domingo, 22 de abril de 2012

El Cuidado de los Moribundos

El Cuidado de los Moribundos:







A) Cuidados debidos a los moribundos


No olvidemos que el hombre, mientras vive, es un ser compuesto de cuerpo y alma. Ambos tienen sus derechos y deberes aun desde el punto de vista puramente natural. Justo es tenerlos en cuenta, ya que los derechos ajenos fundan en nosotros una serie de deberes correlativos que es obligatorio cumplir. Veamos los principales con relación al cuerpo y al alma.


1. Con relación al cuerpo.— El principal de ellos —hablamos de los puramente naturales— es aliviarle en lo posible sus sufrimientos, haciéndole más llevadero el trance terrible de la muerte. Ello plantea algunos problemas muy interesantes desde el punto de vista de la moral cristiana, que vamos a exponer en forma de conclusiones.


Conclusión 1ª: En general es lícito y cristiano aliviar los dolores de los enfermos dentro de los límites impuestos por la moral católica.


176. La razón es muy sencilla. Si siempre es licito y cristiano aliviar el dolor ajeno en cualquiera de sus manifestaciones, ¿cómo no lo seria tratándose de un enfermo grave, que lo necesita más que nadie para conservar la serenidad de su espíritu y prepararse para el tránsito formidable a la eternidad? Precisamente, como veremos en seguida, uno de los efectos maravillosos del sacramento de la extremaunción es el de aliviar y confortar al enfermo.

Todo, pues, cuanto tienda a aliviar al enfermo física o moralmente —medicamentos, palabras de consuelo, etc.— no sólo es lícito, sino altamente caritativo y cristiano; con tal, naturalmente, de contenerse dentro de los límites impuestos por la moral católica, que vamos a precisar en la siguiente conclusión.


Conclusión 2ª: Sin embargo, no es licito jamás abreviar directamente la vida del enfermo para que deje de sufrir.


177. Los partidarios de la llamada eutanasia (muerte dulce) no vacilan en decir que es lícito matar directamente a un enfermo incurable con el fin caritativo (!) de ahorrarle sufrimientos inútiles. Y para justificar semejante enormidad añaden que, así como se mata por un instinto de piedad a un animal enfermo que sufre horriblemente, con mayor razón hay que apiadarse de un hombre, que tiene un organismo más perfecto que el del bruto y, por lo mismo, más sensible al dolor.

Como se ve, semejantes enormidades sólo puede decirlas un materialista refinado que haya perdido por completo la noción del espíritu y de las exigencias del orden moral y cristiano. El hombre no es dueño de su vida. La ha recibido directamente de Dios y nada puede hacer para adelantar la hora fijada por los designios adorables de su divina providencia. Sólo Dios —o la legítima autoridad en nombre de Él, tratándose de un culpable o criminal— pueden señalar al hombre el término de una vida que no ha recibido en calidad de dueño absoluto, sino de mero administrador.

En concreto y con relación al alivio de los sufrimientos de un enfermo, la moral católica preceptúa lo siguiente:


«No es lícito matar a los viejos, enfermos o que padecen enfermedades incurables y hereditarias, locos, etc., aunque no reporten ninguna utilidad material a la sociedad y sí grandes trastornos y gravámenes. Lo contrario supone una concepción materialista de la vida que ofende los derechos inviolables de Dios y del prójimo, y al verdadero bien de la sociedad, que no consiste en modo alguno en la prosperidad material. Por la misma razón no es lícito acabar de matar a los gravemente heridos o a los moribundos para que no sigan padeciendo sin remedio, ni acelerarles directamente la muerte, sino únicamente hacérselas más suave y menos dolorosa.

No es licito al médico hacer experimentos que puedan ser mortales —a base de medicamentos u operaciones quirúrgicas—, ya sea en sí mismo, ya en sus clientes, ya sea queriendo ellos mismos o sin quererlo, aunque el experimento pudiese redundar en gran beneficio de la humanidad en caso de resultar bien; porque con ello se intenta directamente un peligro de muerte que no puede justificarse por muy excelente que sea el fin intentado. A no ser, tal vez, cuando no pueden aplicarse otros remedios mejores a un enfermo cuya vida o integridad perecerá ciertamente sin ese experimento»([1]).


En cuanto al uso de narcóticos (morfina, éter, cloroformo, etc.), hay que atenerse a las siguientes normas([2]):


1. Si se emplean dosis capaces de producir directamente la muerte por su efecto tóxico, son intrínsecamente malas y su empleo es grave aunque lo pida el propio enfermo (que no tiene derecho a abreviar su vida).

2. Si la dosis empleada, aunque no produzca directamente la muerte, ha de privar al enfermo del uso de la razón hasta el momento de morir:

a) No se puede permitir jamás al moribundo que no haya recibido los últimos sacramentos, pues con ello se le haría imposible su recepción, acaso con grave peligro para la salvación de su alma, que vale infinitamente más que su alivio corporal.

b) Se podrá aplicar al moribundo que se halle bien preparado para morir, si él mismo la pide para suavizar dolores extraordinarios, sobre todo cuando de lo contrario haya peligro de desesperación, blasfemias, etc. Parece que no es lícito cuando se trata de simples dolores ordinarios, pues con ello se le priva al enfermo de la posibilidad de merecer ante Dios con la cristiana aceptación de sus dolores, que es un bien espiritual mucho mayor que el simple alivio corporal.

3. Si se trata de privar del uso de la razón por poco tiempo, podrá permitirse más fácilmente por motivos menos graves, aunque siempre con prudencia.

4. Todo lo que tienda a aliviar al enfermo sin acelerarle la muerte ni privarle del uso de la razón, es de suyo lícito y honesto. Téngase en cuenta, sin embargo, lo que vamos a decir inmediatamente.


Conclusión 3ª: Si el enfermo los lleva con paciencia y resignación cristiana, puede ser altamente caritativo no aliviarle artificialmente sus dolores.


178. El mundo materialista y sensual no entenderá jamás esta conclusión, que calificará, en su ceguera, de inhumana y cruel. Pero el cristiano que tenga ideas claras sobre la eficacia redentora del dolor y de su alto valor meritorio cuando se sufre por amor de Dios en unión con los dolores de Jesús y de María, no vacilará en aceptarla de buen grado. El enfermo puede con esos dolores de última hora, soportados con paciencia y resignación, aumentar en gran escala sus merecimientos eternos y disminuir considerablemente las dolorosas purificaciones que le aguardan en el purgatorio, que serán incomparablemente más intensas que las de esta vida y no le reportarán, por otra parte, ningún nuevo mérito para la vida eterna. Hace falta estar ciego o privado enteramente de todo sentimiento sobrenatural para no darse cuenta de que es mil veces preferible padecer en esta vida mucho menos y con gran mérito que en la otra vida mucho más y sin mérito alguno.

Por eso los santos preferían siempre el dolor al placer, aun el lícito y honesto. No estaban locos: veían, simplemente, con claridad. Somos nosotros los que, en nuestra miopía, enfocamos todas las cosas desde el punto de vista puramente humano y natural, obteniendo con ello una visión borrosa y deformada de la realidad. ¿Cuándo caeremos definitivamente en la cuenta de que el alma vale mucho más que el cuerpo y la vida eterna incomparablemente más que la temporal?


Claro que, si el enfermo no lleva con la suficiente resignación sus propios dolores, es mejor— aun desde el punto de vista de la caridad cristiana— aliviárselos con los calmantes oportunos. Porque, si el sufrimiento bien soportado es fuente de grandes merecimientos, mal soportado puede ser incluso ocasión de pecado. Es preferible un acto de amor y de arrepentimiento hecho con serenidad y sin sufrimiento alguno que un gran dolor soportado con impaciencia. «En todo es menester discreción», decía Santa Teresa de Jesús.


2. Con relación al alma.— Como acabamos de ver, los cuidados corporales debidos al enfermo tienen su importancia y su valor cristiano; pero son incomparablemente superiores los que se refieren al alma. Estos se relacionan directamente con la vida eterna; aquéllos afectan tan sólo a esta pobre vida temporal.

Un solo principio basta para iluminar todo el conjunto de nuestros deberes con relación al alma de un moribundo: hay que hacer todo cuanto esté a nuestro alcance para asegurarle la salvación eterna. Pero, para concretar un poco más, vamos a exponer con detalle lo relativo a la recepción de los santos sacramentos y a la recomendación del alma.


179. a) LA CONFESIÓN DEL ENFERMO.— Es muy conveniente que el enfermo reciba la absolución de sus pecados apenas iniciada la gravedad, aunque no exista todavía peligro de muerte próxima. Si esta práctica se extendiera entre el pueblo cristiano, como es altamente de desear, traería grandísimas ventajas en todos los órdenes. Con ella se disiparía en gran escala ese estúpido y anticristiano pretexto —que a tantas pobres almas habrá costado su salvación eterna— de que se va a asustar el enfermo si se le habla de confesión. Es éste uno de los mayores crímenes que pueden cometerse, de los que claman venganza el cielo y no quedarán sin castigo en esta vida o en la otra. Hay familias necias e insensatas, que prefieren que su enfermo se vaya tranquilamente al infierno sin asustarse antes que al cielo a costa de un pequeño susto. Es el colmo de la ceguera e insensatez ¡Ay de los que tengan sobre su conciencia semejante crimen! Tendrán que darle terrible cuenta a Dios. Es cuchemos a un autor contemporáneo hablando de estas cosas:


«¿Morirás sin darte cuenta? ¿Quiénes son los moribundos inconscientes?

Llamo yo así a aquellos desgraciados que, gravemente enfermos, pero engañados por sus parientes, que les ocultan la gravedad de su enfermedad y la cercanía de su fin, no saben que van a morir hasta que mueren; ni caen en la cuenta de que van al juicio de Dios hasta que están en él.

Sus parientes y amigos, su padre, su madre, sus hermanos, crueles e impíos, a pesar de verle caminar a la muerte, por no alarmarle, no se lo advierten, ni le traen al confesor, ni le procuran los últimos sacramentos, ni le avisan para que se prepare. ¡Oh terrible desgracia y aun a veces terrible castigo del justo Juez, que permite que los propios amigos y parientes sean cómplices criminales de la condenación de tantos moribundos! ¿Quién dirá los que se han condenado porque sus parientes no les avisaron a tiempo para que recibiesen los sacramentos?

Pedid al Señor que quite semejante horrible prejuicio a los cruelmente compasivos homicidios de estas almas. ¡Oh padre, oh madre, oh hermanos e hijos de moribundo!, no le dejéis morir sin sacramentos. No temáis que por esto se asuste ni le venga ningún mal. Yo os aseguro que por recibir el viático no sólo no se pondrá peor, antes mejorará y se aliviará. Y acaso se curará.

Roguemos a Dios para que no paguen estos infelices las negligencias de sus parientes y amigos, y no se condenen, sino que, o merezcan la gracia de que sus parientes les avisen de su peligro y estado, o, lo que es mejor, ellos mismos, dándose cuenta de su estado y de la proximidad de la muerte y el juicio definitivo, pidan los sacramentos y los reciban como todo cristiano debe recibirlos, cuando aún tiene uso de razón, cuando aún puede recibirlos bien, cuando aún está a tiempo para arreglar todos sus asuntos»([3]).


Advertimos, por otra parte, que la recepción de los santos sacramentos en el trance de la muerte es un verdadero mandamiento de la santa madre Iglesia, que obliga tan gravemente —por lo menos— como el de oír misa los domingos y días festivos([4]), De modo que el enfermo grave que rehusara recibirlos o los familiares que por no asustarle o por cualquier otro pretexto estúpido no le avisan a tiempo —sobre todo si el enfermo no se da cuenta por si mismo de que está gravemente enfermo— cometen, sin duda ninguna, un verdadero pecado mortal([5]).


180. b) EL SANTO VIÁTICO.— Después de la confesión y absolución sacramental tiene que recibir el enfermo el santo viático, que es una de las más emocionantes manifestaciones del amor y misericordia de Dios.

¡El viático! Es Jesucristo Nuestro Señor que viene a visitar al pobre enfermo cuando éste no puede ya acudir al templo a visitarle a Él. Es el Buen Pastor, que viene en busca de su ovejuela para ponerla sobre sus hombros y conducirla al redil eterno a despecho del lobo infernal, que tantas veces trató de llevarla consigo. Es el Juez de vivos y muertos, que viene a tranquilizar al pobre reo momentos antes de comparecer ante su tribunal, presentándose a él en plan de Padre amorosísimo, que perdona y olvida la ingratitud de su hijo pródigo; de Médico divino, que viene a curar las llagas de su alma robusteciéndola con una celestial «comida para el camino» (que eso significa la palabra viático); de Abogado defensor, que quiere arreglarle los papeles de su causa para darle poco después un veredicto de salvación; de Amigo divino, que quiere ser nuestro compañero en el gran viaje a la eternidad. ¿Puede imaginarse alguna cosa más dulce y suave que recibir en el corazón a Jesucristo sacramentado, como Padre amorosísimo, momentos antes de comparecer ante Él como Juez supremo, del que depende nuestra eternidad?

Procuremos siempre que nuestros enfermos reciban muy a tiempo el santo viático. Y después de recibirlo dejémosles un buen rato a solas con el Señor, para que le pidan despacio perdón, le abracen fuertemente contra su pecho y le rueguen que, cuando poco después comparezcan delante de Él en calidad de reos, no les juzgue según merezcan sus pecados, sino según la medida de su inefable misericordia.

He aquí lo que preceptúa la Iglesia en su Código de Derecho Canónico en torno a la recepción del santo viático:


«En peligro de muerte, cualquiera que sea la causa de donde ésta proceda, obliga a los fieles el precepto de recibir la sagrada comunión» (cn. 864, 1°).
«Aunque hayan recibido ya en el mismo día la sagrada comunión, es muy recomendable que, si después caen en peligro de muerte, comulguen otra vez» (ibid., 2º).
«Mientras dure el peligro de muerte, es lícito y conveniente recibir varias veces el santo viático en distintos días, con consejo de un confesor prudente» (ibid., 3°)
«No debe diferirse demasiado la administración del santo viático a los enfermos, y los que tienen cura de almas deben velar con esmero para que los enfermos lo reciban estando en su cabal juicio» (cn. 865).
«Para que pueda y deba administrarse la santísima eucaristía a los niños en peligro de muerte, basta que sepan distinguir el cuerpo de Cristo del alimento común y adorarlo reverentemente» (cn. 854, 2°)([6]).


181. c) LA EXTREMAUNCIÓN.— Todavía la misericordia de Dios no se vio satisfecha con la institución de los dos grandes sacramentos de la penitencia y eucaristía, que preparan tan excelentemente al enfermo para el gran viaje a la eternidad. Quiso instituir también el sacramento de la extremaunción, que produce en el alma, y aun en el cuerpo del enfermo, los admirables efectos que vamos a recordar a continuación.


Nótese que la palabra extrema no quiere decir que este sacramento deba ser administrado cuando el enfermo se encuentre ya in extremis, o sea, a punto de expirar. Al contrario, es un sacramento más propio de los enfermos que de los moribundos y por eso, la santa Iglesia pide en las oraciones y ritos de su administración la salud del alma y del cuerpo del enfermo. Por consiguiente, hay que recurrir a este sacramento desde el momento en que se está gravemente enfermo, aunque no haya peligro inminente de muerte, con tal de que ese peligro exista ya de algún modo (cf. cn.940).


Los niños llegados al uso de la razón y capaces de pecar pueden y deben recibir la extremaunción en caso de grave enfermedad. Si hay duda sobre si han llegado o no al uso de razón, debe administrárseles el sacramento bajo condición; y lo mismo cuando se duda si hay verdadero peligro de muerte o si ha muerto ya el enfermo (cn.941).


He aquí los admirables efectos que produce la extremaunción dignamente recibida:


a) Aumenta en el alma la gracia santificante, destruyendo las reliquias del pecado (debilidad, malas inclinaciones, etc.) y fortaleciendo el alma contra los males pasados, presentes y futuros([7]).

b) Le borra los pecados mortales en caso de que el hombre, inculpablemente, no pueda confesarse, con tal de que tenga atrición sobrenatural por sus pecados([8]). La razón es porque, aunque éste sea de suyo un sacramento de vivos —cuya recepción exige el estado de gracia en el alma—, accidentalmente puede actuar como un sacramento de muertos, dándole la gracia al pecador de buena fe que no puede confesarse.

c) Le quita —en parte al menos, y según el grado de sus disposiciones interiores —la pena temporal debida por los pecados ya perdonados([9]).

d) Le restituye la salud del cuerpo, si es conveniente para su alma. Este es un efecto secundario, pero infalible si conviene al bien espiritual del enfermo([10]). Se han dado infinidad de casos de enfermos que empezaron a mejorar apenas recibir la extremaunción, hasta recobrar por completo la salud. En todo caso, si no le conviene la salud, aliviará los dolores del enfermo.


Por estos maravillosos efectos puede verse la importancia extraordinaria que tiene este admirable sacramento. Hay que procurar que todos los enfermos lo reciban a tiempo, como desea maternalmente la Iglesia (cn. 944) En casos, sobre todo, de muertes repentinas, puede depender del sacramento de la extremaunción la misma salvación eterna de un ser querido.


En efecto, para la recuperación de la gracia santificante en un enfermo destituido ya del uso de los sentidos es más seguro el sacramento de la extremaunción que la misma absolución sacramental. La razón es porque el sacramento de la penitencia requiere, para su validez, al menos la atrición sobrenatural del pecador manifestada externamente de algún modo. En cambio, para la validez de la extremaunción es suficiente la atrición habitual aunque no se la manifieste externamente de ningún modo. Por consiguiente, podría darse el caso (v.gr., en un hombre que acaba de morir atropellado por un automóvil, pero que está todavía en el período de la muerte aparente) que la absolución sacramental no surtiera efecto alguno y se condenara por estar en pecado mortal y no haber manifestado su arrepentimiento de atrición en forma externa, ya que faltaría con ella la materia próxima necesaria para la validez del sacramento de la penitencia. Y, en cambio, ese mismo hombre podría recuperar la gracia y salvarse con el sacramento de la extremaunción, ya que para éste no se requiere ninguna manifestación externa de dolor, con tal de tenerla interiormente (atrición sobrenatural) al menos de una manera habitual.


Por esta razón, nunca se insistirá bastante en la necesidad de llamar urgentemente al sacerdote, en casos de muerte repentina por enfermedad o accidente, para que administre al presunto muerto la absolución sacramental y, sobre todo, el sacramento de la extremaunción. ¡Cuántos desgraciados se habrán perdido para siempre por el descuido de su familia, que se preocupó tan sólo de llorarle inútilmente en vez de haberle procurado la salvación del alma mediante el sacramento de la extremaunción! Volveremos sobre esto al hablar de la muerte aparente en relación con los santos sacramentos.


182. d) LA BENDICIÓN APOSTÓLICA.— Después de administrados los sacramentos de la penitencia, eucaristía y extremaunción, suele darse al enfermo la bendición papal con indulgencia plenaria. Puede darla cualquier sacerdote que asista al enfermo, sea o no párroco.


Y el efecto de esa indulgencia plenaria lo recibe el enfermo no en el momento en que se le administra, sino en el instante mismo de morir. Bajo pena de nulidad debe usarse la fórmula de Benedicto XIV, que traen el Ritual, Breviario y Diurno.


Si consiguiera lucrar plenamente esta indulgencia plenaria, el alma quedaría totalmente exenta de las penas del purgatorio. De ahí la gran importancia de la conveniente preparación del enfermo. Para su validez se requiere que éste pronuncie con la boca, o al menos con el corazón, el santo nombre de Jesús. Es también necesario que acepte con resignación, en expiación de sus pecados, los dolores de la enfermedad y la muerte si Dios ha determinado enviársela en aquella ocasión.


183. e) LA RECOMENDACIÓN DEL ALMA.— La principal preparación para la muerte es la digna recepción de los últimos sacramentos en la forma que acabamos de decir. Pero la santa madre Iglesia no se cansa de prodigar sus cuidados maternales sobre sus hijos moribundos, que van a emprender el viaje hacia la patria y les ayuda y asiste hasta el momento mismo de exhalar el último suspiro. Por eso ha incluido en su Ritual Romano (tit.5 c.7) las bellísimas oraciones que se dicen por los enfermos situados ya in extremis, y que llevan el titulo de «recomendación del alma». Estas oraciones debe decirlas el sacerdote si está presente; pero, en su ausencia, puede recitarlas cualquier persona que asista al moribundo.


He aquí algunos fragmentos de las bellísimas oraciones de la «recomendación del alma»:


«Sal de este mundo, alma cristiana, en el nombre de Dios Padre todopoderoso, que te creó; en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por ti padeció; en el nombre del Espíritu Santo, que en ti se infundió; en el nombre de la gloriosa y santa Madre de Dios, la Virgen María; en el nombre de San José, ínclito Esposo de la misma Virgen; en el nombre de los ángeles y arcángeles, en el nombre de los tronos y dominaciones, en el nombre de los principados y potestades, en el nombre de los querubines y serafines, en el nombre de los patriarcas y profetas, en el nombre de los santos apóstoles y evangelistas, en el nombre de los santos monjes y ermitaños, en el nombre de las santas vírgenes y de todos los santos y santas de Dios; descansa hoy en paz, y tu morada sea la santa ciudad de Sión. Así sea.
Dios misericordioso, Dios clemente, Dios que, según la muchedumbre de tus misericordias, borras los pecados de los arrepentidos y los limpias por la gracia de remisión de las culpas de sus pasados crímenes, mira propicio a este tu siervo y escucha las súplicas con que de todo corazón te pide el perdón de todos sus pecados. Renueva en él, ¡oh Padre piadosísimo!, todo lo que corrompió la fragilidad terrena o mancilló la malicia del demonio; y añade a la unidad del cuerpo de la Iglesia ese miembro redimido. Apiádate, Señor, de sus gemidos, apiádate de sus lágrimas; y admite al misterio de tu reconciliación al que no confía sino en tu misericordia. Por Cristo Nuestro Señor. Así sea.

Encomiéndote a Dios todopoderoso, querido hermano y entrégote en manos de Aquel cuya criatura eres, para que, después que hayas pagado la deuda de la humanidad mediante la muerte, vuelvas a tu autor, que te formó del barro de la tierra. Una esplendorosa multitud de ángeles venga al encuentro de tu alma cuando salga de tu cuerpo; venga a recibirte el senado de los apóstoles, que son los jueces del mundo; sálgate al camino el ejército triunfante de los mártires con sus blancas vestiduras; rodéete la muchedumbre rutilante de los confesores con sus lirios en las manos; recíbate con sus cánticos el coro de las vírgenes, y sé estrechado con el abrazo del beatífico reposo en el seno de los patriarcas. San José, dulcísimo abogado de los moribundos, te aliente a grande esperanza; la Virgen María, Santa Madre de Dios, vuelva a ti sus ojos benigna; aparezca ante tus ojos, dulce y festivo, el semblante de Cristo Jesús, el cual te señale lugar entre los que forman su eterna corte.

No sientas ninguno de los horrores de las tinieblas, ni el rechinar de dientes de los que arden en las llamas, ni suplicio alguno de los tormentos del infierno.

Retroceda ante ti el horribilísimo Satanás con sus satélites; tiemble al verte llegar acompañado de los ángeles y huya al horrendo caos de la eterna noche. Levántese Dios, y sean desbaratados sus enemigos, y huyan de su vista los que le aborrecen. Desvanézcanse como se desvanece el humo; como se derrite la cera en presencia del fuego, así perezcan los pecadores a la vista de Dios; y banqueteen los justos y regocíjense en el acatamiento divino.
Así, pues, confúndanse y avergüéncense todas las legiones infernales, y los ministros de Satanás no osen estorbar tu camino. Líbrete del tormento Cristo, que por ti fue crucificado. Líbrete de la muerte eterna Cristo, que se dignó morir por ti. Póngate Cristo, Hijo de Dios vivo, en los jardines siempre amenos de su paraíso, y reconózcate aquel verdadero Pastor por oveja de su rebaño. Él te absuelva de todos tus pecados y te coloque a su diestra en la heredad de sus escogidos. Veas a tu Redentor cara a cara y, asistiendo siempre en su presencia, contemples la divina verdad, manifestísima a los ojos bienaventurados. Colocado, pues, entre los ejércitos bienaventurados, goza de la dulcedumbre de la contemplación divina por los siglos de los siglos. Así sea.

Rogámoste, Señor, que no te acuerdes de los pecados de su juventud ni de sus extravíos; antes bien, según tu gran misericordia, acuérdate de él en la gloria de tu claridad. Ábransele los cielos, festéjenle los ángeles. Recibe, Señor, en tu reino a tu siervo. Recíbale San Miguel, arcángel de Dios, que mereció el principado de la celestial milicia. Sálganle al encuentro los santos ángeles de Dios y condúzcanle a la ciudad de la Jerusalén celestial. Recíbale San Pedro Apóstol, a quien Dios entregó las llaves del reino de los cielos; Ayúdele San Pablo Apóstol, que mereció ser vaso de elección. Interceda por él San Juan Apóstol, escogido de Dios, a quien fueron revelados los secretos del cielo. Rueguen por él todos los santos apóstoles, a quienes el Señor confirió la potestad de atar y desatar. Intercedan por él todos los santos escogidos de Dios, que padecieron tormentos en este mundo por el nombre de Cristo; para que, libre de las ataduras de la carne, merezca llegar a la gloria del reino celestial, concediéndoselo Nuestro Señor Jesucristo, quien con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Así sea».



________________________________________
[1]) Cf. ZALBA, Theologiæ morales summa, t.2 (BAC, n.106) n.264 appl. 1 y 6.


[2]) Cf. ARREGUI, Compendio de teología moral (Bilbao, 1945) n.114, 4; ZALBA, l.c., appl. 7.


[3]) P. VILLARINO, Caminos de vida, n. 11: Cómo se muere.


[4]) El canon habla solamente del viático, pero ya se comprende que, de ordinario, debe precederle la confesión sacramental.


[5]) Propiamente hablando, el pecado de los familiares sería contra la caridad; no contra el mandamiento de la Iglesia, que obliga únicamente al enfermo. Sin embargo, el canon 860 del Código de Derecho Canónico advierte expresamente que «la obligación del precepto de recibir la comunión que tienen tos impúberes recae también, y de una manera especial, sobre aquellos que deben cuidar de los mismos, esto es, sobre los padres, tutores, confesor, maestros y párrocos». 
Acaso, por analogía, pudiera decirse otro tanto de los familiares que no avisan a tiempo al enfermo, 
sobre todo si éste no se da cuenta de su peligrosa situación.


[6]) Nótese la importancia y belleza de este canon, 
La Iglesia manda que los niños pequeños en peligro de muerte reciban el viático aun antes de haber recibido la primera comunión y sin que sepan el catecismo ni ninguna otra cosa. Basta con que sepan que aquello que se les da no es el pan material, sino el cuerpo de Cristo (del Niño Jesús, se les puede decir) envuelto en aquellos accidentes eucarísticos. 
El niño recibirá con ello un aumento de gracia santificante (ex opere operato, o sea por la virtud misma del sacramento), 
que se traducirá después en un aumento de gloria para toda la eternidad. Es lástima que por no saber estas cosas tan bellas 
las omitan muchas familias cristianas cuando se les muere uno de sus hijos pequeñitos.


[7]) Suppl., 30, 1; cf. Denz. 927.

[8]) Suppl., 30, 1 ad.2.

[9]) Suppl., 30,1 ; cf. Iac. 5,15; Denz. 927.

[10]) Suppl., 30,2 ; cf. Denz. 700 909 927.

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