“Conviene valorar los pecados según su gravedad. La distinción entre pecado mortal y venial, perceptible ya en la Escritura se ha impuesto en la tradición de la Iglesia. La experiencia de los hombres la corroboran.”
El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.
El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere.
El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación:
Cuando la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa para ser mortal... sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc... En cambio, cuando la voluntad del pecador se dirige a veces a una cosa que contiene en sí un desorden, pero que sin embargo no es contraria al amor de Dios y del prójimo, como una palabra ociosa, una risa superflua, etc., tales pecados son veniales (S. Tomás de A., s. th. I-II 88,2).
Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: ‘Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento’ (RP 17).
La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: ‘No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre’ (Mc 10,19). La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño.
El pecado mortal requiere plena conciencia y entero consentimiento. Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal. La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón (cf Mc 3,5-6 Lc 16,19-31) no disminuyen, sino aumentan, el carácter voluntario del pecado.
La ignorancia involuntaria puede disminuir, si no excusar, la imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado más grave es el que se comete por malicia, por elección deliberada del mal.
El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios.
Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento.
El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral; merece penas temporales. El pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal. No obstante, el pecado venial no nos hace contrarios a la voluntad y la amistad divinas; no rompe la Alianza con Dios. Es humanamente reparable con la gracia de Dios. ‘No priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna’ (RP 17):
El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión... (S. Agustín, ep. Jo. 1, 6)..
“El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca, antes bien será reo de pecado eterno” (Mc 3,29 cf Mt 12,32 Lc 12,10). No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo (cf DEV 46). Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna.
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