lunes, 16 de abril de 2012

BONIFACIO VII, UN PONTIFICADO PROMETEDOR CON FINAL DESASTROSO

BONIFACIO VII, UN PONTIFICADO PROMETEDOR CON FINAL DESASTROSO:
LOS COMIENZOS, LLENOS DE ESPLENDOR

Al tratar del discutido Bonifacio VIII nos introducimos en una época tormentosa y trágica de la historia de la Iglesia. Su pontificado, que pudo ser la cumbre augusta del Medioevo, tuvo más bien el aspecto de un derrumbamiento, producido por súbito cataclismo, y es recordado como uno de los más polémicos. Con Celestino V -como un nuevo Poverello al estilo de San Francisco, enamorado de la pobreza evangélica- había triunfado un momento la tendencia espiritualista de los que soñaban en la reforma espiritualista de la Iglesia. La ingenuidad de unos, la ignorancia de otros, la exaltación apasionada de muchos, mezclándose con los intereses de muchos, hicieron irrealizable la ansiada reforma y hasta imposible el gobierno de la Iglesia.

Persuadido de su inexperiencia e incapacidad, elegido después de dos años de deliberaciones de los cardenales, el eremita Pietro da Morrone, Celestino V, que no tenía ninguna gana de ser pontífice y ni siquiera había puesto los pies en Roma, se despojó del manto pontifical para retornar a su amada vida eremítica. Que en este acto -que le convirtió en el último Papa que abdicó vountariamente- procedió con plena libertad, sin coacción externa, es indudable. Puramente legendaria y fantástica es la frase profética que se dijo había pronunciado Celestino V dirigiendose al cardenal Gaetani, su sucesor: “Intrabis ut vulpes, regnabis ut leo et morieris ut canis”.
Reunidos en el Castel Nuovo de Napoles los 24 cardenales que se hallaban en la ciudad (catorce italianos y ocho franceses), al tercer escrutinio salió elegido el cardenal de San Silvestre, Benedicto Gaetani, que tomó el nombre de Bonifacio VIII. Era el 24 de diciembre de 1294. Es de notarse que no le faltaron los votos de los poderosos Colonna, que sin embargo se convertirán muy pronto sus más encarnizados enemigos, como tantos otros. No hay que dar crédito a alguno que asegura que debió la tiara a las promesas que hiciera servilmente a Carlos II de Anjou, rey de Napoles. Había nacido en Anagni, de la noble familia de los Gaetani, por los años de 1230 o 1235.

Alto y robusto de cuerpo, daba impresión de fuerza, tanto física como moral, con un aspecto severo y majestuoso, manos largas y finas, mirada dura y altanera. Gozaba fama de buen canonista, muy experto en los negocios de la curia. Esa experiencia la había conseguido en los altos y variados cargos que los Romanos Pontífices le habían encomendado. Por concesión de Alejandro IV obtuvo en 1260 una canonjía en Todi, de donde era obispo su tío Pedro. Allí pudo conocer al notario Jacobo de Benedetti, que andando el tiempo será, con el nombre de Fra Jacopone, uno de sus más exaltados enemigos. En Todi cultivó los estudios jurídicos, que perfeccionó luego en la Universidad de Bolonia. En la de Paris no es probable que frecuentase ningún curso, a pesar del testimonio de algunos historiadores antiguos.

Enviado a Francia (mayo de 1264) como secretario del cardenal Simon de Brie (futuro Martin IV), conoció personalmente y admiro las virtudes del rey Luis IX, a quien más tarde pondrá en el catálogo de los santos. Con el mismo oficio siguio al cardenal Ottobono Fieschi (futuro Adriano V) en su legación a Inglaterra (1265-1267); entre las peripecias que allí le ocurrieron, él se complacía en contar como una vez estuvo asediado por el conde de Gloucester en la torre de Londres, de donde fue liberado por Eduardo, príncipe heredero. El papa Nicolás III lo nombro notario apostólico y lo empleó en delicadas comisiones. Martin IV lo creó cardenal en 1281, y dos años más tarde lo envió a Francia, donde se hallaba Carlos I de Anjou, con el fin de impedir que este monarca se batiese en duelo caballeresco con Pedro III de Aragón. En las letras credenciales se le describe como varón de alto consejo, fiel, perspicaz, laborioso, prudente y partidario de la casa de Anjou. Por partidario y amigo de los franceses era generalmente tenido, según el mismo confesó, de tal suerte que los cardenales romanos se lo echaban en cara.

Omitiendo otros cargos y comisiones brillantemente desempeñados por Benedicto Gaetani, tenemos que decir algo de su primer contacto con Felipe el Hermoso, porque, al mismo tiempo que nos revelara la fuerza agresiva y temeraria de su temperamento, nos descubre una de las raíces del gran conflicto posterior. Pretendía Nicolas IV levantar una cruzada que viniese en ayuda de los últimos restos del poderío cristiano en Palestina, lo cual no se podía alcanzar si los príncipes de Occidente no se ponían de acuerdo. A fin de negociar una paz firme entre Francia y Castilla, de una parte, Aragón y Sicilia de otra, mandó el papa una legación a Paris en marzo de 1290, al frente de la cual iba el cardenal Gaetani en compañía del cardenal Gerardo de Parma. Estos debían también poner remedio a ciertos abusos que cometían los oficiales del rey invadiendo los bienes de las iglesias.

Parece que, en este último punto, la diplomacia de los legados obtuvo por lo menos buenas palabras y promesas por parte del rey de Francia, con lo que el clero de aquella nación no pudo menos de sentirse contento y agradecido al cardenal Gaetani. Pero la simpatía se convirtió en aborrecimiento cuando en el sínodo nacional de Paris, convocado por el representante del Papa, se agitó la espinosa cuestión de las relaciones entre el clero secular y las órdenes mendicantes, a los cuales Martin IV había concedido un privilegio de poder administrar a los fieles el sacramento de la confesión sin contar para nada con los párrocos, lo que había suscitado grandes inquietudes en el clero francés, el cual se ilusionaba pensando que en el sínodo nacional seria revocado semejante privilegio, cosa que no ocurrió.

Cuando Benedicto Gaetani ascienda al supremo pontificado, fácil les será a sus adversarios soliviantar contra él a la Universidad de Paris. Bonifacio VIII no se arredrara. Atacará de frente y sin miedo, aunque también sin suficiente tacto y prudencia. Se empeñará en destruir a fuerza de rayos, como un Jupiter tronante, a cuantos le pongan resistencia, hasta caer oprimido bajo el peso de sus propios errores y de la iniquidad de sus contendientes.

Elegido Pontífice, Carlos II de Anjou no logro retenerlo en Nápoles. Más aún, hubo de acompañarlo a Roma. El viaje se dispuso rápidamente. El 4 de enero de 1295 salió del Castel Nuovo la brillante comitiva pontificia. Al pasar junto a Anagni tuvo Bonifacio la satisfacción de ver que sus compatriotas salían a festejarlo con bailes y regocijos, y otro tanto hicieron los nobles de la campiña romana, los Colonna, los Orsini, los Savelli, incorporándose al cortejo papal. Entrado en Roma, vino a su encuentro el prefecto de la ciudad y delante de la basilica Vaticana, el cardenal Mateo Rosso de Orsini le impuso la tiara pontificia. De allí se dirigió la pomposa cabalgata a la basílica y palacio de Letrán, sede habitual del Romano Pontífice. En medio de tanta gloria hubiera llorado amargamente si hubiera previsto el humillante y doloroso viernes santo que le aguardaba en un plazo no lejano.

Uno de los primeros actos de Bonifacio fue el de poner orden en el caos administrativo dejado por el buen Celestino V. Revocó los privilegios que este había otorgado con excesiva facilidad, las dispensas, las concesiones de prebendas y beneficios y aún ciertos nombramientos de obispos mientras no se regularizase todo legalmente en la curia. Pero todavía más urgente era el remedio que había que poner a la sedición y cisma que amenazaba con ocasión de la renuncia de Celestino. Los espirituales y partidarios del santo eremita, junto con los Colonna, manifestaban abiertamente su oposición al nuevo papa en sátiras y memoriales, campaña peligrosa, porque podían convencer al ingenuo y viejo Pedro de Morrone que él seguía siendo papa. Bonifacio creyó necesario apoderarse de la persona del ermitaño y recluirlo, no como un prisionero sino como un huésped, pero con limitadas libertades. Ni siquiera con la muerte de Pedro de Morrone, ocurrida el 19 mayo 1296, pudo descansar tranquilo Bonifacio, pues la campaña propagandística siguió.

No se presentaba muy halagador el estado de Europa a los ojos del nuevo pontífice: En Alemania, la muerte de Rodolfo de Habsburgo, ocurrida en 1291, había dejado vacante el trono imperial, que se disputaban en guerra dos poderosos rivales, Adolfo de Nassau y Alberto de Austria; ardía también la guerra entre Francia e Inglaterra a causa de la Aquitania y la Gascuña; el rey de Dinamarca, Erico VIII, violaba las inmunidades eclesiásticas, encarcelando al arzobispo de Lund; cosa semejante hacia en Portugal el rey don Diniz, esposo de Santa Isabel, invadiendo los bienes del clero y dando las primeras leyes que se conocen de desamortización; Sicilia, con el sur de Italia, era teatro de luchas sangrientas entre angevinos y aragoneses. Hungría, a pesar de decirse feudo de la Santa Sede, se negaba a recibir por monarca al candidato papal; Venecia, Génova y Pisa se combatían por causa del predominio en Oriente; y un largo etcétera de problemas que a Bonifacio, de carácter retador y hábil político, no desanimaron lo más mínimo.

En la hermosa encíclica que, tras su coronación, dirigió a los príncipes cristianos, describió la nave de la Iglesia que entre oleajes y tempestades vence los ímpetus del viento y navega segura sobre la furia del mar. Él elegido por Dios para regir dicha nave, confiaba en la misericordia de Dios para llevar a cabo su misión. Y no tardó en ponerse manos a la obra, enviando legados y misivas con el fin de solucionar los diferentes problemas que su devoto predecesor había dejado sin arreglar. Pero no todo iba a ser tan fácil como se podría haber pensado (continúa)

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