptas medievales, en la sombra húmeda donde bullen las larvas de  textos heréticos.
La  predicación clandestina de mitos dualistas no calla bajo el despotismo  de los emperadores ortodoxos. Los anatemas conciliares, las sentencias  de los prefectos imperiales, los tumultos de la piedad popular, sofocan  temporariamente la voz nefanda, pero sus ecos resucitan en villorrios  montañeses, en conventículos de ciudades fronterizas y entre las  legiones del imperio.
De  sus tierras de exilio la evangelización dualista se propaga, lejos de  la vigilante burocracia bizantina, hacia los laxos señoríos de  Occidente. Las aguas de la turbia riada sumergen sedes episcopales y  baten el granito del trono pontificio.
La  sombra tutelar y sangrienta del tercer Inocencio restaura la unidad  quebrada, pero en tierras apartadas y distantes, en Calabria, sobre el  Rhin, entre telares flamencos, una nueva religión ha nacido.
La moderna religión democrática se plasma cuando el dualismo bogomilo[5] y cátaro[6] se combina y fusiona con el mesianismo apocalíptico. En los parajes de su nocturna confluencia una sombra ambigua se levanta.
La esperanza mesiánica que el cristianismo cumple, y a su vez renueva, irrita reiteradamente la febril paciencia del hombre.
En inmensos aposentos de adobe y bitumen[7],  cráneos glabros, inclinados ante el monarca que apresa las manos  sagradas, entonan himnos de victoria que un salmista plagia para la  unción de reyezuelos. Las adulaciones irrisorias se transmutan bajo la  llamada profética y el ungido terrestre prefigura al ungido divino.  Cuando al templo destruído sólo sucede un templo profano los temas  mesiánicos esparcen su intacta virulencia. La impotencia política azuza  la esperanza mesiánica.
Mondado  de sus excrecencias carnales, el mesianismo transmite a la Iglesia,  sin embargo, el germen de sus terribles avideces. Muchedumbres esperan  el descenso de la ciudad celeste y la primera encarnación del Paracleto[8] anuncia, entre profetisas desnudas, las cosechas kiliásticas[9].
La  expectativa de un terrestre reino de los santos exalta la piedad de  solitarios y la miseria de las turbas. Anhelos del alma y venganzas de  la carne embriagan, con sus jugos ácidos, corazones contritos y  vanidades crispadas. El mesianismo vulgar se nutre de los más nobles  sueños y de las pasiones más viles. 
Pero  aún los mesianismos carnales esperan, como un don divino, la floración  sangrienta. Los milenarismos militantes son arrebatos de impaciencia  humana y no simulacros de omnipotencia divina.
Solamente  cuando el rector de la horda gemebunda, el constructor de la Jerusalén  celeste, el juez del tribunal irrecusable, es el hombre mismo, el  hombre solo; cuando el dios caído de las heterodoxias gnósticas se  confunde con la hipóstasis soteriológica[10]  de la teología trinitaria; solamente cuando el Mesías prometido es la  humanidad divinizada; solamente entonces el hombre-dios de la religión  democrática se yergue, lentamente, de su lodo humano.
Al  abandonar la penumbra de su incubación furtiva, la religión democrática  se propaga a través de los siglos elaborando, con maligna astucia, la  superestructura colosal de sus ideologías sucesivas. Hija del orgullo  humano, todo lo que inflama el orgullo enciende la fuliginosa antorcha.  Su propagación no requiere sino que el orgullo fulgure porque una nube  fugaz vela el sol inteligible. Pero el orgullo mismo crea las tinieblas  donde sólo su propia luz resplandece.
Toda  conversión acaece en las recámaras del alma, donde la libertad se rinde  a las instigaciones del orgullo. Nada existe que no pueda seducirnos;  una virtud que se deslumbra a sí misma, un vicio que se desfigura a sus  propios ojos. Basta que un solo tema nos adule para que acatemos la  doctrina entera. Cuando hemos sucumbido a la servil insidia, el  desorden aparente de nuestros actos obedece a una presión que lo  orienta.
Como  la doctrina democrática puede exhibir en cualquier instante y en  cualquier individuo la suma íntegra de sus consecuencias teóricas, su  historia no presenta un desenvolvimiento doctrinal sino una progresiva  posesión del mundo.
La democracia registra su bautismo sobre la faz escarnecida de Bonifacio VIII. El gesto procaz envuelve en la púrpura de su insulto, como en un sudario pontificio, el Sacro Imperio[11] agonizante y la sombra indiferente de los grandes papas medievales. Los legistas cesáreos[12] resucitan para restaurar la potestad tribunicia. El estado moderno ha nacido.
La  proclamación de la soberanía del estado necesita varios siglos pero  las reformas políticas y los separatismos religiosos que la preparan son  sucesos que una firme voluntad usurpa o elabora. Los estados  nacionales son retorta del estado soberano. 
Antes  de decretar la soberanía del hombre, la empresa democrática deslinda el  recinto donde la promulgación parezca lícita. En el laberinto jurídico  del estado medieval la predicación tropieza contra la libertad  patrimonial de algunos, contra las usurpaciones sancionadas de otros,  contra los fueros naturales de todos. Pero el estado que se estima solo  juez de sus actos e instancia final de sus pleitos, que no acata sino  la norma que su voluntad adopta y cuyo interés es la suprema ley, puede  constituirse en dios secularizado.
Al proclamar la soberanía del estado, Bodin concede al hombre el derecho de concertar su destino. El estado soberano es la primera victoria democrática.
El  estado soberano es un proyecto jurídico que el absolutismo monárquico  realiza; y los legistas del rey de Francia no son los servidores de una  raza sino de una idea. El monarca combate los poderes feudales, los  fueros provinciales, los privilegios eclesiásticos —para que nada  restrinja su soberanía— porque el estado debe abolir todo derecho que  pretenda precederlo, toda libertad que pretenda limitarlo. La  jurisdicción monárquica invade las jurisdicciones señoriales; la  autoridad pública suprime la autonomía comunal; el reformismo estatal  reemplaza la lenta mutación de las costumbres; y el despotismo  legislativo suplanta estructuras contractuales y pactadas. El  absolutismo enerva las fuerzas sociales y fabrica una burocracia  centralista que, al usurpar la función política, transforma los súbditos  del rey en siervos del estado.
La  soberanía del estado moderno se plasma en pluralismo de estados  soberanos en cuyo inestable equilibrio incuba la virulencia nacionalista  que corona sendos centralismos sofocantes con imperialismos  truculentos.
Como  todo episodio democrático suscita, en sus más fervientes propulsores,  un espasmo de angustia ante la pretensión que se desenmascara, cada  forma de la doctrina comporta una copia negativa que parece, tan solo,  su imagen descolorida y pálida, pero que es, en verdad, un reflejo  reaccionario ante el abismo. A medida que las supervivencias medievales  se extinguen, la historia de la democracia se reduce al conflicto entre  su principio puro y sus recelos reaccionarios, larvados en  supositicias[13] alternativas democráticas.
A  la soberanía del estado contesta el derecho divino de los reyes, que  no es formulación religiosa del absolutismo político sino la más eficaz  manera doctrinal de negarlo. Proclamar el derecho divino del monarca es  desmentir su soberanía y repudiar la irrecusable validez de sus actos.  Sobre el monarca de derecho divino imperan, jurídicamente, con la  religión que lo unge, el derecho natural que lo precede y la moral que  lo conmina.
El  cadalso del trágico Enero alzaría una imagen meramente patética si  hubiesen asesinado tan solo un delegado impotente del despotismo  monárquico, pero la imposibilidad de ratificar un cisma, violentando su  conciencia, lleva al Borbón flácido y tonto [Luis XVI], entre el silencio de cien mil personas, y bajo el redoble de tambores, hasta el más noble de sus tronos.
La  segunda etapa de la invasión democrática se inicia cuando el hombre  reclama, en el marco del estado soberano, la soberanía que la doctrina  le concede.
Toda  revolución democrática consolida al estado. El pueblo revolucionario no  se alza contra el estado omnipotente sino contra sus posesores  momentáneos. El pueblo no protesta contra la soberanía que lo oprime  sino contra sus detentadores envidiados. El pueblo reivindica la  libertad de ser su propio tirano.
Al  proclamar la soberanía popular, Rousseau anticipa su realización  plenaria pero forja la herramienta jurídica de las codicias burguesas.
El  heredero de las soberanías estatales, el monarca pululante de las  sociedades allanadas, se precipita sobre un mundo cedido a la avidez de  su apetito utilitario. La tesis de la soberanía popular troza los  ligamentos axiológicos de la actividad económica para que suceda a la  búsqueda de un sustento congruo el afán de una riqueza ilimitada. La  expansión burguesa agarrota el planeta en la red de sus trajines  insaciables.
La  era democrática presenta un incomparable desarrollo económico porque  el valor económico es parcialmente dúctil a los postulados democráticos.  El valor económico tolera una indefinida dilatación caprichosa y su  núcleo sólido se expande en elásticas configuraciones arbitrarias. El  hombre no es soberano, tampoco, de los valores económicos; pero la  posible alternancia de todos, y el carácter artificial de muchos,  permiten que el hombre presuma, ante ellos, una soberanía que el resto  del universo le niega. El valor económico es el menos absurdo emblema de  nuestra soberanía quimérica.
Un  notorio predominio de la función económica caracteriza la sociedad  burguesa, donde la economía determina la estructura, fija la meta y  mide los prestigios. El poder económico en la sociedad burguesa no  acompaña meramente, y da lustre, al poder social, sino lo crea; el  demócrata no concibe que la riqueza, en sociedades distintas, resulte de  los motivos que fundan la jerarquía social.
La  veneración de la riqueza es fenómeno democrático. El dinero es el  único valor universal que el demócrata puro acata porque simboliza un  trozo de naturaleza servible y porque su adquisición es asignable al  solo esfuerzo humano. El culto del trabajo con que el hombre se adula a  sí mismo es el motor de la economía capitalista; y el desdén de la  riqueza hereditaria, de la autoridad tradicional de un nombre, de los  dones gratuitos de la inteligencia o la belleza, expresa el puritanismo  que condena, con orgullo, lo que el esfuerzo del hombre no se otorga[14].
La  tesis de la soberanía popular entrega la dirección del estado al poder  económico. La clase portadora de la esperanza democrática encabeza,  inevitablemente, su agresión contra el mundo. El sufragio universal  elige, en sus comicios, los más vehementes defensores de las  aspiraciones populares; pero los parlamentarios elegidos gobiernan, con  la burguesía que absorbe los talentos, para la burguesía que  multiplica la riqueza.
Los  mandatarios burgueses del sufragio prohíjan el estado laico para que  ninguna intromisión axiológica perturbe sus combinaciones. Quien tolera  que un reparo religioso inquiete la prosperidad de un negocio, que un  argumento ético suprima un adelanto técnico, que un motivo estético  modifique un proyecto político, hiere la sensibilidad burguesa y  traiciona la empresa democrática.
La  tesis de la soberanía popular entrega, a cada hombre, la soberana  determinación de su destino. Soberano, el hombre no depende sino de su  caprichosa voluntad. Totalmente libre, el solo fin de sus actos es la  expresión inequívoca de su ser. La rapiña económica culmina en un  individualismo mezquino, por el cual la indiferencia ética se prolonga  en anarquía intelectual. La fealdad de una civilización sin estilo  patentiza el triunfo de la soberanía promulgada, como si una vulgaridad  impúdica fuese el trofeo apetecido por las faenas democráticas.[16]  En las llamas de la proclamación inepta, el individuo arroja, como  ropajes hipócritas, los ritos que lo amparan, las convenciones que lo  abrigan, los gestos tradicionales que lo educan. En cada hombre  liberado, un simio adormecido bosteza y se levanta.
La  aprensión reaccionaria, que provoca cada episodio democrático, inventa  la teoría de los derechos del hombre y el constitucionalismo político  para alambrar y contener las intemperancias de la soberanía popular.
Las  consecuencias de la tesis espantan a quienes la proclaman y les sugiere  remediar su error apelando a imprescriptibles derechos del hombre. El  proyecto revela su origen reaccionario a pesar de su endeble  argumentación metafísica porque substraer al pueblo soberano una  fracción de su poder presunto, por medio de una declaración solemne de  principios o de una constitución taxativa de derechos, es una felonía  contra los postulados democráticos.
El  liberalismo político hereda el ingrato deber de sofrenar las  pretensiones que parcialmente comparte. La confusión intelectual que lo  caracteriza y la lealtad dividida que lo enerva le impiden acogerse a  su franca estirpe reaccionaria, y lo designan, como víctima estupefacta  e inerme, a la violencia democrática. Pero el liberalismo mantuvo, a  pesar de su incompetencia teórica, vestigios de sagacidad política.
La tercera etapa de la conquista democrática es el establecimiento de una sociedad comunista.
El esquema clásico del Manifiesto no requiere rectificación alguna: la burguesía procrea el proletariado que la suprime.
La  sociedad comunista surge del proceso que engendra un proletariado  militante, una agrupación social pulverizada en individuos solitarios y  una economía cuya integración creciente necesita una autoridad  coordinada y despótica; pero tanto el proceso mismo como su triunfo  político resultan del propósito religioso que lo sustenta. El comunismo  no es una conclusión dialéctica, sino un proyecto deliberado.
En  la sociedad comunista la doctrina democrática desenmascara su  ambición. Su meta no es la felicidad humilde de la humanidad actual  sino la creación de un hombre cuya soberanía asuma la gestión del  universo. El hombre comunista es un dios que pisa el polvo de la tierra.
Pero  el demiurgo humano sacrifica la libertad posible del hombre en aras de  su libertad total. Si la indocilidad de la carne irrita su benevolencia  divina, y reclama una pedagogía sangrienta, el mito que lo embriaga le  certifica la inocencia del terror. Sin embargo, un entusiasmo pueril lo  protege, aún, de las abyecciones postreras.
El  propósito democrático extingue, lentamente, las luminarias de un culto  inmemorial. En la soledad del hombre, ritos obscenos se preparan.
El  tedio invade el universo donde el hombre no halla sino la  insignificancia de la piedra inerte o el reflejo reiterado de su cara  lerda. Al comprobar la vanidad de su empeño, el hombre se refugia en la  guarida atroz de los dioses heridos. La crueldad solaza su agonía.
El hombre olvida su impotencia y remeda la omnipotencia divina ante el dolor inútil de otro hombre a quien tortura.
En  el universo del dios muerto y del dios abortado, el espacio, atónito,  sospecha que su oquedad se roza con la lisa seda de unas alas.
Contra  la insurrección suprema una total rebeldía nos levanta. El rechazo  integral de la doctrina democrática es el reducto final, y exiguo, de  la libertad humana. En nuestro tiempo la rebeldía es reaccionaria o no  es más que una farsa hipócrita y fácil.
[1] m. Obra literaria, en verso o prosa, compuesta con sentencias y expresiones de autores diversos. (Real Academia de la Lengua).
[2] Adjetivo: Perverso, malvado y de dañadas costumbres. (Real Academia de la Lengua).
[3] Teodicea  es el tratado o estudio o discurso “natural” sobre dios: lo que el  hombre, sin nada que considere revelación o palabra venida de “fuera”,  puede decir sobre el ser o los seres superiores. 
[4] Determinismo significa  rigidez,  invariabilidad, funcionamiento mecánico perfectamente gobernable, leyes  inmutables operantes en las cosas. Sin esto el hombre no sería “rey”,  no podría gobernar, su voluntad libre sería como una burla.
[5] Esta  curiosa palabra significa amigo de Dios y es de procedencia eslava.  Gómez Dávila se refiere a las ideas dualistas nacidas en Bulgaria en la  mente de un sacerdote que así mismo se llamó de ese modo. 
[6] Los  cátaros fueron unos herejes del cristianismo que, por criticar la  estructura de la Iglesia y el ejercicio del poder de los eclesiásticos, y  llamándose a sí mismo puros (eso significa el nombre) terminaron  adoptando una fe distinta de la cristiana, maniquea. 
[7] Betún.
[8] El Espíritu Santo, llamado así por ser abogado. 
[9] Kliasta  o milenarista es quien mantiene la creencia en un reinado político de  Jesucristo que durará mil años (de allí ambos nombres). 
[10] Soteriología  es, en teología, el estudio de la salvación operada por Jesucristo,  segunda persona de la Santísima Trinidad encarnada como hombre perfecto.  Hipóstasis es la palabra griega para persona. Unión hipostática es la  que ocurrió en Jesucristo, una sola persona (la Segunda de la Santísima  Trinidad) pero con dos naturalezas.
[11] Sacro Imperio Romano-Germánico se llamó el Imperio cristiano que “siguió” al Imperio Carolingio, que fue, a su vez, el intento de restablecer el antiguo Imperio Romano cristiano. 
[12] Los conocedores y redactores de las leyes imperiales del César.
[13] Supuestas o fingidas.
[14] El  puritanismo, aunque debería aceptar sus tesis fundacional protestante  de la condición actual como señal de predestinación o condenación, rinde  un culto espantoso al esfuerzo, al trabajo, a la obra de las propias  manos: una especie de adoración al yo creador de la propia gloria. 
[15] Quien  no vea aquí el logro institucional y hecho cultura de la tentación  satánica y de su consecuente control del mundo, tan notorio incluso sin  comprender esta odiosa causa, o es un demócrata establecido en el poder,  o es un rico avariento gozoso con su riqueza o su insaciable sed de  ellas, o ya se ha creído un dios y no quiere que lo destronen del Olimpo  en el que se ha instalado, imaginativamente, claro, pero con efectos  bien reales. 
[16] Se  entiende así la defensa cerril del propio gusto para conservar la  propia elección: tan solo “buena” por ser propia, sin autoridad  concedida a nadie distinta del yo soberano.
 

 
 






 
 
 

 
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