CÓMO Y CUÁNDO DEBEMOS ORAR POR LOS DESESPERADOS Y MUERTOS EN EL ALMA
1. "No digo, dice el apóstol San Juan, que se ore por aquel que está en este estado" (1 Jn. 5, 16) Pero ¿por ventura dices, ¡oh apóstol!, que se desespere de él? Antes bien, gima aquel que le ama. No presuma orar, pero no desista de llorar. Mas ¿qué digo? ¿Puede quedar el refugio de la esperanza donde la oración no tiene lugar? Escucha a una persona que cree y espera, pero que, con todo eso, no ora: "Señor, dice, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto" (Jn 11, 21). ¡Grande fe esta, por lo que cree que el Señor podría haber impedido la muerte con su presencia, si se hubiera hallado en aquel lugar! Mas ¿qué dice ella? Lejos de nosotros pensar que la que creyó al Señor bastante poderoso para conservar a Lázaro vivo, dude de si tendrá poder para resucitarle después de muerto. "Sé muy bien, dice, que Dios te dará todo lo que le pidas" (Jn. 11, 22). Además, luego que preguntó dónde le habían puesto, ésta respondió: "Ven y ve" (Jn. 11, 34). ¿Y por qué eso? Ciertamente, ¡oh Marta!, nos da grandes muestras de tu fe; mas ¿cómo puedes tener desconfianza con una fe tan grande? "Ven y ve" (Jn. 11, 34), dices; pero, si no desesperas de un buen suceso, ¿por qué no continúas y añades: Y resucítale? Y si desesperas de esto, ¿por qué fatigas al Señor sin motivo? ¿Acaso porque la fe puede recibir lo que la oración no osa prometerse? En fin, aún quieres impedir que se acerque al cadáver y dices: "Señor, se siente ya un mal olor en él, estando muerto después de cuatro días" (Jn. 11, 39). ¿Por desesperación o disimulo hablas de esta suerte? En efecto, nuestro Señor lo hizo así después de su resurrección fingiendo ir más lejos (cf. Lc. 24, 28), aunque prefería permanecer con los dos discípulos de Emaús. ¡Oh santas mujeres, confidentes de Jesucristo! Si amáis a vuestro hermano, ¿por qué no solicitáis la misericordia de este Señor, de cuyo poder no podéis de ningún modo dudar, como ni tampoco desconfiar de su bondad? Mas entiendo que responden: De este modo, pareciendo no suplicar, oramos más ventajosamente; y obrando como si tuviéramos desconfianza, confiamos más eficazmente. Declaramos nuestra fe, testificamos nuestro amor, y aquel Señor a quien no hay necesidad de decir nada sabe perfectamente adónde se dirigen nuestros deseos. A la verdad, sabemos que puede todas las cosas; mas este milagro tan grande, tan nuevo, tan inusitado, aunque se comprende bajo su poder, sobrepasa, con todo eso, todos los méritos de nuestra bajeza. Nos basta haber dado lugar a su poder y una ocasión a su bondad. Por lo demás, preferimos aguardar pacientemente lo que sea de su agrado a pretender animosamente lo que tal vez no sea de su voluntad. En fin, nuestra detención pudorosa podrá acaso suplir lo que falta a nuestros méritos. Veo también las lágrimas de San Pedro después de su gran pecado, mas no escucho sus súplicas; con todo eso, no dudo de su perdón.
2. Aprende todavía del ejemplo de la madre del Salvador a conservar una gran fe en las cosas maravillosas y a retenerte en la modestia con esta gran fe. Aprende a hermosear tu fe con el rubor y a reprimir los ímpetus de la presunción. "No tienen vino" (Jn. 2, 3), dice la madre a su Hijo. Ve con qué moderación y respeto insinúa a Jesucristo lo que solicita su piedad. Y para que aprendas que debes preferir gemir dulcemente en semejantes casos a pedir con demasiado atrevimiento y presunción, advierte que la santa Virgen, templando el ardor de su caridad con la sombra del pudor, suprime por modestia la confianza que ha concebido por su súplica. No se acerca con empeño, no habla en voz alta, no pasa a decir animosamente delante de todos los concurrentes: Ruégote, hijo mío; falta el vino, los convidados están disgustados, el esposo confundido; haz ver hasta dónde se extiende tu poder. Mas, aunque el ardor de su corazón y el fervor de su caridad le den estos sentimientos y otros muchos semejantes, con todo eso, esta virtuosa madre se dirige aparte a su Hijo, que sabe es omnipotente, no empleando su poder, sino explorando su voluntad. "No tienen vino" (Jn. 2, 3), dice. ¿qué cosa más modesta? ¿Qué cosa más fiel? Ni la fe falta a su piedad, ni la gravedad a sus palabras, ni la eficacia a sus deseos. Si, pues, ésta, que es la madre, olvidándose de la cualidad de madre, no osa pedir el milagro del vino, ¿cómo yo, que no soy más que un miserable esclavo, para quien es demasiado honor ser siervo del Hijo y de la madre, tendré atrevimiento de solicitar con súplicas la vida de un muerto de cuatro días?
3. Leemos en el Evangelio que dos ciegos fueron iluminados, recibiendo el uno la vista de que jamás habái gozado y recobrando el otro la que había perdido; es decir, que el uno había cegado y el otro había nacido ciego. el que había perdido la vista, mereció una admirable misericordia por sus clamores subidos y lastimosos; mas el que había nacido ciego, siendo prevenido, sin haber hecho la menor instancia, recibió en su iluminación un favor tanto más admirable cuanto estaba acompañado de mayor misericordia. En fin, a éste y no a aquel se dijo: "Tu fe te ha salvado" (Lc. 18, 35-43; Jn. 9). Leo todavía en la Escritura que dos personas recientemente muertas y una tercera después de cuatro días fueron resucitadas; mas sólo la hija del príncipe de la sinagoga fue resucitada por las súplicas de su padre estando todavía en la cama, las otras dos lo fueron por el exceso de una bondad inesperada (Cf. Mc. 5, 35-42; Lc. 7, 11-15; Jn. 11).
4. Del mismo modo, si sucede -lo que Dios aparte de nosotros- que algunos de nuestros hermanos llega a morir, no según el cuerpo, sino según el alma, mientras esté todavía entre nosotros, por gran pecador que sea, solicitaré al Señor con mis oraciones y con las de toda la comunidad. Si recibe la vida, habremos recobrado a nuestro hermano; pero, si no merecemos ser oídos y, no pudiendo él soportar a los vivos ni ser ya soportado de ellos, sale fuera, no dejaré, con todo eso, de continuar mis gemidos, mas ya no oraré con toda confianza. No osaré decir abiertamente: Ven, Señor, y resucita a nuestro muerto. Mas, sin embargo, aunque suspenso mi corazón, no cesaré, temblando, de gritar dulcemente en mi interior: Puede ser, puede ser, puede ser que el Señor oiga el deseo de los pobres y que su oreja escuche la disposición de su corazón. Y también: "¿Por ventura harás entre los muertos los milagros o los médicos los resucitarán a fin de que te alaben?" Y hablando del muerto de cuatro días: "¿Por ventura anunciará alguno en el sepulcro tu misericordia, y tu verdad en la perdición?" (Salmo 87, 11-12). Es cierto que el Salvador puede, si quiere, sorprendernos y venir delante de nosotros y, tocado más bien de las lágrimas que de las oraciones de aquellos que llevan el muerto, darle la vida o resucitarle aun estando ya en el sepulcro. Y diré con verdad que está muerto aquel que, defendiendo sus pecados, cayó ya en el octavo grado de la soberbia. Pues la confesión parece en la persona de un muerto, como en quien ya no es (Cf. Ecco. 17, 26). En fin, después del décimo, que es el tercero comenzando desde el octavo, es transportado a la libertad de pecar al ser echado de la sociedad del monasterio. Mas, luego que haya pasado al cuarto, justamente se le llama entonces muerto de cuatro días; y, cayendo en el quinto por la costumbre de pecar, queda enteramente sepultado.
5. No plegue a Dios, con todo eso, que nosotros cesemos de orar en nuestros corazones por estas personas, aunque no osemos hacerlo públicamente, puesto que el mismo San Pablo no dejaba de llorar a aquellos que habían muerto sin haber hecho penitencia (Cf. 2 Cor. 12, 21). Pues, aunque estos infelices se hagan ellos mismos incapaces de las oraciones comunes, no pueden, con todo eso, retirarse enteramente de los corazones de sus hermanos. Pero vean ellos mismos en cuánto peligro se hallan, puesto que la Iglesia, que tiene bastante confianza para orar en favor de los herejes, de los judíos y de los gentiles, no se atreve a hacerlo públicamente por ellos; y, orando expresamente por toda suerte de impíos el día de Viernes Santo, no hace, con todo eso, mención alguan de los excomulgados.
San Bernardo, "De los grados de la Humildad y Soberbia", Cap. 22 (52-56)
No hay comentarios:
Publicar un comentario