- San José Obrero
- Santos Felipe y Santiago el Menor, Apóstoles
- San Jeremías, Profeta
- San Amador de Auxerre, Obispo
- San Segismundo de Borgoña, Rey
- San Peregrino Laziosi, Sacerdote
- San Teodardo de Narbona
- San Teodulfo, Abad
- Y en otras partes, otros muchos santos Mártires y Confesores, y santas Vírgenes. R. Deo Gratias.
SAN JOSÉ OBRERO
'El 1 de mayo de 1955—escribe un testigo presencial— Roma era un hervidero de gente sencilla y morena, con mirada abierta y espontánea. Aquí y allá, en los bares y vías que acercan al Vaticano, grupos de hombres, mujeres y niños, mezclados en alegre algarabía, despachaban el leve bagaje de sus mochilas y apuraban unas tazas de rico café. En su derredor parecía soplar un aire nuevo, sin estrenar. Hasta tal punto que el semblante de la Ciudad Eterna, acostumbrado a todos los acontecimientos y a todas las extravagancias de todos los pueblos de la tierra, parecía asombrado ante aquella avalancha nueva de cuerpos duros y curtidos y de almas ingenuas, que desbordaban todo lo previsto.'
   Se diría que había un presentimiento. Cuando  aquellos grupos confluyeron en una de las grandes plazas romanas y a lo  largo de las amplias márgenes del Tíber e iniciaron su marcha hacia el  Vaticano, flotaba algo en el ambiente. La vía de la Conciliación se  estremecía con un eco nuevo, el de las rotundas voces de los obreros del  mundo, que, al compás de bravos himnos, y bajo sus guiones y pancartas,  representando a todos sus hermanos del mundo, avanzaban al encuentro  del Papa.
    Era una riada inmensa  de vida, de calor, de entusiasmo. Bajo el crepitar de los camiones,  cargados de trabajadores, que con sus instrumentos de trabajo avanzaban  hacia la plaza de San Pedro, corría una multitud alegre y sencilla,  gritando hermosas consignas: '¡Viva Cristo Trabajador! ¡Vivan todos los  trabajadores! ¡Viva el Papa!'. Aquellos doscientos mil hombres superaban  el viejo latido de odio y de muerte, cambiándolo por otro de  resurrección y de vida.   
   Oigamos de nuevo al mismo cronista: "Con  espíritu nuevo y conciencia clara de la nobleza trabajadora la inmensa  muchedumbre fue llenando, en creciente oleaje, la monumental plaza de  San Pedro. Las fontanas se transformaron en racimos humanos y sobre la  enardecida concentración el obelisco neroniano parecía un dedo luminoso  que apuntaba tercamente la ruta de los luceros, la única capaz de  redimir al doliente mundo del trabajo. A los pies mismos de la basílica  se detenía el oleaje humano y bajo el balcón central de la iglesia más  monumental del cristianismo se levantaba el rojo estrado papal. Pronto  apareció en él la blanca figura del Vicario de Cristo mientras la plaza  entera vibraba en un ensordecedor griterío y un continuo agitar de  pañuelos y pancartas. Las fontanas parecían abrir sus bocas para gritar,  el obelisco se estiraba más y más hacia el cielo y la majestuosa  columnata de Bernini tenía un movimiento de gozo y de gloria. Todo se  movía en torno al Cristo en la tierra, y por las cornisas y capiteles  —como bandada de palomas al viento— iban saltando los gritos de paz,  trabajo y amor. 
   "De la inmensa plaza se fueron destacando  pequeños grupos de obreros, portadores de mil obsequios calientes que el  mundo del trabajo ofrecía al Papa. Los vimos subir las gradas del  estrado y arrodillarse, con sus manos llenas y toscas, ante el Cristo  visible en la tierra. Algunos, con serenidad, decían una frase  densamente aprendida. Otros, vencidos por el momento grandioso, lo  olvidaban todo e improvisaban ricas espontaneidades, O no hacían más que  mirar al Papa, cara a cara, y llorar. La plaza seguía gritando por su  descomunal boca de doscientos cuarenta metros de anchura y volando en  alas de los doscientos mil corazones de obreros. Sólo cuando el Papa se  levantó quedó muda y sobrecogida, como un desierto silencioso. Sobre el  silencio palpitante vibró la voz del Papa Pío XII. 
   “¡Cuántas veces  Nos hemos afirmado y explicado el amor de la Iglesia hacia los obreros!  Sin embargo, se propaga difusamente la atroz calumnia de que "la Iglesia  es la aliada del capitalismo contra los trabajadores". Ella, madre y  maestra de todos, ha tenido siempre particular solicitud por los hijos  que se encuentran en condiciones más difíciles, y también, de hecho, ha  contribuido poderosamente a la consecución de los apreciables progresos  obtenidos por varias categorías de trabajadores. Nos mismo, en el  radiomensaje natalicio de 1942, decíamos: "Movida siempre por motivos  religiosos, la Iglesia condenó los diversos sistemas del socialismo  marxista y los condena también hoy, siendo deber y derecho suyo  permanente preservar a los hombres de las corrientes e influjo que ponen  en peligro su salvación eterna". 
   "Pero la Iglesia no puede ignorar o dejar de  ver que el obrero, al esforzarse por mejorar su propia condición, se  encuentra frente a una organización que, lejos de ser conforme a la  naturaleza, contrasta con el orden de Dios y con el fin que Él ha  señalado a los fieles terrenales. Por falsos, condenables y peligrosos  que hayan sido y sean los caminos que se han seguido, ¿quién y, sobre  todo, qué sacerdote o cristiano podrá hacerse el sordo al grito que se  levanta del profundo y que en el mundo de Dios justo pide justicia y  espíritu de hermandad?" 
   Sin embargo, la fiesta, con toda su  hermosura, hubiera podido quedar como una más entre las muchas que se  han celebrado en la magnífica plaza de San Pedro y el discurso como uno  de tantos entre los pronunciados por el Papa Pío XII. No fue así. Por  boca del Sumo Pontífice la Iglesia se aprestó a hacer con la fiesta del 1  de mayo lo que tantas veces había hecho, en los siglos de su historia,  con las fiestas paganas o sensuales: cristianizarlas. 
   El 1 de mayo  había nacido en el calendario, de las festividades bajo el signo del  odio. Desde mediados del siglo XIX esa fecha se identificaba en la  memoria y en la imaginación de muchos con los bulevares y las avenidas  de las grandes ciudades llenas de multitudes con los puños crispados.  Era un día de paro total en que el mundo de los proletarios recordaba a  la sociedad burguesa hasta qué punto había quedado a merced del odio de  los explotados. Y esa fiesta, la fiesta del odio, de la venganza social,  de la lucha de clases, iba a transformarse por completo en una fiesta  litúrgica, solemnísima, del máximo rango (doble de primera clase), con  su hermoso oficio propio y su misa también propia. 
   El Papa lo  anunció con toda solemnidad: "Aquí, en este día 1 de mayo, que el mundo  del trabajo se ha adjudicado como fiesta propia, Nos, Vicario de  Jesucristo, queremos afirmar de nuevo solemnemente este deber y  compromiso, con la intención de que todos reconozcan la dignidad del  trabajo y que ella inspire la vida social y las leyes fundadas sobre la  equitativa repartición de derechos y de deberes”. 
   "Tomado en este  sentido por los obreros cristianos el 1 de mayo, recibiendo así, en  cierto modo, su consagración cristiana, lejos de ser fomento de  discordias, de odios y de violencias, es y será una invitación constante  a la sociedad moderna a completar lo que aún falta a la paz social.  Fiesta cristiana, por tanto; es decir, día de júbilo para el triunfo  concreto y progresivo de los ideales cristianos de la gran familia del  trabajo. A fin de que os quede grabado este significado... nos place  anunciaros nuestra determinación de instituir, como de hecho lo hacemos,  la fiesta litúrgica de San José Obrero, señalando para ella  precisamente el día Uno de Mayo. ¿Os agrada. amados obreros, este  nuestro don? Estamos seguros que sí porque el humilde obrero de Nazaret  no sólo encarna, delante de Dios y de la Iglesia, la dignidad del obrero  manual, sino que es también el próvido guardia de vosotros y de  vuestras familias". 
   Y desde aquella tarde serena y gozosa el 1  de mayo entraba en el calendario católico bajo la advocación de San José  Obrero.  Los liturgistas pondrán,  ciertamente, una vez más, su nota de escrúpulo ante esta fiesta de tipo  ideológico, recordando que el ciclo litúrgico es esencialmente  conmemoración de acontecimientos, no de ideas. Sin embargo, aunque en la  línea de una exquisita pureza litúrgica pueda caber la discusión, no  hay lugar a ella desde el punto de vista pastoral. Una fiesta, inserta  en una fecha ya consagrada como exaltación del trabajo, resulta  pedagógicamente admirable, en orden a llevar de una manera gráfica,  plástica, colorida y vital un manojo de ideas a las muchedumbres de hoy. 
   Plástica, colorida y vital resulta la idea  de la dignidad del trabajo cuando la encontramos, no al través de unos  párrafos oratorios, sino encarnada en la sublime sencillez de la vida  del mismo padre putativo de Jesucristo. Él había dicho ya en el Antiguo  Testamento: “Mis caminos no son vuestros caminos y mis pensamientos no  son vuestros pensamientos". Cualquiera de nosotros, consultado, hubiera  sido de opinión de que era preferible que Jesucristo, puesto a traer al  mundo el mensaje de una ideología que forzosamente habría de chocar con  el mundo de entonces, hubiera nacido rodeado de lo que solemos llamar un  prestigio social: de familia ilustre, sin angustias económicas, en  alguna ciudad, como la antigua Roma, que resultase crucial en la marcha  de los tiempos. 
   Pero no fue así. Antes al contrario.  Jesucristo elige para sí, para su Madre bendita, para San José, un  ambiente de auténtica pobreza. Entendámonos: no un ambiente de pobreza  más o menos convencional, de vida sencilla pero al margen de  preocupaciones económicas, sino la áspera realidad de tener que ganarse  el pan trabajando, de tener que disipar los tenues ahorrillos en el  destierro, de tener que sufrir muchas veces la amargura de no poder  disponer ni siquiera de lo necesario. 
   Desde los Evangelios apócrifos, con su  muchedumbre de milagros adornando la niñez de Jesucristo, hasta el mismo  San Ignacio poniendo, con encantadora ternura, la figura de una  criadita que acompañe al matrimonio camino de Belén, los cristianos nos  hemos rebelado muchas veces contra ese designio de la Divina Providencia  que se nos antojaba excesivo. Cuando hemos querido imaginar a la  Santísima Virgen le hemos dado siempre trabajos que traían consigo un  halo de poesía:
| La Virgen lava pañales y los tiende en el romero... | 
   Pero lo  cierto es que la Virgen habría de lavar más de una vez las humildes  escaleras de la casita y barrer el pobre taller, y preparar la frugal  comida. Y, junto a ella, también a San José habría de corresponderle su  parte en las consecuencias de tanta pobreza. 
   Sabemos que fue  carpintero. Alguno de los Padres apostólicos, San Justino, llegó a ver  toscos arados romanos trabajados en el taller de Nazaret por el  Patriarca San José y el mismo Jesús. Fuera de esto, todo lo demás son  conjeturas. Pero conjeturas hechas a base de certeza, si cabe hablar  paradójicamente, pues, por mucho que queramos forzar nuestra  imaginación, siempre resultará que fue difícil y dura la vida de un  pobre carpintero de pueblo, que a su condición de tal ha añadido las  tristes consecuencias de haber vivido algún tiempo en el destierro.  
   Porque si algunos  ahorros hubo, si algo pudo llegar a valer aquel tallercito, ciertamente  que todo hizo falta cuando, como consecuencia de la persecución de  Herodes, la Sagrada Familia hubo de marchar a Egipto. Dura la vida allí.  Dura también la vida a la vuelta. 
   En este ambiente vivió Jesucristo. Y éste es  el modelo que hoy se propone a todos los cristianos. Para que cada cual  aprenda la lección que le corresponde. 
   Quiere la Iglesia que la fiesta de San José  Obrero sirva, como dice la sexta lección del oficio, para despertar y  aumentar en los obreros la fe en el Evangelio y la admiración y el amor  por Jesucristo; sirva para despertar en los que gobiernan la atención  hacia aquellos que sufren, y el deseo de poner en práctica las cosas que  pueden conducir a un recto orden en la sociedad humana; sirva para  corregir en la sociedad los falsos criterios mundanos que en tantas  ocasiones llegan a penetrarla por completo. 
   Insistamos en  esta triple idea. 
   Como consecuencia de la profunda revolución  que supuso el maquinismo surgió, a mediados del siglo XIX, una nueva  clase social; el proletariado. No puede decirse que esta clase social se  haya apartado de la Iglesia. En realidad, estuvo en la mayor parte de  los países, salvemos excepciones tan gloriosas como Irlanda, totalmente  al margen de ella. Sometida a unas condiciones infrahumanas de vida, a  una jornada agotadora de trabajo, a una situación económica aflictiva,  hubo forzosamente de abrirse a ideologías paganas y materialistas.  Gestos tan nobles como la magistral encíclica del Papa León XIII RERUM  NOVARUM, cayeron en el vacío. Una sociedad que se llamaba  cristiana desoyó por completo tales llamamientos. Entonces surgió  poderoso, amenazador, el auge del marxismo, y posteriormente el arraigo  del comunismo en esas masas, y su triunfo político en algunas naciones. 
   A tal situación  se trata de oponer, más que una ideología, un símbolo: el de San José  Obrero. Late en él toda una concepción de la vida, y del papel del  trabajo en ella. Diríamos que toda una teología del trabajo. Como dice  el responsorio de sexta y de nona: "El verbo de Dios, por quien han sido  hechas todas las cosas se ha dignado trabajar por sus propias manos...  ¡Oh inmensa dignidad del trabajo que Cristo santificó!" Es más: en ese  mismo trabajo resplandece una ley divina, establecida por el Creador de  todas las cosas, según recuerda la oración de la misa. 
   Pero la fiesta no  es sólo una predicación de la dignidad del trabajo y un recuerdo de que  ese trabajo ha sido compartido por el hijo de Dios y por San José. Es  también un aldabonazo en la conciencia de quienes gobiernan. A ellos se  les recuerda cuáles son sus obligaciones en relación con los pobres y  con los humildes. Dice así el papa Pío XII: "La acción de las fuerzas  cristianas en la vida pública mira, ciertamente, a que se promueva la  promulgación de buenas leyes y la formación de instituciones adaptadas a  los tiempos, pero también más aún significa el destierro de frases  huecas y de palabras engañosas, y el sentirse la generalidad de los  hombres apoyados y sostenidos en sus legítimas exigencias y esperanzas.  Es necesario formar una opinión pública que, sin buscar el escándalo,  señale con franqueza y valor las personas y las circunstancias que no se  conforman con las leyes e instituciones justas o que deslealmente  ocultan la realidad. Para lograr que un ciudadano cualquiera ejerza su  influjo no basta ponerle en la mano la papeleta del voto u otros medios  semejantes. Si desea asociarse a las clases dirigentes, si quiere, para  el bien de todos, poner alguna vez remedio a la falta de ideas  provechosas o vencer el egoísmo invasor, debe poseer personalmente las  necesarias energías internas y la ferviente voluntad de contribuir a  infundir una sana moral en todo el orden público". 
   Desgraciadamente,  se hace necesario también una tercera actuación de esta fiesta, no sólo  sobre los trabajadores y los dirigentes, sino sobre la misma sociedad.  El Evangelio de la fiesta nos recuerda el desdén con que las gentes  contemporáneas de Jesucristo comentaban, al oír su predicación, que se  trataba del hijo de un carpintero. Después de veinte siglos de  cristianismo todavía queda mucho de aquel, y estamos lejos de apreciar  en nuestra vida corriente y normal la dignidad del hombre, de condición  humilde que trabaja con sus manos. Nos escandaliza encontrar en la  historia épocas en que este trabajo era, en ambientes que se decían  cristianos, algo deshonroso, que podía incluso, si se encontraba en los  antepasados, impedir el acceso a algunas Ordenes religiosas. Pero no nos  costaría mucho encontrar idénticos criterios mundanos, paganos,  construidos de espaldas al verdadero cristianismo, en nuestra misma  sociedad de hoy. Hay mucho que reformar. Para que los puestos de  dirección se den a quien se lo merezca, y no por razón de nacimiento o  influencia; para que nuestras clases sociales sean permeables, y sea,  por consiguiente, fácil el paso de unas a otras; para que se superen  añejos prejuicios raciales o sociales; para que en todas partes, en las  Asociaciones católicas, en los colegios, en el trabajo, en la  amistad..., todos nos sintamos verdaderamente hermanos.  Este es el triple fruto que la Iglesia se  propone obtener con la institución de la fiesta de San José Obrero.
   Oh Dios,   Creador de las cosas, que  impusiste al género humano la ley del trabajo: concede propicio que, con  el ejemplo t patrocinio de San José, practiquemos las obras que mandas y  consigamos los premios que prometes. Por J. C. N. S. Amén.
 

 
 






 
 
 

 
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