
Así como hay objetos sagrados, hay días sagrados. Dios ha sacralizado el tiempo. Lo hizo ya desde el Antiguo Testamento. Si ya todo el tiempo hace referencia a Dios, se dirige a Él y procede de Él, hay tiempos entre los tiempos que hacen referencia al Creador de un modo más expreso.
Esos días tienen aparejadas gracias especiales si los aprovechamos. Esos días tienen que ser un encuentro con Él. El día como encuentro, una hora determinada como redescubrimiento de la Divinidad. Para esos días-encuentro la Iglesia nos propone un misterio en especial: en estos días aspectos concretos de la Pasión.
Eso es lo que los curas intentamos vivir en una pequeña parroquia de pueblo. En medio de los sucesivos problemas que nos encontramos: la megafonía se acopla, no se encuentra el leccionario del día, dónde está la cera líquida de las velas, alguien sabe dónde está la llave del arca eucarística de Jueves Santo. El niño llora y llora, después berrea con todas sus fuerzas (ya ni me oigo), después el móvil de una mujer suena con la música más estrafalaria del mundo, tarda dos minutos en encontrarlo en su bolso, cuando lo encuentra ya ha dejado de sonar, pero vuelve a sonar treinta segundos después. Sí, no siempre resulta fácil meterse plenamente en la profundidad del misterio.
Los problemas que he expuesto son supuestos, todavía no he celebrado la Misa de Jueves Santo. Pero este tipo de inconvenientes tienen una clara tendencia a reiterarse.
Pero pase lo que pase, haré lo posible por sumergirme en la celebración. Haré lo posible por sentirme como un San Pablo que celebra estos días con su comunidad. Trataré de sentirme pastor en medio de ovejas hambrientas de un alimento espiritual. Intentaré disfrutar de la misa, de la adoración y de la hora santa. Jesús estará allí realmente, aunque me deje presidir a mí.
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