sábado, 16 de julio de 2011

LA CONJURACIÓN ANTICRISTIANA, CAP. 2

LA CONJURACIÓN ANTICRISTIANA, CAP. 2: "

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LA CONJURACION ANTICRISTIANA

EL TEMPLO MASONICO LEVANTADO
SOBRE LAS RUINAS DE LA IGLESIA CATOLICA


Las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella.
(Mat, XVI,18)

A María

PRESERVADA DEL PECADO ORIGINAL
EN PREVISIÓN DE LOS MÉRITOS
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO


Dijo Dios a la serpiente:
Pondré enemistad entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y la descendencia de Ella.
Ella te aplastará tu cabeza. Y tú pondrás asechanzas contra su talón.
(Génesis, III. 15).

I. ESTADO DE LA CUESTIÓN

CAPITULO II

LAS DOS CONCEPCIONES DE LA VIDA

La civilización cristiana procede de una concepción de la vida que es completamente opuesta a la que dio origen a la civilización pagana.

El paganismo, habiendo empujado al género humano por la pendiente que el pecado original lo había conducido, decía que el hombre está sobre la tierra para gozar de la vida y de los bienes que este mundo le ofrece. El pagano no ambicionaba, no buscaba nada más allá que el goce de la vida; y la sociedad pagana estaba organizada con el fin de procurarse estos bienes tan abundantes y esos placeres tan refinados o incluso hasta groseros a que pueden llegar, y solamente para aquellos que estaban en condiciones de obtenerlos. La civilización antigua se basaba en este principio, todas sus instituciones se sustentaban, sobre todo, en dos pilares, la esclavitud y la guerra. Y ya que la naturaleza no era lo bastante generosa, y sobre todo, porque en esa época, no se habían cultivado las tierras desde mucho tiempo y lo suficientemente bien para obtener todos los disfrutes deseados, el pueblo fuerte sometía al pueblo débil, y los ciudadanos hacían esclavos a los extranjeros e incluso a sus hermanos para proveerse de las fuentes de riqueza e instrumentos de placer.

El cristianismo vino, en cambio, a decirle al hombre que debía buscar en otra dirección la felicidad cuya necesidad no cesa de atormentarlo. Invirtió el concepto que el pagano tenía sobre la vida. El divino Salvador nos enseña con su palabra y nos persuade con su muerte y su resurrección, de que la vida presente es una vía, y que ésta no es LA VIDA a la cual su Padre nos ha destinado.

La vida presente no es más que la preparación para la vida eterna. Aquella es el camino que conduce a ésta. Estamos en vía, nos decían los escolásticos, caminando ad terminum, en marcha para el cielo. Los científicos de hoy expresarían la misma idea diciendo que la tierra es el laboratorio donde se forman las almas, donde se reciben y se desarrollan las facultades sobrenaturales de las que el cristiano, después de haber terminado su paso en esta vida, gozará en la celestial morada. Así como la vida embrionaria es en el seno materno, ya que también es una vida, pero una vida en formación, y en donde se elaboran los sentidos que tendrán que funcionar en la estancia terrestre: los ojos con los cuales contemplará la naturaleza, el oído que recogerá sus armonías, la voz que allí pronunciará sus cantos, etc.

En el cielo veremos a Dios cara a cara[1], esta es la gran promesa que se nos hace. Toda la religión se basa en ella. Y sin embargo, ninguna naturaleza creada, por sí misma, es capaz de esta visión.

Todos los seres vivos tienen su manera de conocer, que está limitada por la naturaleza que le es propia. La planta tiene un determinado conocimiento de los nutrientes que necesita para su sustento, puesto que sus raíces se extienden hacia ellos, los busca para introducirlos dentro de ella. Este conocimiento no es propiamente una visión. El animal, en cambio, ve, pero no tiene la inteligencia de las cosas que sus ojos abarcan. El hombre, por su parte, comprende estas cosas, su razón las penetra, abstrae las ideas que contienen y por ellas se eleva a la ciencia. Pero las substancias de las cosas le permanecen ocultas al hombre, porque él no es más que un animal racional y no una inteligencia pura. Los mismos ángeles, que son intelectos puros, pueden contemplar directamente las substancias de su misma naturaleza y a fortiori las substancias inferiores. Pero tampoco pueden ver a Dios. Dios es una sustancia completamente aparte, de un orden infinitamente superior. El mayor esfuerzo del intelecto humano ha llegado a calificar a Dios como siendo “Acto puro”, y la revelación nos dice que Dios es una Trinidad de personas en unidad de sustancia; la Segunda engendrada por la Primera, la Tercera procedente de las otras dos; todo dentro de una vida de inteligencia y de amor que no tiene ni comienzo ni fin. Ver a Dios como Él se ve, amarlo como Él se ama – que es lo que constituye la bienaventuranza prometida – está fuera del alcance de toda naturaleza creada e incluso posible. Para comprenderlo se debería ser nada menos que igual a Dios.

Pero lo que no le pertenece por naturaleza al hombre puede serle proporcionado por un don gratuito de Dios. Y así es: lo sabemos porque Dios nos ha revelado haberlo hecho de esta manera. Tanto para los ángeles como para nosotros. Los ángeles buenos ven a Dios cara a cara, y nosotros somos llamados a gozar de la misma felicidad.

Pero sólo podemos alcanzar esa visión por algo de sobreañadido que nos eleve por sobre nuestra naturaleza, algo sobreañadido que nos haga capaces de poder contemplar a Dios; siendo el hombre radicalmente impotente por sí mismo, como sería el don de la razón a un animal o el don de la vista a una planta. Este algo sobreañadido, se llama aquí, en esta vida, la gracia santificante. El apóstol San Pedro dice que es una participación de la naturaleza divina. Necesariamente tiene que ser así; acabamos de ver que, en ningún ser, la operación de determinado ser no sobrepasada y no puede sobrepasar la naturaleza de ese mismo ser. Y si un día seremos capaces de ver a Dios, es porque Él habrá depositado algo de divino en nosotros, se habrá transformado en una parte de nuestro ser, y lo elevará hasta hacerlo semejante a Dios “Bienaventurados, dice al apóstol San Juan, somos ahora hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es” (I Juan, 3, 2).

Este algo, lo recibimos aquí abajo en el santo bautismo. El apóstol San Juan lo llama una simiente (I Juan 3, 9), es decir, un comienzo de vida. Es lo que nuestro Señor nos señalaba cuando le habló a Nicodemo sobre la necesidad de un nuevo nacimiento, de una nueva generación de la vida: La vida que el Padre tiene en sí mismo, que Él la da al Hijo y que el Hijo nos la trae y nos la injerta conjuntamente con Él por el santo Bautismo. La palabra injerto, que da una imagen tan viva de todo este misterio, San Pablo la había tomado de nuestro Señor cuando le dijo a los apóstoles: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos, como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no está unida a la vid, así ustedes tampoco si no permanecen en mi”.

Estas nobles ideas eran familiares para los primeros cristianos. Esto se demuestra cuando los apóstoles hablan de ellas en las epístolas, puesto que lo hacen como siendo algo ya conocido. Y de hecho, así fue que los ritos del bautismo se les enseñaban en las largas catequesis. Después, las vestiduras blancas de los neófitos les decía que iban a comenzar una vida nueva, que ellos eran por esta vía vueltos a la inocencia: Hijos espirituales, se les decía, como niños recién nacidos, deseáis ardientemente la leche que debe alimentar vuestra vida sobrenatural; la leche de la fe sin alteración, sine dolo lac concupiscite, y la leche de la caridad divina. Cuando el desarrollo de este germen que recibisteis haya llegado a su término, esa fe se transformará en una clara visión, esa caridad se convertirá en amor divino.

Toda la vida presente debe tender a desarrollar esta flor, la transformación del viejo hombre, el hombre de la naturaleza pura e incluso de la naturaleza caída, en el hombre deificado. Esto es lo que ocurre en este mundo en el cristiano fiel. Las virtudes sobrenaturales, infundidas en nuestra alma en el bautismo, se desarrollan día a día por el ejercicio que hacemos de ellas con la ayuda de la gracia y haciendo que la gracia sea capaz de actos sobrenaturales que deberán completarse en el cielo. La entrada en el cielo será como un nacimiento, así como el bautismo fue la concepción.

Así son las cosas. Esto es lo que Jesús hizo y a lo que vino a enseñar al género humano. Desde entonces la concepción de la vida presente cambió radicalmente. El hombre ya no estaba en la tierra para gozar y morir, sino para prepararse para la vida de lo alto y merecerla.

GOZAR, MERECER, son las dos palabras que caracterizan por separado dos civilizaciones opuestas.

Esto no quiere decir que desde el momento en que el cristianismo comenzó a ser predicado, los hombres no pensaron ya en ninguna otra cosa que no fuese su propia santificación. Ellos continuaron siguiendo los fines secundarios de la vida presente, y ejerciendo, en la familia y en la sociedad, las funciones que se requieren y los deberes que se imponen. Además, la santificación no se opera solamente por los ejercicios espirituales, sino por la realización de todo deber de estado, por todo acto hecho con pureza de intención. “Y todo lo que hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús… y andéis de una manera digna del Señor, procurando serle gratos en todo, dando frutos de toda obra buena y creciendo en el conocimiento de Dios” (Colos., 3, 17; Colos. 1, 10).

Además de esto, permanecían en la sociedad, y en ella permanecerán hasta el fin de los tiempos, las dos categorías de hombres que Sagrada Escritura denomina tan bien: los buenos y los malos. Hay que observar, no obstante, que el número de malos disminuyó y de los buenos creció a medida que la fe tomó más imperio en la sociedad. Estos, porque tienen fe en la vida eterna, aman a Dios, hacen el bien, observan la justicia, son los benefactores de sus hermanos, y por todo eso, hacen reinar en la sociedad la seguridad y la paz. Aquéllos, porque no tienen fe, porque sus ojos permanecieron fijos en la tierra, son egoístas, sin amor, compasión por sus semejantes: enemigos de todo bien, ellos son en la sociedad causa discordia y estancamiento para la civilización.

Mezclados los unos con los otros, los buenos y los malos, los creyentes y los incrédulos, forman las dos ciudades descritas por San Agustín: “El egoísmo llevado hasta el menosprecio de Dios constituye la sociedad comúnmente llamada ‘el mundo’; el amor a Dios, llevado hasta el menosprecio de sí mismo, produce la santidad y puebla la ‘ciudad celestial’”.

A medida que el nuevo concepto de la vida traído por nuestro Señor Jesucristo a la tierra penetró en las inteligencias y en los corazones, la sociedad se modificó: la nueva concepción de la vida cambió las costumbres, y bajo el impulso de estas ideas y costumbres, las instituciones se transformaron. La esclavitud desapareció, y en vez de ver a los poderosos someter a sus hermanos, se les ve dedicarse hasta el heroísmo para procurarles el pan de la vida presente, y también, sobre todo, para obtenerles el pan de la vida espiritual, para elevar a las almas y santificarlas. La guerra ya no era hecha para apoderarse de los territorios de los otros y tomar a los hombres y mujeres como esclavos, sino para romper los obstáculos que se oponían a la extensión del reino de Cristo y obtener para los esclavos del demonio la libertad de los hijos de Dios.

Facilitar, favorecer la libertad de los hombres y pueblos en su progreso hacia el bien, se volvió el objetivo hacia el cual se dirigían las instituciones sociales, aunque no siempre como un fin expresamente determinado. Y las almas aspiraban al cielo y trabajaban para merecerlo. La posesión de los bienes temporales para gozar de lo que se puede obtener de ellos, no fue más el único e incluso principal objetivo de la actividad de los cristianos, al menos de los que estaban realmente imbuidos del espíritu cristiano, sino la búsqueda de los bienes espirituales, la santificación del alma, el crecimiento de las virtudes, que son el ornamento y las verdaderas delicias de la vida de aquí abajo, y al mismo tiempo prendas de la bienaventuranza eterna.

Las virtudes adquiridas por los esfuerzos personales se transmitían por la educación de una generación a otra; y así se formó poco a poco la nueva jerarquía social, fundada no más sobre la fuerza y sus abusos, sino sobre el mérito: en la parte baja, las familias que se aplicaron a la virtud del trabajo; en el medio, aquéllas que, sabiendo juntar al trabajo la moderación en el uso de los bienes que le proporciona, fundaron la propiedad mediante el ahorro; en la parte alta, aquéllos que, denegándose del egoísmo, se elevaron a las sublimes virtudes de dedicación a los demás: pueblo, burguesía, aristocracia. La sociedad se estableció y las familias escalonadas sobre el mérito ascendente de las virtudes, transmitidas de generación en generación.

Tal fue la obra de la Edad Media. Durante su curso, la Iglesia realizó una triple tarea. Ella luchó contra el mal que provenía de las distintas sectas del paganismo y lo destruyó; transformó los buenos elementos que se encontraban entre los antiguos romanos y en las distintas razas de bárbaros; y finalmente, ella hizo triunfar el ideal que nuestro Señor Jesucristo diera de la verdadera civilización. Para llegar a esto, ella primero procuró reformar el corazón del hombre; de allí vino la reforma de la familia, la familia reformó al Estado y a la sociedad: vía opuesta a la que se quiere seguir hoy.

Sin duda, creer que, en el orden que acabamos explicar no haya habido desorden, sería un error. El antiguo espíritu, el espíritu del mundo que nuestro Señor había anatematizado, nunca fue, y nunca será completamente vencido. Siempre, incluso en los mejores épocas, incluso cuando la Iglesia obtuvo en la sociedad la mayor ascendencia, hubo hombres buenos y hombres malos; pero se veían a las familias subir en razón de sus virtudes o declinar en razón de sus vicios; se veía a los pueblos distinguirse entre sí por sus civilizaciones, y el grado de civilización correspondía a las aspiraciones dominantes en cada nación: ellas se elevaban cuando estas aspiraciones se purificaban y subían; retrocedían cuando sus aspiraciones los llevaban en dirección al gozo y al egoísmo. Sin embargo, aunque ocurriera que las naciones, familias e individuos se abandonaban a los instintos de la naturaleza o a ellos resistían, el ideal cristiano permaneció siempre mantenido inflexiblemente bajo los ojos de todos por la Santa Iglesia.

El impulso impreso a la sociedad por el cristianismo comenzó a disminuir en el siglo XIII: la liturgia lo constata y los hechos lo demuestran. En un primer momento hubo una paralización, después el retroceso. Este retroceso, o más bien, esa nueva orientación, fue luego tan manifiesto que recibió un nombre, el RENACIMIENTO, el renacimiento del punto de vista pagano en el ideal de civilización. Y con el retroceso vino la decadencia. Teniendo en cuenta todas las crisis atravesadas, todos los abusos, todas las sombras en el cuadro, es imposible negar que la historia de Franciala misma observación vale para toda la república cristiana – es un ascenso, como historia de una nación, en cuanto domina la influencia moral de la Iglesia, y se convierte en una caída a pesar de todo lo que esa caída tiene a veces de brillante y de épico, puesto que los escritores, los sabios, los artistas y los filósofos sustituyeron a la Iglesia y la despojaron de su dominio



[1] Vidimus nunc per speculum in aenigmate: tunc autem facie ad faciem. Nunc cognosco ex parte; tunc autem cognoscam sicut cognitus sum. (I Cor. 13, 12). Ahora vemos por un espejo y oscuramente, pero entonces veremos cara a cara. Al presente conozco sólo parcialmente, pero entonces conoceré como soy (Mat. 18, 10, 1 Juan, 3, 2)

El concilio de Florencia definió: Animae sanctorum… intuentur clare ipsum Deum trinum el unum siculi est. Las almas de los santos verán claramente a Dios como Él es, en la Trinidad de personas y en la unidad de su naturaleza.

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