por el Beato John Henry Cardenal Newman
Durante cuarenta días después de su resurrección Nuestro Salvador Cristo quiso quedarse entre nosotros, aquí abajo, a una cierta distancia de la gloria que se había ganado. Ahora la gloria era de Él, podría haber ingresado en ella de inmediato. ¿Por ventura no había tenido bastante de la tierra? ¿Qué cosa podía detenerlo aquí en lugar de volver al Padre para tomar posesión de su trono? Se demoró para consolar e instruir a quienes lo habían abandonado en la hora de la prueba. Acababa de pasar el tiempo en que su fe había prácticamente fallado, incluso en el tiempo en que tenían al Modelo delante suyo. Y se venía un tiempo, se les venía encima un tiempo largo cuando serían sometidos a pruebas mucho más pesadas, y con todo Él sería retirado. Hasta entonces no habían comprendido que las tribulaciones son el camino hacia la gloria y que nadie se sienta sobre el trono de Cristo si primero no vence, así como Él venció. Se quedó para que les quedara clara esta lección, no fuera que siguieran entendiendo mal el Evangelio y fueran a fallar una segunda vez. Y así fue que les dijo: “¿No era necesario que el Cristo sufriese así para entrar en su gloria?” (Lc. XXIV:26). Y después de haberles enseñado todo, después de cuarenta días, a la larga ascendió sobre las tribulaciones de este mundo. Ascendió por encima de la atmósfera de pecado, de pena, de remordimiento que planea sobre este mundo. Ingresó a la región de la paz y del júbilo, a la luz pura, a la morada de los ángeles, a la corte del Altísimo en donde resuenan continuamente los cánticos de los espíritus benditos y las alabanzas de los serafines. Entró allí, dejando abierto el camino a sus hermanos para que en el tiempo oportuno lo siguieran allí, con la luz de su ejemplo y la gracia de su Espíritu.
Y sin embargo, si bien cuarenta días constituyeron una estancia larga para Él, resultó breve para los apóstoles que lo querían retener consigo. ¿Cuáles tienen que haber sido sus sentimientos cuando partió?
Hallado tan tarde, perdido tan pronto.
Apenas reconocido y se lo llevan. Para los once, la historia de los dos discípulos de Emaús constituía una figura o imagen de su propia condición. Sus ojos habían estado empañados de tal modo que no lo reconocieron mientras Él les habló durante tres años; y luego, de repente sus ojos se les abren y Él inmediatamente desaparece. Así, insisto, había sido con todo ellos. A uno de ellos ya lo había retado en términos parecidos: “Felipe, ¿tanto tiempo he estado con vosotros y aún no me conoces?” (Jn. XIV:9). Durante el tiempo de su ministerio no lo habían conocido. Es cierto que Pedro lo había confesado como el Cristo, el Hijo del Dios viviente, pero incluso él mostró inconsistencia y veleidad en su comprensión de esta gran verdad. Por entonces no comprendieron Quién y Qué cosa era. Pero después de la resurrección, otro gallo nos cantara: Tomás puso sus dedos en sus llagas y en su costado y dijo, “Mi Señor y mi Dios”; y de modo parecido todos comenzaron a conocerlo; a la larga lo reconocieron como el Pan viviente que bajó del cielo y que era la vida del mundo. Pero apenas si lo reconocen que ya se retiró de su vista, para no verlos nunca más, ni ser visto por ellos durante el curso de su vida terrestre. Ya no visitaría la tierra de nuevo, hasta que venga en el Último Día para recibir personalmente a los santos y llevarlos hacia su descanso. “Y el Señor Jesús, después de hablarles, fue arrebatado al cielo, y se sentó a la diestra de Dios.” (Mc. XVI:19).
Hallado tan tarde, perdido tan pronto.
Apenas partido, tal vez estos hayan sido los primeros sentimientos de los Apóstoles. Y a menudo algo parecido sucede aquí abajo. Entendemos nuestras bendiciones justo cuando estamos a punto de perderlas. Se abren perspectivas esperanzadoras justo antes de que terminan ineluctablemente empañadas. Durante año tras año disfrutamos de grandes privilegios, la luz de la verdad, la presencia de hombres santos, oportunidades de avanzar en la vida religiosa, padres generosos y tiernos. Y con todo, no habíamos caído en la cuenta de nuestra propia felicidad, no valorábamos nuestros dones. Y luego, ni bien empezamos a valorarlos, nos son quitados.
¡Qué tiempo, qué momentos tienen que haber vivido los apóstoles durante esos cuarenta días en que Él les enseñaba y resucitaban en sus almas todas las enseñanzas del pasado! ¡Cómo notarían el tremendo contraste entre lo que habían pensado antes y lo que pensaban ahora! Jesucristo… su modo de vida, su ministerio, sus discursos, parábolas, milagros, mansedumbre, gravedad, incomprensible majestad, el misterio de su pena y el de su alegría; la agonía, la afrenta, la cruz, la corona de espinas, la espada, el sepulcro. Y por otra parte la desesperación que ellos habían sufrido, su incredulidad, su perplejidad, su sorpresa, la maravilla, su repentino transporte, su triunfo―tendrían presente todo esto; y por cierto no menos en aquella hora tremenda en que guió a sus seguidores afuera, a Betania, en el día cuarenta. “Y los sacó fuera hasta frente a Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y vino a suceder que mientras los bendecía se separó de ellos y fue elevado hacia el cielo.” (Lc. XXIV:50-51). Seguramente en aquel momento recordaron su historia entera, todos los tratos que había tenido con ellos. Luego, mientras contemplaban su tremendo divino rostro y aquella forma celestial, todos y cada uno de los pensamientos y sentimientos que alguna vez habían abrigado a su respecto, de una se les cayeron encima.
Él había hecho su obra; la de ellos pendía, su obra y sus padecimientos. Los dejaba justo en el tiempo más crítico. Cuando Elías ascendió, Eliseo exclamó: “¡Padre mío, padre mío, carro y de Israel y su caballería!” (IV Reyes, II:12). Con sentimientos análogos tal vez los apóstoles contemplaban hacia el cielo con la esperanza de detener su Ascenso. Su Señor y su Dios, la luz de sus ojos, el consuelo de su corazón, la guía de sus pasos, era retirado. “Mi amado, volviéndose, había desaparecido. Mi alma desfalleció al oír su voz. Lo busqué y no lo hallé; lo llamé, mas no me respondió” (Cantar, V:6). Bien les vendrían las palabras que la Iglesia usa ahora: “Te suplicamos, no nos abandones en nuestro desconsuelo”. Oh Tú, que eran tan tierno y próximo a nosotros, que conversabas con nosotros cuando íbamos de camino, y te sentabas a comer con nosotros, y te embarcabas con nosotros, y nos enseñaste en el Monte, y soportabas la malicia de los Fariseos, y celebrabas la fiesta con Marta, y resucitabas a Lázaro, ¿acaso te has ido de manera que ya no te veremos más? Y sin embargo así había sido establecido: contarían con privilegios, pero no los mismos que habían disfrutado antes; y de ahora en más sus pensamientos serían de otro tipo que los que habían tenido hasta entonces. De nada servía desear lo que ya había pasado y había terminado. Sólo se les dijo, mientras contemplaban: “Este Jesús que de en medio de vosotros ha sido recogido en el cielo, vendrá de la misma manera que lo habéis visto ir al cielo” (Hechos, I:11).
Tales son algunos de los sentimientos que tal vez experimentaron los apóstoles cuando la Ascensión de Nuestro Señor; pero después de todo, no son sino sentimientos humanos y ordinarios, y de un tipo que podemos entender; pero otros, distintos, también experimentaron en aquel solemne tiempo, pues cuando la gloriosa Ascensión de Su Señor, “lo adoraron”, dice el texto, “y se volvieron a Jerusalén con gran gozo. Y estaban constantemente en el Templo, alabando y bendiciendo a Dios” (Mc. XXIV:52-53). Ahora bien, ¿cómo puede ser que cuando lo natural habría sido que llorasen, los apóstoles se regocijaban? Cuando María Magdalena llegó al sepulcro y no encontró el cuerpo de Su Señor, se quedó fuera llorando, y los ángeles le dijeron, como Cristo también se lo dijo después: “Mujer, ¿por qué lloras?” (Jn. XX:15). Y sin embargo, sobre la partida de Nuestro Salvador, cuarenta días después, cuando los ángeles retaron a los apóstoles, se conformaron con decirles: “Varones de Galilea, ¿por qué quedáis aquí mirando al cielo?” (Hechos, I: 11). A pesar de la pérdida, a pesar de lo que les esperaba, entre ellos no había pena alguna, sino “un gran júbilo” y “continua alabanza y bendiciones”. ¿Nos animaremos a adivinar que este gozo era el elevado talante de los valientes y de los nobles que en su imaginación han atisbado el peligro y están preparados para enfrentarlo? Moisés sacó de Egipto a una nación timorata y en el espacio de cuarenta años la entrenó para que estuviese llena de coraje para la tarea de conquistar la tierra prometida; Cristo, en cuarenta días, entrena a sus apóstoles para que aprendan a tener coraje y ser pacientes en lugar de cobardes. Al comienzo de esta estación, ellos se hallaban “afligidos y llorando” (Mc. XVI:10), pero sobre el final estaban llenos de coraje, dispuestos para el buen combate, sus espíritus se elevan hacia lo Alto con su Señor, y cuando Él es recibido fuera de su vista, y comienzan sus propias tribulaciones, “regresan a Jerusalén con grande gozo, y se hallan continuamente en el Templo, alabando y bendiciendo a Dios”. Pues Cristo seguramente les ha enseñado qué cosa es tener su tesoro en el cielo; y se regocijaron, no porque su Seños había partido, sino porque sus corazones habían ascendido con Él. Sus corazones ya no moraban en la tierra, habían sido elevados hacia lo Alto. Cuando Él murió en la cruz, no sabían adónde había ido. Antes de que lo aprendieran, le dijeron, “Señor no sabemos adónde vas.” (Jn. XIV:5). Sólo podían seguirlo al sepulcro y allí condolerse, pues no sabían qué más hacer. Pero ahora lo vieron ascender a lo Alto y en espíritu ascendieron con Él. La Magdalena lloró en el sepulcro porque creía que los enemigos se lo habían llevado y no sabía dónde lo habían puesto. “Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón” (Mt. VI:21). A María ya no le quedaba corazón, estaba descorazonada, pues había perdido su tesoro; pero los apóstoles estaban continuamente en el Templo, alabando y bendiciendo a Dios, porque sus corazones estaban en el cielo, o, en palabras de San Pablo, “estaban muertos y su vida escondida en Cristo con Dios” (Col. III:3).
Fortalecidos, pues, con este saber, fueron capaces de enfrentar aquellas pruebas por las que Él había pasado primero y que había vaticinado les tocaría en suerte a ellos también. “Donde yo voy”, le había dicho a San Pedro, “tú no puedes seguirme ahora, pero más tarde me seguirás” (Jn. XIII:36). Y les dijo: “Os excluirán de las sinagogas; y aun vendrá tiempo en que cualquiera que os quite la vida, creerá hacer un obsequio a Dios” (Jn. XVI:2). Se acercaba ese tiempo y eran capaces de regocijarse con lo que tanto los había preocupado cuarenta días antes. Porque comprendieron la promesa: “Al vencedor le haré sentarse conmigo en mi trono, así como Yo vencí y me senté con mi Padre en su trono” (Apoc. III:21).
No estaría mal que nosotros también aprendiésemos esta lección y sepamos aquella gran verdad ante la cual los apóstoles al principio retrocedieron, pero que a la larga hacía que se regocijasen. Cristo padeció, e ingresó en su gozo; también ellos, en su medida, después de Él. Y en nuestra medida, también nosotros. Está escrito que “es menester que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hechos XIV:22). Dios tiene todas las cosas en sus manos. Puede ahorrarnos, puede infligirnos penas: a menudo nos las ahorra (¡y, Dios mío, ojalá nos las ahorre todavía un poquito más!) pero a menudo nos pone a prueba―de una manera u otra nos pone a prueba, a todos. En algún momento u otro de la vida de cada cual hay dolor, y pena, y tribulación. Así es; y quizá cuanto antes podamos considerarlas como ley de la condición cristiana, mejor. Aparece una generación, y luego sigue otra. Se suceden como las hojas en primavera; y en todas se puede observar esta ley: son probados y luego triunfan; son humillados y resultan exaltados; vencen al mundo y luego se sientan en el trono de Cristo. De aquí que San Pedro, que al principio se vio tan sorprendido y atribulado ante las aflicciones de su Señor, nos exhorta a no contemplar los sufrimientos como una cosa extraña, “como si os sucediera una cosa extraordinaria… antes bien alegraos en cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la aparición de su gloria saltéis de gozo” (I Pet. IV:12-13). Y San Pablo, lo mismo: “Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que las tribulaciones engendran la paciencia” (Rom. V:3). Y en otro lugar: “Si sufrimos con Él, entonces podremos ser glorificados juntos.” (II Tim. II:12). Y San Juan no habla de otro modo: “El mundo no nos conoce a nosotros porque no lo conoció a Él” (I Jn. III:1). Por supuesto que lo que aquí se dice de la persecución se aplica a todas las pruebas, y con mayor razón a esas pruebas menores por las que comúnmente tienen que pasar los cristianos de estos días. Y sin embargo supongo que tendrá que pasar mucho tiempo hasta que alguno de nosotros llegue a reconocer y entender que su propia condición sobre la tierra es de una u otra forma un estado lleno de pruebas y penas; y que si cuenta con intervalos de paz exterior, es todo ganancia y más de lo que tiene derecho a esperar. Así y todo, ¡cuán diferente debe parece el estado de la Iglesia a seres que pueden contemplarla como un todo, seres que la han contemplado a lo largo de los siglos, tal como lo hacen los ángeles! Bien sabemos lo que la experiencia hace de nosotros en este mundo. Los hombres llegan a ver y entender el curso de las cosas, y cuáles son las reglas que las rigen; y pueden anticipar lo que ocurrirá, y no se sorprenden por las cosas que pasan. Toman la historia de las cosas como algo natural. No se sorprenden que las cosas ocurran de una manera y no de otra; es la ley. La noche le sigue al día, el invierno al verano; frío, helada y nieve, cada una en su estación. Ciertas enfermedades recurren en su momento, o visitan a ciertas edades. Todas las cosas siguen un curso―tienen un comienzo y un fin. La gente grande sabe esto, pero con los niños es distinto. Para ellos todo es extraño y sorprendente. De a ratos se maravillan, se admiran o temen ante cada sucedido; no saben si se repetirán o no; y nada saben acerca de la operación regular de causas, o la conexión que hay entre estos efectos que resultan de una y la misma causa. Y así también en lo que se refiere al estado de nuestras almas bajo la Alianza de la misericordia; los espíritus celestiales, que ven lo que sucede sobre la tierra, entienden bien, siquiera a fuerza de haberlas visto tantas veces, cuál es el curso de un alma viajando desde el infierno hacia el cielo. Lo han visto una y otra vez, en innumerables casos, que el sufrimiento es el camino hacia la paz; que aquellos que siembran en lágrimas cosecharán entre cantares; y que lo que es verdad en Cristo se realiza en una medida entre sus seguidores.
Tratemos de acostumbrarnos a este modo de ver las cosas. La Iglesia toda, todas las almas elegidas, cada una a su turno, es llamada a esta obra necesaria. En un tiempo les tocó a otros, ahora nos toca a nosotros. En un tiempo fue el turno de los apóstoles. En un tiempo le tocó a San Pablo. Tenía todas las tribulaciones juntan; las penas lo cubrían desde la cabeza hasta los pies, como Job con sus llagas. Y como si esto no fuera bastante, se le había agregado una espina en el costado―una molestia personalísima que lo acompañaba en todo tiempo. Y sin embargo, cumplió muy bien con su parte―era como un luchador valiente y fuerte en su mejor momento, y al fin de sus días pudo decir, “He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he conservado la fe” (II Tim. IV:7). Y después de él, los excelentes de la tierra, los mártires de vestiduras blancas y la alegre compañía de los confesores, cada cual a su turno, también desempeñaron el rol de un hombre. Y así ha sido hasta el mismísimo día de hoy, cuando pareciera que la fe comienza a fallar, primero uno, y luego otro, han sido llamados para producirse delante del Gran Rey. Es como si a todos se nos ha permitido tenernos en pie simultáneamente alrededor de su Trono, y así Él llamaba primero a este, y luego a aquel, para que retomaran el gran cántico, cada uno teniendo que repetir la melodía que sus hermanos que lo precedieron habían cantado antes. O, como si estuviésemos en un baile en su honor en las cortes celestiales, y cada uno a una señal debía hacer un paso gracioso y solemne en su presencia. O como si fuese una prueba de fortaleza, o de habilidad, y mientras el público en derredor contempla y aplaude, nosotros, sucesivamente, uno por uno, fuésemos los actores en el desfile. Tal es nuestra condición―los ángeles nos contemplan―Cristo pasó antes―Cristo nos ha dado un ejemplo, para que podamos seguir sus pasos. Él pasó por mucho más, infinitamente más, que lo que nosotros podemos ser llamados a padecer. Nuestros hermanos han pasado por mucho más, y parecen darnos aliento con su éxito, y simpatizar con nuestros tanteos. Ahora nos toca a nosotros; y todos los espíritus ministros guardan silencio y nos observan. ¡Oh que nuestro pie no resbale, que no haya dolo en nuestros ojos, ni sordera en nuestros oídos, ni distracción de nuestra atención! No estéis desalentados; no tengáis miedo; arriba los corazones; sed valientes; no retrocedáis―seréis conducidos a través de la prueba, hasta el fin. Sea lo que fuere que os tiene a mal traer, penas de la mente, del cuerpo, o de vuestro estado; penas de dentro o de fuera; penas casuales o que deliberadamente se os han impuesto; de parte de amigos o de enemigos―no importa cuales sean vuestras tribulaciones, aunque os sintáis solos, ¡Oh hijos de un Padre Celestial, no tengáis miedo! Sed hombres en vuestro día; y cuando acabe, Cristo mismo os recibirá, y vuestro corazón exultará, y ningún hombre podrá quitaros vuestro gozo.
Cristo ya está en aquel lugar de paz, que es todo en todo. Está a la mano derecha de Dios. Está escondido en la radiante belleza que mana de Trono Eterno. Él mismo es el abismo de la paz, allí donde no se oye ninguna voz de tumulto o de pena, sino una profunda quietud―la quietud, aquel bien más grandioso y tremendo de entre todos los bienes a los que podríamos aspirar―aquel gozo más perfecto de entre todos los gozos, la completa, profunda, infefable tranquilidad de la Esencia divina. Él ha entrado en su descanso.
¡Oh cuán gran bien será todo eso, si, cuando esta agitada vida se termina, se nos permite a nosotros entrar en ese mismo descanso―si llega un día en que ingresemos a su Tabernáculo en lo Alto, y nos escondamos bajo la sombra de sus alas; si pasamos a formar parte del número de aquellos benditos muertos que mueren en el Señor, y descansan de sus trabajos. Aquí estamos, a merced de las olas del mar y con viento en contra. A lo largo de todo el día somos probados y tentados de varias maneras. No podemos pensar, o hablar, o actuar que la enfermedad y el pecado nos acompañan. Pero en el mundo invisible, allí donde ingresó Cristo, todo es paz. Hay un Trono Eterno, y a su alrededor un arco iris, como rodeando una esmeralda; y en medio del Trono el Cordero que ha sido degollado y que ha redimido muchos pueblos con su sangre: y alrededor del Trono veinticuatro sitiales para otros tantos ancianos, todos revestidos de blanco con coronas de oro sobre sus cabezas. Y cuatro seres vivientes llenos de ojos por delante y por detrás. Y siete ángeles de pie delante de Dios, conduciendo sus negocios hasta los confines de la tierra. Y arriba los serafines. Y con todo eso, una gran muchedumbre que ningún hombre puede contar, de todas las naciones, de todos los clanes, y de todos los pueblos y de todas las lenguas, revestidos con vestiduras blancas, con palmas en las manso. “Estos son los que vienen de la gran tribulación, y lavaron sus vestidos, y los blanquearon en la sangre del Cordero” (Apoc. VII:14). “Ya no tendrán hambre ni sed: nunca más los herirá el sol ni ardor alguno” (Apoc. VII:16). “La muerte no existirá más, no habrá más lamentación, ni dolor, porque las cosas primeras pasaron” (Apoc. XXI:4). Ni tampoco habrá más pecado, ni habrá más culpa; no habrá más remordimiento, ni tampoco castigo; no habrá más penitencia; no más pruebas; ninguna enfermedad para deprimirnos; ningún afecto que nos podría perder; ninguna pasión que nos transporte; ningún prejuicio que nos pudiera enceguecer; ninguna tristeza, ni orgullo, ni envidia, ni esfuerzo: sólo la luz del Rostro de Dios, y un río de agua viva y pura, claro como el cristal, que procede desde el Trono. Allí nuestra casa; aquí no estamos más que en peregrinación y Cristo nos llama para que volvamos a casa. Nos convoca a las muchas mansiones que nos tiene preparadas. Y el Espíritu y la Esposa también nos llama, y todo estará listo para nosotros en el tiempo de nuestra llegada. Esforcémonos, pues, por entrar en aquel descanso […] teniendo un Sumo Sacerdote grande que penetró los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengamos fuertemente la confesión de la fe” (Heb. IV:11, 14); viendo que “tenemos en derredor nuestro una tan grande nube de testigos, arrojemos toda carga y pecado que nos asedia” (Heb. XII: 1), y “lleguémonos confiadamente al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno” (Heb. IV:16).
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