Beato John Henry Cardenal Newman
en la Fiesta de San Mateo Apóstol
en la Fiesta de San Mateo Apóstol
A menos que estuviésemos habituados a leer el Nuevo Testamento desde niños, creo que nos sorprenderían mucho sus advertencias, no sólo contra el amor de las riquezas, sino también contra su sola posesión; de otro modo compartiríamos buena parte del pasmo de los Apóstoles quienes habían sido educados en la noción de que constituyen la principal recompensa de Dios para aquellos que ama. Pero, como son las cosas, hemos oído continuamente y tantas veces las más solemnes declaraciones sobre el particular que prácticamente hemos dejado de asignarle un sentido concreto; o, si de vez en cuando les prestamos alguna atención, pronto desechamos el tópico con la vaga noción de que lo que se dice en la Escritura se refiere a los tiempos en que vino Cristo por primera vez sin intentar encontrarle aplicación exacta a nuestro caso——o tal vez incluso concebimos que no tiene aplicación ninguna——como si el hecho de que su interpretación requiere tiento e inteligencia fuera excusa suficiente para no intentar desbrozar su significado.
Pero aun si tuviéramos en tan poco las invectivas de la Escritura contra las riquezas y el amor a las riquezas, parecería que al menos su tono——tremendo y atemorizante——colocaría a las tales advertencias a reparo del inconsiderado descuido que generalmente reciben. Por el contrario, los cristianos habitualmente prestamos escrupulosa atención al Diluvio y el juicio de Sodoma y Gomorra pese a que tenemos la promesa contra la recurrencia del primero y confiamos en que la gracia de Dios no nos abandonará de modo tal que caiga sobre nosotros un castigo semejante al de aquellas ciudades.
Y esta consideración nos inclina a creer que la negligencia con que habitualmente se aborda esta cuestión no arraiga enteramente en una desidia más o menos sistemática sino más bien en una suerte de sospecha de que el tópico mismo de las riquezas es uno que no puede discutirse tranquila y confortablemente entre los cristianos de nuestro tiempo; esto es, que no la cuestión no puede ser discutida sin colocar las exigencias de Dios y el orgullo de la vida en plena confrontación.
Veamos entonces qué dice sobre el particular el texto mismo de la Escritura. Por ejemplo, consideremos éste: «¡Ay de vosotros los ricos!, porque ya recibisteis vuestro consuelo». No se negará que estas palabras son lo bastante claras e indicativas de que fueron dichas a gente rica en los días de Nuestro Salvador. Dejemos que la fuerza absoluta del vocablo «consuelo» permanezca bajo nuestra consideración. En este contexto es usado a modo de contraste con el consuelo que se le promete al cristiano en las Bienaventuranzas. Si se le da al término «consuelo» su significación más acabada——que incluye auxilio, guía, aliento y respaldo——resulta que es la promesa más característica del Evangelio. El Espíritu Prometido, que ha permanecido en el lugar de Cristo, fue por El llamado «el Consolador». De modo que hay algo harto temible en las implicancias de este texto: que aquellos que poseen riquezas, en ellas mismas ya han recibido su parte, su porción, tal como son, plenamente... y eso en lugar del Regalo Celestial del Evangelio. La misma doctrina se infiere de las palabras de Nuestro Señor en la Parábola del Rico Epulón: «Acuérdate, hijo, que tú recibiste tus bienes durante tu vida, y así también Lázaro los males. Ahora él es consolado aquí, y tú sufres» (Lc. XVI:25). En otra oportunidad dijo a sus discípulos:«¡Cuán difícilmente los que tienen riquezas entran en el reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de Dios» (Lc. XVIII:24).
Pues bien, es usual desechar estos pasajes con la observación de que fueron dirigidas no a los que poseían riquezas, sino a los que en ellas ponían su confianza; como si fuera indiscutible que en estos textos se implica que no hay ninguna conexión entre el poseer y el confiar, como si no hubiere advertencia ninguna de que la posesión conduce hacia una confianza idolátrica en esos bienes, como si no hiciera falta que los poseedores tuviesen temor y ansiedad, no fuera que terminaran condenados. Y se suele suponer que esta irrelevante distinción encuentra sustento en el lenguaje mismo de Nuestro Señor ya que en una de las ocasiones mentadas dice primero «Cuán difícilmente entrarán al Reino los que tienen», y luego, «Cuán difícilmente entrarán al Reino los que confían» en las riquezas; siendo que seguramente Cristo sólo quiere despejar la falsa noción de los discípulos en el sentido de que la sola circunstancia de poseer riquezas tornaba imposible su salvación aclarando simultáneamente otro error al reemplazar «tener» por «confiar» implicando con esto que esta mala confianza no exige necesariamente la efectiva posesión de bienes. Pero lo que sí hace es conectar las dos cosas, sin identificarlas, sin explicarse; y la sencilla cuestión que queda por encarar es ésta: si, considerando que aquellos que tenían riquezas cuando vino Cristo eran propensos a depositar su confianza idolátricamente en estos bienes, acaso hay, o no, razones para creer que tales disposiciones varían con el curso de los siglos; y, de conformidad con la solución que adoptemos, si los «¡ayes!» de entonces tienen plena aplicación en nuestro tiempo. En cualquier caso, observemos que si algunos sostienen que tales pasajes no encuentran aplicación en los días que corren, han de dar razón de semejante parecer; a los tales les incumbe la carga de la prueba.
Pero a decir verdad, que Nuestro Señor quiso significar que las riquezas en algún sentido son una calamidad para el cristiano, es cosa evidente, no sólo a partir de textos como los precitados, sino que exactamente eso también se deduce directamente de sus numerosas alabanzas y recomendaciones de la pobreza. Por ejemplo, «Vended aquello que poseéis y dad limosna. Haceos bolsas que no envejecen, un tesoro inagotable en los cielos, donde el ladrón no llega y donde la polilla no destruye»; «Si quieres ser perfecto, vete a vender lo que posees, y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y ven, sígueme»; «Bienaventurados los pobres pues de ellos es el Reino de los Cielos», «Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos... antes bien, cuando des un banquete, convida a los pobres, a los lisiados, a los cojos, y a los ciegos». Y de igual manera, Santiago: «¿Acaso no ha escogido Dios a los que son pobres para el mundo a fin de hacerlos ricos en fe y herederos del Reino que tiene prometido a los que le aman?» (Lc. XII:33; Mt. XIX:21; Lc. VI:20 y XIV:12-13; Sant. II:5). Ahora bien, no cito estos textos a modo de precepto, sino de doctrina. Cualquiera sea la conducta que prescriben para este o este otro individuo (que aquí no nos concierne), hasta aquí una cosa está clara: que, de conformidad con la regla del Evangelio, la ausencia de bienes es, como tal, un estado más bendito y más cristiano que su posesión.
Para nuestra salud espiritual el más obvio de los peligros está en que la posesión de bienes mundanos prácticamente sustituye en nuestro corazón al Unico Objeto al cual debemos suprema devoción. Los bienes de este mundo son visibles; El es invisible. Son medios de que disponemos para alcanzar aquello que queremos: si Dios oirá o no nuestras peticiones para tales deseos permanece incierto; o quizá debiera decir, es casi seguro que nos espera una negativa. Así, estas posesiones apelan a las inclinaciones corruptas de nuestra naturaleza; prometen y cumplen su promesa de ser dioses para nosotros, y dioses tan buenos que ni siquiera exigen servicio, sino que, como mudos ídolos, exaltan a quien las adora, sellándolos con la noción de su propio poder y seguridad. Y en esto está su principal y más sutil malignidad. Los hombres religiosos son capaces de reprimir, incluso de extirpar, los deseos pecaminosos, la lujuria de la carne y de los ojos, la gula, las borracheras y demás, el amor a las diversiones y placeres frívolos y ostentosos, la indulgencia en los lujos de cualquier tipo; pero en lo que concierne a las riquezas, no es tan fácil deshacerse de la secreta sensación que proporcionan, la de una segura plataforma que nos confiere cierta importancia, cierta superioridad; y en consecuencia, quedan apegados a este mundo, pierden de vista el deber de llevar la Cruz, se entorpecen y ven nublado, pierden delicadeza y precisión de tacto: por decirlo así, la punta de sus dedos se embota para todo lo concerniente a los intereses religiosos y sus perspectivas. Arriesgarlo todo sobre la palabra de Cristo les parece de algún modo antinatural, extravagante y evidencia de una mórbida exaltación; y la muerte——por terrible que sea——en lugar de aparecer como una graciosa liberación, no es bienvenida como materia de consideración. Están contentos con permanecer como están y no consideran la posibilidad de cambio alguno. Desean y quieren servir a Dios, incluso Le sirven en su medida; pero no con las agudas sensibilidades, el noble entusiasmo, la grandeza y elevación del alma, el sentido del deber y el afecto hacia Cristo que lo hacen cristiano, sino que obedecen al modo de los judíos, a quienes no les fue dada otra Imagen de Dios más allá de la creación «comiendo gozosos su pan y bebiendo su vino con un corazón alegre», empeñados en que «sus vestidos fueran blancos en todo tiempo y que no falte en su cabeza el perfume, gozando de la vida con su amada esposa todos los días de su vida fugaz» y «disfrutando de su porción en esta vida» (Eclesiastés IX:7-9). Desde luego, no digo que el debido uso de las bendiciones temporales de Dios esté mal, sino que hacerlos objeto de nuestros afectos, permitirles que nos engañen respecto del «Marido Unico» con el que estamos casados, es confundir al Evangelio con el Judaísmo.
Así entonces, si se nos permite decirlo, aquí hay alguna parte de lo que quería decir Nuestro Salvador, cuando conecta la posesión de las riquezas y la confianza en ellas; y es consideración especialmente adecuada para hoy cuando conmemoramos a un Apóstol y un Evangelista cuya historia es ejemplo y aliento para todos aquellos que tienen y temen, no sea que confíen.
Pero San Mateo estaba expuesto a una tentación adicional que procederé a considerar; pues no sólo poseía, sino que también estaba comprometido en la persecución de mayor fortuna. Nuestro Salvador parece precavernos contra este peligro adicional en su descripción de las espinas en la Parábola del Sembrador, cuando las pinta como «los cuidados de este mundo y el engaño de las riquezas» y todavía más claramente en la parábola de la Gran Cena, donde los invitados se excusan, uno por «haber adquirido un terreno», y el otro «cinco yuntas de bueyes». Mas claro todavía habla San Pablo en su Primera Epístola a Timoteo: «Los que quieren ser ricos caen en la tentación y en la trampa y en muchas codicias necias y perniciosas que precipitan a los hombres en ruina y perdición. Pues raíz de todos los males es el amor al dinero; por desearlo, algunos se desviaron de la fe y se torturaron ellos mismos con muchos dolores» (Mt. XII:22; Lc. XIV:18-19; I Tim. VI:9-10).
El peligro de poseer riquezas está en que conduce a una seguridad carnal; en cambio el peligro de desearlas y buscarlas está en que un objeto de este mundo es puesto delante nuestro como objeto y fin de la vida. Aquí nuevamente hablo como antes, no a modo de precepto, sino de doctrina. Estoy contemplando Su Santa Religión como desde lejos, a distancia, tratando de establecer cual es su general carácter y espíritu, no lo que pueda llegar a ser el deber de este o este otro individuo que la abrazó. Es Su Voluntad que todo lo que hagamos debe ser hecho no para ser vistos por los hombres, o por el mundo, o por uno mismo, sino para Su gloria; y en la medida en que podamos hacer sencillamente más de esto, más favorecidos seremos. Cada vez que actuamos con respecto a alguna cosa de este mundo, aun cuando lo hagamos con toda pureza de intención, nos vemos expuestos a la tentación——(¡ciertamente que no irresistible, Dios no lo permita!) pero, en fin, a la tentación——de poner nuestro corazón en obtenerlo.
Y es por esto que llamamos a tales objetos diversiones como que nos estimulan incongruentemente, arrancándonos de la serenidad y estabilidad de la fe celestial, atrayéndonos con su proximidad fuera del camino de la ronda armónica de nuestros deberes y obligando a nuestros pensamientos a converger hacia algo más acá de lo que es infinitamente elevado y eterno. Tales diversiones ocurren permanentemente y el sólo padecerlas, lejos de tornarnos culpables en el acto mismo o en sus resultados, es el gran negocio de esta vida y allí se prueba la disciplina de nuestros corazones. Frecuentemente puede ser pecaminoso el evitarlas como ha sido [¡atención!] tal vez el caso de algunos que se han refugiado en monasterios para servir a Dios más enteramente. Por otra parte, constituye el deber mismo de todo Director Espiritual trabajar para la grey que le es encomendada, sufrir y atreverse; así, San Pablo vivió rodeado de notables conmociones suscitadas por su misma tarea y es por esto que sus escritos exhiben los agitados efectos de tales acontecimientos sobre su mente. Era como David, un hombre de guerra y sangre; y eso por nosotros. Con todo, aun sigue siendo cierto que el espíritu esencial del Evangelio es uno de «quietud y confianza»; que la posesión de esto es el don más alto y que en ganarlas para nuestro corazón es nuestro principal empeño.
En consecuencia, por más que forme parte de nuestro deber el soportar tales diversiones cuando caben, constituye claramente una actitud anticristiana, una epifanía de imbecilidad y pecado el buscarlas como tales, sean seculares o religiosas. Así los juegos por dinero constituyen una seria ofensa si de nuestra parte consisten en la presuntuosa intentona de crear una seria——o incluso, una invencible——tentación de fijar nuestro corazón sobre alguna cosa de este mundo. De igual manera también la maldad de muchas diversiones de (lo que se llama) la moda del día que han sido diseñadas con el propósito mismo de absorber nuestros pensamientos, y así hacer pasar el tiempo fácilmente. Muy contrario es el temperamento cristiano que encuentra su perfecto y particular gozo en los compromisos ordinarios y rutinarios que Dios le ha asignado, más allá de que el mundo los encuentra aburridos y cansadores. Levantarse día tras día para encarar las mismas tareas y hallarse feliz en ellas, es la gran lección del Evangelio; y cuando tales enseñanzas se encarnan en aquellos que están despiertos ante las tentaciones de cualquier diversión, estamos ante corazones destetados del amor de este mundo. Claro que también es cierto que las enfermedades del cuerpo, así como la inquietud de la mente, pueden ocasionalmente convertir una vida así en una carga; pero también es verdad que la indolencia, la indulgencia consigo mismo, la timidez y otros similares malos hábitos pueden inducirnos a adoptar una vida serena como pretexto para evitarnos deberes más activos. Los hombres de mente enérgica y con talentos para la acción tienen vocación para una vida pletórica de problemas; estos hombres compensan y son los antagonistas de los males del mundo——bien, pero que no olviden jamás su lugar; son guerreros y guerreamos por obtener la paz. Sólo son hombres de guerra, sin duda honrados porque Dios los eligió para eso, pero, a pesar de las diversiones momentáneas, en el fondo de su corazón descansan sobre la Unica verdadera Visión de la Fe Cristiana; y con todo, no son sino soldados en el campo de batalla——no constructores del Templo ni habitantes de esos «amables» y especialmente bendecidos «Tabernáculos» donde el adorador vive en perpetua alabanza e intercesión——y que sólo militan en medio de las humildes tareas de la vida diaria. «¡Marta, Marta!, tú te afanas y te agitas por muchas cosas pero una sola es necesaria. María eligió la buena parte que no le será quitada» (Lc. X:41-42). Así juzga Nuestro Señor, mostrándonos que nuestra felicidad verdadera consiste en permanecer ociosos para servir a Dios sin distracciones. Por obtener este don lo pedimos especialmente en una de nuestra Colectas: «Concédenos, oh Dios, que el curso de este mundo se ordene tan apaciblemente que Tu Iglesia pueda así jubilosamente servirte en la paz de Tu Gobierno». La persecución, los sobresaltos de la vida política y otras cosas parecidas irrumpen sobre la calma de la Iglesia. El más grande de los privilegios del cristiano está en no tener nada que ver con la política de este mundo¬¬——el ser gobernado y someterse obedientemente; y aun cuando aquí también el egoísmo puede introducirse subrepticiamente y llevar a un hombre a descuidar los asuntos públicos que son de su incumbencia, con todo, siempre deberá concebirlos como su deber, difícilmente como un privilegio, como la realización de la confianza en él depositada por otros y no como el disfrute de derechos (como dicen los hombres en los ilusos días que corren), nunca como si el poder político fuera en sí mismo un bien.
Pero para volver al tema que nos ocupa inmediatamente: digo entonces, que constituye parte central de los recaudos que debe tomar todo cristiano en asegurarse que nuestros compromisos no se transformen en una búsqueda, en una prosecución, en un fin. Nuestros compromisos forman parte de la porción que nos toca, pero nuestros afanes son la mayor parte de las veces suscitados por propia elección. Podemos vernos comprometidos en negocios de este mundo sin afanes mundanos; «no displicentes en nuestros negocios» sino más bien «sirviendo al Señor». En esto reside el peligro del afán de lucro, propio de los negocios y cosas parecidas. Es la más común y la más extendida de todas las diversiones. Es una distracción en la que casi todos pueden caer, y no sólo eso: el mundo os alabará por ello. Y dura toda la vida; en tal aspecto esta distracción difiere de todas las demás formas de entretenimiento y diversiones del mundo, que duran poco, y que se suceden uno tras otro. Ya bastante miserable es en sí misma la disipación de la mente que generan estos entretenimientos: pero muchísima peor que esta disipación es la concentración de la mente sobre un objeto mundano que por su naturaleza permite su constante prosecución——y así es el afán de riquezas. Ni tampoco es poca cosa el agravamiento de este mal por la ansiedad que casi siempre lo acompaña. Una vida de caza-fortuna es una vida de preocupaciones; desde su inicio existe la temible anticipación de pérdidas que de distintos modos inquietan la mente y deprimen el ánimo; pero más que eso esta ansiedad puede inficionarlo de tal modo que en su persecución de las riquezas y por el remolino de los negocios en que se encuentra envuelto, un hombre puede llegar al extremo de no poder pensar en otra cosa y ya no poder pensar en Dios. Sería conveniente que esto se entienda bien. Podréis oír a hombres hablar como si la obtención de riquezas fuera el negocio propio de la vida. Argumentarán que por las leyes de la naturaleza un hombre está obligado a ganarse el pan para sí y los suyos y que él encuentra una recompensa en proceder así, lo que le da una satisfacción inocente y honorable mientras hace una suma tras otra y recuenta sus ganancias. Y tal vez pueda argumentar aun más, que desde la caída de Adán es obligación del hombre «trabajar con el sudor de la frente» mediante esfuerzo y con ansiedad «para ganar el pan» de cada día. ¡Qué extraño que no recuerden la graciosa promesa de Cristo que abrogó esa maldición original dando de mano con la necesidad de ninguna real búsqueda de «la carne que perece» ! A fin de que fuéramos librados de la esclavitud de la corrupción, El expresamente nos dijo que las necesidades de la vida nunca le faltarán a quien fuera discípulo fiel así como tampoco le faltó comida y aceite a la viuda de Sarepta; que, mientras está obligado a trabajar por los suyos, no tiene por qué quedar atrapado por la solicitud de sus trabajos——que mientras está ocupado, su corazón pueda estar ocioso para su Señor. «Tampoco andéis afanados por lo que habéis de comer o beber, y no estéis ansiosos. Todas estas cosas, los paganos del mundo las buscan afanosamente; pero vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de ellas. Buscad pues antes su reino, y todas las cosas os serán puestas delante» (Lc. XII:29-31). Aquí se nos revela simultáneamente cuál es nuestro privilegio y cuál nuestro deber, la porción del cristiano que adquiere compromisos en medio de un mundo empeñado en la búsqueda de cosas de aquí abajo. Y de conformidad con las palabras de Nuestro Maestro Divino, están las palabras del Apóstol, introductorias al pasaje ya citado: «Porque nada trajimos al mundo, ni tampoco podemos llevarnos cosa alguna de él. Teniendo pues qué comer y con qué cubrirnos, estemos contentos con esto» (I Tim. VI:7). No hay pues excusa para la absorbente búsqueda de riquezas en la que se empeñan tantos hombres como si fuera una virtud y sobre la que se explayan como si fuese una ciencia. «Tras tales cosas van los gentiles!» Considerad cuán diferente es la regla de vida que nos dejaron los Apóstoles. «Lo que quiero decir, hermanos, es esto: el tiempo es limitado; resta pues que lo que tienen mujeres, vivan como si no las tuviesen; y los que lloran, como si no llorasen; y los que regocijan, como si no se regocijasen; y los que compran, como si no poseyesen; y los que usan del mundo, como si no usasen, porque la apariencia de este mundo pasa». «No os inquietéis por cosa alguno, sino que en todo vuestras peticiones se den a conocer a Dios mediante la oración y la súplica acompañada de la acción de gracias» (Filipenses, IV:6). Y San Pedro: «Descargad sobre El todas vuestras preocupaciones, porque El mismo se preocupa de vosotros» (I Pedro V:7).
Os he dado pues la principal razón de por qué el afán de ganancias, sea conducida de forma pequeña o a gran escala, resulta perjudicial para nuestros intereses espirituales puesto que fija la mente sobre un objeto de este mundo; pero hay razones adicionales. El dinero es una especie de creación y le otorga a su adquirente, aun más que a quien ya lo posee, una imaginación de su propio poder; y lo inclina a idolatrar su propio yo. Nuevamente, con muy poca gana nos desprenderemos de aquello que hemos adquirido con tanto esfuerzo; de tal modo que un hombre que se ha fabricado su propia fortuna habitualmente será tacaño, o por lo menos no partirá con su dinero a menos que a cambio eso le proporcione crédito a su persona o aumente su importancia ante los demás. Aun cuando su conducta sea enteramente desinteresada y amable (como en el caso del que gasta por el confort de aquellos que dependen de él), aun así, siempre se insinuará una cierta indulgencia para sí mismo, un espíritu de soberbia y orgullo mundano. Por tanto será muy poco probable que semejante hombre sea liberal para con Dios; pues las ofrendas religiosas son gastos sin compensación visible, y se emplearán para fines que aquellos empeñados en ganar riquezas hallarán poco valiosos. Más aun, si puede agregarse, existe una notable tendencia entre los hombres conectados con las ganancias a convertirlo en injusto en sus negociaciones——y esto de un modo sutil. Existen tantas defraudaciones y prevaricaciones convencionales en los detalles del mundo de los negocios, tan intrincados el manejo de sus cuentas, tantos interrogantes perplejos acerca de la justicia y de la equidad, tantos plausibles subterfugios y ficciones de la ley, tanta confusión entre los imprecisos lineamientos de una conducta honesta y de buena ciudadanía, que requiere de una mente muy derecha para mantenerse firme en la obediencia a una conciencia estricta, al honor, a la verdad, y considerar los asuntos en los que está comprometido como si los viera por primera vez, como si fuera un extranjero recién llegado a quien se le ponen por delante todos estos asuntos por junto.
Y si tales son los efectos del afán de riquezas sobre un individuo, indudablemente será otro tanto para una nación; y si el peligro es tan grande en un caso, ¿por qué iba a serlo menos en el otro? Por el contrario, considerando que las tendencias de las cosas eventualmente han de manifestarse plenamente allí donde el tiempo y los números le permitan seguir su curso natural, ¿acaso no es cierto que cualquier multitud, cualquier sociedad de hombres cuyo fin es la ganancia actuarán movidos más bien por estos sentimientos, sus caracteres moldeados por los sentimientos que acabamos de describir? Con semejante idea por delante, resulta una consideración temible que pertenecemos a una nación que en buena medida subsiste a fuerza de hacer dinero. No insistiré en esto; ni inquiriré acerca de si los males políticos específicos de los días que corren arraigan en este principio, que San Pablo llama la raíz de todos los males, el amor del dinero. Sólo propongo que consideremos el hecho de que somos un pueblo que hace dinero, y esto pese a que tenemos delante nuestro las declaraciones de Nuestro Salvador contra el dinero y la confianza en el dinero: ya con eso tendremos abundante materia para considerar.
Por último, con tan melancólica perspectiva de nuestra condición y futuro como nación, el ejemplo de San Mateo constituye nuestro consuelo; pues sugiere que nosotros, ministros de Cristo, podemos gozar de gran libertad de palabra y declarar sin reserva alguna que los bienes y las ganancias son peligrosísimos, sin con eso faltar a la caridad con los individuos expuestos a semejantes peligros. Pueden ser hermanos del Evangelista que lo dejó todo por Cristo. Es más, muchos (¡bendito sea Dios!) muchos han seguido su ejemplo en todo tiempo; y en proporción a la fuerza de la tentación que los rodea son bendecidos y alabados porque pudieron, entre «las olas del mar» y «el gran saber de su tráfico», oír la voz de Cristo, tomar su cruz, y seguirlo.
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