La gracia de Dios es un destello de la bondad divina que, viniendo del cielo al alma, la llena, hasta sus profundidades, de una luz tan dulce y a la vez tan potente que embelesa el mismo ojo de Dios; se convierte en objeto de su amor y se ve adoptada como esposa y como hija, para ser finalmente elevada, sobre todas las posibilidades de la naturaleza. De esta suerte, en el seno del Padre celestial, junto al Hijo divino, participa el alma de la naturaleza divina, de su vida, de su gloria y recibe en herencia el reino de su felicidad eterna.
La Virgen María, a quien el ángel saludó diciéndole: llena eres de gracia
Estas palabras, cada una de las cuales anuncia una nueva maravilla, exceden con mucho el alcance de nuestra razón. Ni debemos extrañarnos de no podernos formar una idea acerca de estos bienes, siendo así que los mismos ángeles, aun poseyéndolos, apenas pueden apreciar su valor. Fijas sus miradas en el trono de la misericordia divina, no pueden hacer otra cosa que adorar con el mas profundo respeto, si es que no se asombran otro tanto al considerar nuestra locura, al ver que tan poco estimamos la gracia de Dios y somos tan negligentes para procurarla, como fáciles para rechazarla. Lloran nuestro infortunio cuando por el pecado perdemos esta dignidad celeste a la que Dios nos había elevado. Estábamos sobre los ángeles y ahora nos encontramos en el fondo del abismo, entre las bestias y los demonios. ¡Como estaremos de endurecidos, insensatos, que apenas lo sentimos!
Enseña el Ángel de la Escuela que el mundo entero, con todo lo que contiene, a los ojos divinos tiene menos valor que un solo hombre en estado de gracia[1]. San Agustín va más lejos y afirma que el cielo y todos los coros los ángeles no pueden comparársele[2]. El hombre debiera estar más reconocido a Dios por la menor gracia que si recibiera la perfección de los espíritus puros o el dominio de los mundos celestiales. ¿Cómo no ha de aventajar entonces la gracia a todos los bienes de la tierra?
A pesar de todo, se le prefiere cualquiera de estos bienes y se la canjea, ¡sacrilegio horrendo!, con los más abominables; ¡se juega con ella, se burla de ella!
No se avergüenzan los hombres de sacrificar a la ligera esta plenitud de bienes que Dios nos ofrece a una consigo mismo. ¡Y todo por no tenerse que privar de una mirada impura! Más insensatos que Esaú, venden su herencia por el miserable goce de un instante. ¡Y eso que sobrepujaba en valor a todo el mundo!
Asombraos, cielos; puertas del empíreo, declaraos en duelo[3].
¿Quien sería tan temerario e insensato que, para procurarse un breve deleite, hiciera desaparecer el sol del mundo, y decretara la caída de las estrellas e introdujera la confusión en todos los elementos? ¿Quién osaría sacrificar todo el mundo a un capricho, a una codicia? ¿Qué supone la pérdida del mundo en comparación de la pérdida de la gracia? ¡Y pensar que esto se lleva a cabo con tanta facilidad y frecuencia! Tal hecho acontece, no digo a diario, ¡sino a cada instante y en muchísimos hombres! ¿Cuántos son los que se esfuerzan por impedirlo sea en si mismos sea en otros? ¿Cuántos los que se entristecen y lloran por ello?
Nos estremecemos cuando se oscurece el sol por un instante, cuando un terremoto devasta una ciudad, cuando una epidemia siega a hombres y animales. Sin embargo se da algo mucho más terrible y más triste, que se repite a diario sin que nos conmovamos: el que tantos hombre pierdan de continuo la gracia de Dios y desprecien las ocasiones mas favorables de procurarla y acrecentarla.
Temblaba Elías ante la conmoción de la montana[4]; el profeta Jeremías estaba inconsolable en vista de la destrucción de la ciudad santa; el derrumbe del bienestar de Job sumergió a sus amigos, durante siete días, en un dolor mudo. ¡Lloremos nuestra desdicha! Nunca será suficientemente intenso nuestro duelo, si hemos llegado a destruir en nuestra alma el paraíso de la gracia. Pues en tal caso, perdemos el reflejo de la naturaleza divina; nos privamos de la reina de las virtudes, la caridad, con todos los efectos sobrenaturales; arrojamos de nosotros los dones del Espíritu Santo y al mismo huésped celestial; rechazamos nuestra filiación divina, las ventajas de la amistad de Dios, el derecho a su herencia, el fruto de los sacramentos y de nuestros méritos; en una palabra, desechamos a Dios, el cielo, la gracia con todos sus tesoros.
El alma que pierde la gracia puede aplicarse a sí propia la lamentación de Jeremías sobre Jerusalén: ¿Cómo el Señor, en su cólera, ha cubierto de una nube a la hija de Sion? Ha precipitado del cielo sobre la tierra la magnificencia de Israel; en el día de su cólera no se acordó del escabel de sus pies. El Señor ha destruido sin piedad la morada espléndida de Jacob[5]. ¿Dónde encontrar a quien reflexione en su infortunio, al que se lamente, al que se ponga en guardia contra nuevos pecados? Toda la tierra fue cubierta de destrucción, porque no se encontró una persona que se inquietara[6].
Salta a la vista que amamos poco nuestra verdadera dicha y que apenas reconocemos el amor infinito con que Dios nos previene y los tesoros que nos ofrece. Obramos como aquellos israelitas a los que Dios quería sacar de la esclavitud de Egipto y del árido desierto, para llevarlos a un país en el que fluían leche y miel. Despreciaron este don inmerecido; desdeñaron hasta la mano que Dios les tendía en el camino, le devolvieron las espaldas y ansiaron nuevamente “las ollas de carne de Egipto”[7]. La tierra de promisión era una imagen del cielo prometido por Dios a sus elegidos; el maná significaba la gracia de que debemos alimentarnos y tomar fuerzas en el camino de la patria celestial. Si ya entonces levantó Dio su mano vengadora contra los que despreciaban un país tan bello, tan apetecible, y los hizo perecer en el desierto[8], ¿cuál será el precio que deberemos pagar nosotros por haber despreciado el cielo y la gracia?
Causa de este deplorable menosprecio es que nuestros sentidos nos dan una idea demasiado alta de los bienes perecederos, y nuestro conocimiento de los bienes eternos es sobrado superficial. Consideremos con más atención estos dos extremos y procuremos reparar nuestro error. El aprecio de los bienes celestiales aumentará en nosotros en la misma medida en que baje el aprecio de los bienes terrenos[9]. Acerquémonos todo lo posible a esta fuente inagotable de la gracia divina; esas riquezas robarán nuestra atención y harán que despreciemos los bienes de la tierra. En esa forma, aprenderemos a estimarla. “Aquel que venera y alaba la gracia —dice San Juan Crisóstomo— la guardará y vigilará celosamente”[10].
Comencemos, pues, con la ayuda de Dios, la alabanza de la gloria de su gracia[11].
Dios todopoderoso y bueno, Padre de las luces y de las misericordias, de quien procede todo don[12], Tú que, según el designio de tu voluntad nos has adoptado por la gracia, que desde el principio del mundo escogiste y predestinaste para nosotros a tu Hijo, para que como hijos tuyos seamos santos e inmaculados en tu presencia con un santo amor[13], concédenos el espíritu de sabiduría y de revelación, aclara los ojos de nuestro corazón, y así conoceremos la esperanza de tu elección, las riquezas de la gloria de tu herencia en tus santos[14]. Dame luz y fuerza, para que consiga no disminuir con mis palabras este don de la gracia, por la cual tú arrancas a los hombres del polvo de su raza mortal y los adoptas en tu divina familia.
Señor Jesucristo, Salvador nuestro, Hijo de Dios vivo, por tu sangre divina derramada para salvarnos y restituirnos gracia, haz que logre mostrar, según mis débiles fuerzas, el valor inestimable de esa gracia comprada por ti a semejante precio.
Y tú, Espíritu supremo y santo, sello y prenda del divino amor, huésped santificador de nuestra alma, por quien la gracia y la caridad se derraman en nuestro corazón, tú, que mediante tus siete dones las nutres y las sostienes y que jamás das la gracia sin que te des a ti mismo, revélanos su esencia y su valor inapreciable.
Santa Madre de Dios, Madre de la divina gracia, haz que pueda mostrar a los hombres, convertidos por la gracia en hijos de Dios e hijos tuyos, los tesoros por los cuales ofreciste a tu divino Hijo.
Santos ángeles, espíritus glorificados por el resplandor de la gracia divina, y vosotras, almas santas, de pasasteis de este destierro al seno del Padre celestial, todos cuantos allá arriba gozáis del fruto de la gracia, ayudadme con vuestras plegarias para que, disipadas las nubes que ocultan a mis ojos y a los ojos de los demás el sol de la gracia, luzca éste en todo su brillo y, por su resplandor, despierte en nuestros corazones el amor y la nostalgia de la vida imperecedera.
Continuará…
M. J. Scheeben, Las maravillas de la Gracia divina, cap. I
[1] Santo Tomás, Suma Teológica, I, II, q 113, a. 9, ad 2. Acerca de la gracia en general, véanse las cuestiones 109 a 114 de la misma parte
[2] Ad Bonif., c. II, epist. I. 2, c. 6.
[3] Jeremías, II, 12.
[4] Libro tercero de los Reyes, XIX, 11. Dios sacudía la montaña ante Elías, para mostrarle que no se halla en la agitación.
[5] Lamentaciones, II, 1-2.
[6] Jeremías, XII, 11
[7] Éxodo, XVI, 3.
[8] Salmo, CV, 26.
[9] San Bernardo, In ascensione Domini, s. 3, n. 7.
[10] In Ephes., Homil. I, n. 3.
[11] Efesios, I, 6.
[12] Epístola de Santiago, I, 12.
[13] Efesios, I, 4-6.
[14] Efesios, I, 17-18.
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